Clase política

Cuando estamos a solo unas horas de elegir dirigentes políticos en nuestros municipios y comunidades, tengo que reconocer que aún me sorprende –será que soy demasiado inocente –la descalificación grosera e insolente y la falta de respeto recurrente de cierta clase política. No me gusta generalizar y creo que tampoco procede, aunque resulte lo más habitual y corriente, y es que en mis 17 años de periodista he conocido y tratado tantísimos políticos que puedo decir, con conocimiento de causa, que no todos son iguales. Afortunadamente. Sin embargo, groseros, lenguaraces y agrestes haberlos haylos, evidentemente.  

Hay una expresión popular que apunta que “lo que Juan dice de Pedro habla más de Juan que de Pedro” y es que no tengo duda alguna de que es en el enfrentamiento, la disputa y/o las desavenencias donde se evidencia la verdadera clase y el estilo. En el trato al rival.

El respeto, la educación y las formas deberían regir y presidir las relaciones entre personas, más aún cuando estos son responsables públicos que promulgan, prometen y aspiran a una convivencia pacífica. Porque, ni siquiera en campaña, todo vale. El que estemos, en cierto modo, acostumbrados no licita la mentira, ni el insulto zafio y ramplón ni, tampoco, la desvergüenza. La confrontación ha de surgir del desacuerdo en las ideas o propuestas pero manteniendo la consideración, la mesura y la compostura.

Queremos una política limpia, decente, seria y amable, que huya del ataque personal e hiriente y que, en cualquier caso, haga uso de cierto humor o ‘gracieja’ para sitiar al adversario. No queremos políticos de memes, panfletos y ofensas o injurias anónimas. Queremos políticos que cuenten con el calor de los suyos pero también con el de los la bancada de enfrente; yo he visto abrazos sinceros entre contrincantes. Políticos honestos y leales. Y esto no es cuestión de partidos sino de gente.

Gente (por evitar nombrar a los que están en activo) como en su día lo fueron José Antonio Pujante, ex coordinador de Izquierda Unida, José Ramón Jara, vicesecretario del Partido Socialista de la Región de Murcia y diputado en la Asamblea, que en paz descansen, y Antonio Gómez Fayrén, ex consejero del Gobierno y vicepresidente de la Comunidad Autónoma, entre otros cargos. De los que, además de tratarlos, habiendo pasado el tiempo no he encontrado quien me hable mal; más bien hay siempre cariño en los recuerdos, incluso entre ‘adversarios’.

Y es un buen político debe defender su postura y liderazgo con ideas y propuestas, lejos de agresiones personales y populistas y evitando disparatados rifirrafes. Se trata de eso: de tener y demostrar clase política.

Desamor

Sentirse roto por dentro. ¡Ay! Y es que no hay edad a la que el desamor no duela. La única diferencia entre una ruptura sentimental de adolescencia y las que disimulamos los que ya andamos cercanos a los 40 –y siguientes –es la certeza de que el dolor, por agudo y ahogado que resulte en ese momento, pasará.

Porque en esto, también, la experiencia es un grado. Como cantarían Bunbury y Nacho Vegas en ‘El rumbo de tus sueños’: “Y ahora tengo las arterias llenas de etcéteras y un corazón espartano”. Sin embargo, como dicen, hay que pasarlo.

Y es que por estoicos que tratemos de ser, las despedidas siempre lastiman y uno no puede acostumbrarse, por más rupturas que coleccione, a perder lo que se quiere. Diecinueve días y quinientas noches tardó el mismísimo Sabina en “aprender a olvidarla” y eso que sus amantes decían que “antes el malo era” él.

Los que, además, somos unos románticos –en el sentido más rockero de la palabra –lo sufrimos de un modo más agudo aún, permitiéndonos y regodeándonos en una melancolía quizás un tanto pueril; pero cuya intensidad, ardor y virulencia, sin embargo, es lo único que vuelve a dar sentido a nuestra existencia, mudando emoción por emoción.

De este modo, pasamos entonces a subsistir en el recuerdo. A recrearnos en lo que vivimos, atesorando y entreteniéndonos en aquello que aún poseemos de lo que un día fue. Creando una relación enfermiza entre pasado y presente que no permite el paso al futuro; pero que, una vez más, nos consuela de algún modo.

