
Según vamos cumpliendo años aprendemos, adquirimos y disfrutamos de nuevos aprendizajes, experiencias y revelaciones. Si hay algo extraordinario en hacerse mayor es que uno empieza a relativizar tantas cosas. Se desprende de ciertas ansiedades y agonías que, afortunadamente, nos acompañan en la juventud para impulsarnos, menearnos y hacernos correr y vivir con la celeridad y la presteza propia de ese tiempo.
Sin embargo, al ir sumando primaveras restamos, necesariamente, prisas. Al contrario de lo que podría parecer, pues irónicamente queda menos andadura por delante, hacemos este recorrido con deleite, complacencia y regodeo, sabiendo que lo más importante es disfrutarlo y que uno ya hubo corrido todo lo que tenía que correr.
Esto irremediablemente implica renunciar, también, a muchas cosas. Sacrificar la cantidad en pos de la calidad.
Quién de nosotros no acumula largas listas de grandes o pequeñas ilusiones pendientes: lugares por visitar, proyectos por emprender, viajes que realizar o personas por reencontrar. Sin embargo, con los años estos inventarios tienden a encoger y convertirse en aspiraciones un tanto más realistas.
Así, hoy soy más consciente que nunca de que jamás conoceré todos los lugares y países que me gustaría, ni visionaré muchas de las tantas y tantas películas que anhelaría y, por supuesto, tampoco leeré todos aquellos libros que voy anotando en libretas, agendas y papeles sueltos esperando hacerles un hueco en mi mesilla.
Y aunque sé que hoy toca priorizar y anteponer, toca elegir; temo errar en mi elección y, por ejemplo, dejar en el olvido libros y ejemplares que ennoblecerían mi vida. Quien me conoce algo sabe lo que disfruto de la literatura y aunque siempre intento buscarle un hueco leo infinitamente menos de lo que me desearía, por lo que trato de ser selecta en mis deliberaciones, aunque reconozco que no siempre estoy del todo fina.
Sin embargo, sí soy sabedora de que, muy a mi pesar, mi selección jamás corresponderá con mis expectativas. Probablemente en mi realidad nunca lea el ‘Ulises’ de Joyce, ‘Fortunata y Jacinta’ de Pérez Galdós, ‘La montaña mágica’, de Mann, ‘Rojo y negro’ de Stendhal o de Clarín ‘La Regenta’. Pero siempre creeré que si algún día alcanzo el séptimo tomo de la gran novela del escritor francés Marcel Proust el tiempo invertido no habrá sido ‘perdido’ sino gustosamente ‘recobrado’.
Y es que hacerse mayor supone tantas cosas, entre las que incluyo consentir elegantemente la renuncia y recrearse y entretenerse plácida y sosegadamente en la victoria; porque como cantaba aquel “nunca el tiempo es perdido solo un recodo más en nuestra ilusión”.