Sin embargo, nuestro espíritu novelero nos facilita también, con el tiempo, quedarnos con lo bonito. Disfrutando con morriña pero sin tristeza de aquellos recuerdos, libres ya de toda aflicción. Volviendo a las composiciones del autor zaragozano, en ‘Lady Blue’, en la que canta el fracaso de su propio matrimonio, lo relata tal que así: “Y ahora todo es mejor. La lluvia de asteroides ya pasó. No fue para tanto. Y desde aquí todo es insignificante, nada es tan preocupante. El espacio es un lugar tan vacío sin ti”.

Es entonces, y no antes, cuando estamos dispuestos a volver a ‘querer querer’, conscientes del privilegio de almacenar relaciones bellas. Aunque duelan. Aunque se acaben. Porque son la antítesis a los rollos de poca trascendencia, encuentros pasajeros o relaciones tóxicas y/o anodinas que coleccionan la mayoría.

Porque el desamor duele pero es la prueba incuestionable de haber amado.

Percentiles

Una madre siempre quiere lo mejor para su hijo (de forma general). Así, cualquier aspecto relacionado con su salud o bienestar se convierte en algo trascendental para la misma alcanzando, en algunas ocasiones, cotas de obsesión. Sea este mi caso con los célebres percentiles.

Aunque no soy pediatra, ni médico, ni mucho menos experta en la materia –y estoy segura que podrán corregirme muchos profesionales –como madre de dos pequeños voy a tratar de relatar mi experiencia con estas controvertibles ‘varas de medir’.

Entiendo que para poder realizar una evaluación es necesario que exista una valoración numérica como parte fundamental de esa estimación; pero si ponemos en esas cifras todo el valor, ocurre que hay aspectos que se quedan sin medir y, aún más, tendemos a creer, irremediablemente, que la media es lo correcto.

En este caso concreto, los percentiles registran los pesos y medidas de los bebés desde su nacimiento, esperando que su crecimiento siga una evolución estandarizada. Comúnmente, también, tendemos a creer –y yo soy la primera –que aquellos niños con percentiles por debajo del 50 (la media) no están teniendo el desarrollo o la evolución más apropiada. Sin embargo, aquellos que se registra por encima de la mitad de la tabla nos parecen más que adecuados: Son niños hermosos. Bien, pues tan lejos están unos y otros de la media: en un caso podríamos creer que se peca por defecto (en el peso), pero en el otro se debería pensar que lo hace por exceso. Sin embargo, la realidad es que tanto un percentil como el otro están dentro de lo saludable.

Mis hijos han estado siempre por debajo de esa ‘media’ que marcaría la virtud y, aunque trato de alejarme de este pensamiento erróneo, la idea de que no se estén alimentando bien me resulta recurrente y, en determinados momentos, me atormenta. Tiendo a magnificar todo lo que tiene que ver con ellos, como nos ocurrirá a muchas.

Tanto es así que la lactancia materna, que además de maravillosa es durísima, se ha convertido en una prueba semanal que me evalúa como madre, produciéndome una gran angustia vital.

Y cada vez que me enfrento a ella, cargada de miedos y auto-reproches, trato de recordar aquella confidencia que Antonia ‘de la Fonda’, una vecina de 84 años que alumbró (prácticamente sola) y crío a 5 hijos, me hizo cuando vino a conocer a mi pequeña y me  confesó que “amamantar ha sido el mayor placer” que experimentó en toda su vida. Aquellas palabras, sin ella saberlo, se convirtieron en su mejor regalo.

Hacia la belleza

Así se llama el libro que corona últimamente la torre que tengo en la mesita de noche y que voy leyendo a raritos cuando todo lo demás, que no es poco, me deja. Una obra del escritor francés David Foenkinos que elegí curiosamente por la sutileza de su título y por la trayectoria de premios que el autor acumula en su país. El nombre de su trabajo más celebrado, que también aguarda en mi librería, es ‘La Delicadeza’, otro dulce reclamo que se llevó al cine en 2011 y que protagonizó Audrey Tautou.

Pues bien, aunque no he leído demasiado, la idea de que alguien abandone una acomodada y conservadora vida para estar más cerca de aquello que para él es la belleza, pese a que el resto de condiciones puedan parecer haber empeorado más que considerablemente, me seducía muchísimo; pues yo misma he estado alguna vez en esa situación en la que tratas de redimirte a través de la gracia, el esplendor o la hermosura.

Y uno puede preguntarse, entonces, qué es la belleza. Si existe una universal o si cada cual se deleita en diferentes contemplaciones. Yo, que evito generaliza, creo que aunque ‘para gustos los colores’ y aunque el mismísimo Umberto Eco teorizase sobre este asunto en ‘Historia de la belleza’ donde hace un repaso de los distintos cánones que se han seguido en diferentes épocas, hay ciertos aspectos tan sublimes que no admiten contradicción.

Al menos a esta conclusión llegué hace años, por primera vez, al observar ‘La Piedad’ de Miguel Ángel. Era aún muy joven pero en ese preciso instante entendí lo excelso y elevado del arte. Creo que jamás me había sobrecogido igual ninguna estampa. Después he vuelto a experimentar esa sensación en numerosas ocasiones más. Sin lugar a dudas el día que, en lo alto de una escalera del Louvre, me crucé con la ‘Victoria alada de Samotracia’; o cuando disfruté de la restauración de ‘La Anunciación’ de Fra Angelico, en el Museo de El Prado de Madrid.

Algo similar me ocurre también, por más que las tengas vistas, con algunas obras de nuestro célebre escultor Francisco Salzillo. No puedo evitar compungirme con su sufriente Dolorosa en el Museo de la capital o con el dulcísimo San José y el Niño que alberga la Parroquia de Santiago Apóstol de Lorquí.

Antes estas admiraciones, aunque sea por unos instantes, pierden intensidad las tribulaciones, las angustias y, también, las nimiedades de nuestro día a día y uno comprende que la belleza también cura y salva.

Seguir siendo niños

Cuando nos convertimos en padres, de un modo u otro, volvemos a ser niños.

A mi hijo, además de la Semana Santa y sus procesiones, le entusiasman los festejos de gigantes y cabezudos tras verlos por primera vez en las fiestas patronales de Vitoria Gasteiz en nuestra ruta por el norte el pasado verano. Tanto es así que, desde entonces, reproduce en bucle vídeos de este tipo de eventos.

Esta semana, a las puertas de las fiestas de Mayo en honor a la Santísima Vera Cruz en Caravaca, tienen lugar los tradicionales pasacalles del ‘Tío de la Pita’ entonando la ‘Serafina’ para hacer bailar y desfilar a los titánicos muñecos en compañía de los ilusionados y fascinados niños que los arropan en su recorrido. Un jolgorio que, aunque en los últimos años me quedaba ya un poco lejano, disfruté en mi niñez cada primavera.

Era mi abuela Josefa  quien nos llevaba a mí y a mi hermana a la Placeta del Santo a gritar aquello de “gandules” para que los gigantes despertasen tras un año de letargo. Hoy soy yo quien se hacía dos horas de coche con mis pequeños para que pudiesen conocer esta entrañable tradición de mi pueblo.

A la vuelta, mientras mi hijo dormía después de una tarde de máxima excitación, pensaba en como todos tenemos, aunque en algunos casos sean vagos, recuerdos de ciertas costumbres junto a nuestros padres y abuelos. Memorias que no solemos tener presentes en el día a día pero que, de vez en cuando, vuelven a tu mente y te devuelven a la niñez.

Desde las misas dominicales vestidas ‘de domingo’ con las abuelas para después parar a comprar alguna gominola en el kiosco, a los paseos en motocicleta con el abuelo, los partidos de fútbol los fines de semana o las tardes de pipas en la puerta al fresco. ¡Que recuerdos!

¿Quién no ha disfrutado de alguno de aquellos sencillos momentos que ahora nos resultan tan grandes? Y cuánto daríamos por poder volver a vivirlos, aunque solo fuese un instante.

Será por eso que, quizás, una vez que somos padres tratamos de mantener aquellas tradiciones con nuestros pequeños para recordar el chiquillo que algún día fuimos. Será también, quizás, que sea éste el mal llamado síndrome de Peter Pan; ya que, tras descubrir que ‘Nunca Jamás’ nunca existió, es el único modo de seguir siendo eternamente niños.

Leer da sueños

Hay noches, cuando más cansada estoy y más tarde se nos ha hecho, que en el momento en el que mi hijo me pide leer alguno de sus cuentos favoritos en la cama siento el impulso de buscar alguna excusa con la única intención de que se duerma rápidamente y poder descansar o, como la mayoría de las veces ocurre, ponerme a trabajar en las mil cosas pendientes que tengo, con el ordenador encima y uno (de mis hijos) a cada lado de la cama.

Sin embargo, y aunque la tentación es fuerte, trato de disimular mi cansancio y mi ansiedad por lo mucho que aún me queda por hacer pese a las horas, e interpreto con él alguna de las muchas historias que ya hemos leído una y otra vez en sus tres años de vida. Le gusta leer, en este caso (más bien) que le lean, y yo me siento afortunada por eso.

Desde que era niño hemos tratado de que tuviera una relación especial con los libros por lo mucho que han significado para nosotros, sus padres. Hemos celebrado con él, cada año, el Día de la Poesía, el 21 de marzo, participando en algunas de las propuestas que se ofrecían; y, por supuesto, el Día del Libro, el 23 de abril, en memoria del fallecimiento (en 1616) de Miguel de Cervantes, William Shakespeare y Garcilaso de la Vega.

En cada edición, todos los miembros de la familia elegimos un libro que nos gustaría tener y aprovechamos la ‘festividad’ para hacernos con él; normalmente en las ferias que se instalan a tal efecto. Mi hijo aún no ha elegido el suyo, pero yo tenía pendiente ‘Las mujeres que leen son peligrosas’, de ‘Stefan Bollmann’ -parece una declaración de intenciones-, así que lo tengo decidido.

La misma noche que escribía este artículo descubrí, ya en la cama, que mi pequeño había aprendido a contar sílabas. De repente, tras leer las aventuras de ‘Julieta Pedorreta’, él silabeo graciosamente ‘Pedorreta’ haciendo una palmada con sus manos por cada una de ellas. Yo, sentí felicidad, además de asombro. Y él siguió haciéndolo con algunos otros vocablos. Su padre, que nos observaba mientras recogía la habitación, le dijo que eso era maravilloso porque era, ni más ni menos, que el inicio a la lectura. Y, como reza la frase en madera que hemos instalado encima de su biblioteca, sabemos que leer le dará –entre muchas otras cosas- sueños.

Desenterrándolas

En los últimos años, afortunada y justamente, se están empezando a reconocer las figuras de ciertas mujeres cuyas vocaciones, carreras y legados han sido acallados, ninguneados e, incluso, sepultados a conciencia. Ciertos movimientos y la implicación de grandes instituciones han sido clave en la restitución de estas memorias y, aunque queda mucho por hacer, nuestra generación y nuestro siglo está viviendo ese necesario empoderamiento femenino.

Así, hoy se está dando el valor que merecen a muchas obras y aportaciones de éstas a lo largo de la historia. Marie Curie, por ejemplo, ha sido considerada una de las mujeres más influyentes de todos los tiempos, habiendo destacado en el campo de la ciencia, pero curiosamente no solo por su intelecto ya que fue una mujer de acción: en plena I Guerra Mundial ayudó a equipar ambulancias e incluso las condujo en el mismo frente de la batalla. Otras, también sobresalieron en las artes y humanidades y ya no se las soterra o esconde bajo alias o pseudónimos.

Pero si bien aceptamos la genialidad o excelencia de las mujeres en diferentes ámbitos; puede que, sin embargo, no ocurra lo mismo con el poder que éstas puedan ejercer sobre los demás, sobre todo cuando se refiere a gran escala. Aún hoy nos resulta curioso o anecdótico el gobierno de un país por parte de una mujer. Aunque ejemplos, sin duda, haberlos haylos. Hace tan solo unos meses enterrábamos a Isabel II de Inglaterra con el segundo reinado más largo de la historia, pisándole los talones al mismísimo Luis XIV (Francia) que gobernó más de 72 años. O la propia Margaret Thatcher que fue primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, siendo la persona que más tiempo asumió dicho cargo durante el siglo XX y la primera mujer que ocupó este puesto en el país.

A este respecto, hace tan solo unos días, llegaba a mis manos un artículo de la que fue, posiblemente, la primera mujer empoderada de la historia, desafiando un mundo completamente masculino en torno al año 1.500 a.C. Reinó (y se autoproclamó Faraón) durante casi 20 años en el país más rico y avanzado de aquella época: El antiguo Egipto. Su nombre fue Hatshepsut y a pesar de haber construido uno de los templos más bellos de aquella civilización, tras su muerte, hubo grandes intentos por borrar su memoria, su legado y su gobierno. No lo consiguieron.

Su historia es similar a la de otras mujeres que brillaron con luz propia y fueron enterradas y reducidas al silencio por la mediocridad del pensamiento sexista que ha existido a lo largo de todos los tiempos y que, pese a los muchos avances, aún hoy persiste. Mas dichosamente poco a poco estamos desenterrándolas.

El sueño americano

Hace años que no veo una gala de premios del cine completa, ya sea la española de los Goya o su análoga en Norteamérica, pero sí me gusta conocer los premiados y seguir, de algún modo, los ecos de dichos eventos.

Así, este año me emocionaba, incluso, con el discurso del ganador del Oscar a Mejor Actor de Reparto: Ke Huy Quan, de origen vietnamita y que muchos recordamos por su papel de ‘Tapón’ en varias entregas de la saga ‘Indiana Jones’, quien hacía referencia a su llegada al país de las oportunidades: “Mi viaje empezó en una embarcación. Pasé un año en un campamento para refugiados y de repente estoy aquí”, ni más ni menos que recogiendo una estatuilla dorada. “Dicen que historias como estas solo pueden ocurrir en una película, pero me ha pasado a mí”.

Y es que, aunque parezca mentira y como suele decirse, la realidad muchas veces supera a la ficción. Hace unos días, leía en un curioso y original libro que me regaló una amiga (Cristina), ‘HEX – Historias Extraordinarias de Daniel López Valle, las memorias de una joven bailarina belga que, en plena Segunda Guerra Mundial y tras vivir encerrada en un sótano con su madre, para sobrevivir actuaba en ‘espectáculos’ clandestinos  (curiosamente sin aplausos para evitar ser descubiertos); y que incluso parte del dinero que recaudaba lo donaba a la resistencia. La escasez y el hambre hicieron estragos en su salud provocándole anemia y otros problemas de salud que la acompañaron toda su vida.

“Vimos fusilamientos. Vimos hombres y mujeres ponerse contra la pared y ser tiroteados”, relataba en primer persona ésta muchacha que años más tarde se convertiría en una actriz mundialmente reconocida. Sin embargo, leyendo esta biografía nunca imaginé que estuviese hablando de la mismísima Audrey Hepburn.

Pero estos pasados dramáticos no son una rara excepción entre las ‘celebrities’, ya que son muchos los que protagonizaron turbias y difíciles situaciones: desde la mismísima Marilyn Monroe que vivió en un orfanato hasta la mayoría de edad, a Oprah Winfrey que sufrió abusos sexuales de varios de sus familiares desde los nueve años o Charlize Theron que presenció el asesinato de su madre a manos de un padre alcohólico.

Y es que, aunque tengo que reconocer que no soy muy fan de aquello del ‘sueño americano’ que bien podía representar hoy aquel joven vietnamita que veíamos en las películas del aventurero Harrison Ford, “los sueños son algo en lo que hay que creer”, aunque como él mismo reconoce casi renunció a los suyos, porque está claro que pueden cumplirse, venga uno de donde venga.

Y es el que el pasado (y nuestra historia) nos condiciona, pero jamás nos limita (o eso quiero pensar).

Fuimos eternos

Esta semana escuchaba a Ismael Serrano, en su último concierto de la gira ‘Seremos’ en Lorquí, decir que seguramente pensamos que algunas canciones o discos “antiguos” son mejores no porque sea así sino porque añoramos quiénes éramos nosotros cuando los escuchábamos.

Seguramente tiene mucho de razón, aunque no estoy de acuerdo en aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor; pero sí es verdad que la música, en muchos casos, nos evoca y despierta algunos de los mejores recuerdos de nuestras vidas. Incluso hay momentos o épocas que tienen su propia banda sonora en nuestro devenir. ¡Y qué bonito es poder poner música a la cotidianidad de la vida!

Yo no puedo evitar rememorar mis días de estudiante en la Complutense y mis aventuras y desventuras por Madrid al oír cualquiera de sus canciones de aquellos tiempos. Por eso, para mí fue un auténtico deleite compartir ese espectáculo con mi familia: acudí con mis dos hijos, a pesar de que Julia apenas ha cumplido el mes. Y, aunque estuvieron casi todo el concierto durmiendo –afortunadamente-, algún día podré contarles como sus padres les hicieron partícipes de aquel maravilloso instante.

Sin embargo, el verdadero regalo estaba aún por llegar. Entre los temas de otros autores que el cantautor interpreta (ahora puedo apuntarlo sin ánimo de hacer spoiler porque la gira ya ha acabado) se incluye una zambra popularizada por Mercedes Sosa, de la que ya hablé en otro artículo, que podría ser una de las canciones más tristes de la historia; pero que a mí me trae memorias dulces de un pasado.

La pieza ‘Alfonsina y el mar’ relata, de una forma bastante romántica, la muerte de la poetisa argentina Alfonsina Storni que se suicidó en 1938 saltando al Mar de Plata desde una escollera. Cuántas veces oiría a mi padre tararear, con su escaso sentido del ritmo y la afinación, lo de “por la blanca arena que lame el mar”, siendo ésta una de sus canciones favoritas y, sin duda, una de las que marcaron mi infancia y adolescencia sin poder evitar preguntarme una y otra vez por aquella “angustia que la acompañó”.

Aún hoy, como me ocurrió durante el recital, me emociono con cada acorde de esta canción que sin duda alguna, aunque no sé de qué modo, hace mi vida más bella, y me ayuda a hacer memoria de quienes fuimos rompiendo el tópico aquel de que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Y es que me hace recordar –parafraseando a Ismael Serrano- que “antes de rendirnos (morir) fuimos eternos” (Papá).

Si estuvieras aquí…

“Que difícil y admirable poder poner palabras a una situación tan dolorosa”. Ésta era una de las reflexiones a las había llegado, y verbalizado conmigo, el ‘Hombre del Renacimiento’ tras finalizar la novela ‘Mortal y Rosa’, de Francisco Umbral. Una especie de memorias, a modo de monólogos, en las que narra la tragedia, de la que dicen nunca se recuperó el periodista y ensayista madrileño, de perder a un hijo de seis años enfermo de leucemia. “Era una cosa atroz”; recordando aquellos días de dolencia y padecimiento.

Yo, que no me siento ni siquiera capacitada para enfrentarme a esas páginas en estos momentos, siempre he pensado que es más fácil lograr la inspiración en el drama que en lo cómico y que, de este modo, Umbral habría conseguido su mejor obra, como asegura la crítica, a un coste demasiado alto.

El arte, la literatura y el cine están plagados de referencias y alusiones a historias personales, biografías muchas de ellas terribles y devastadoras. Y también, como ocurre con esta narración, de una belleza sobrecogedora. Y siempre, cuan admirable resulta ponerle palabras a ese dolor.

Desde las coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, con esa tan real advertencia entre otros versos: “Ved que quan poco son las cosas tras que andamos y corremos que, en este mundo traidor, aún primero que muramos las perdemos”; a la maravillosa ‘Elegía’ al amigo perdido de Miguel Hernández a Ramón Sijé: “Lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida”.

Hace un tiempo también me sobrecogía con la obra de la escritora americana Joan Didion ‘El año del pensamiento mágico’ en la que relata de forma completamente explícita la angustia de la muerte de su marido y la enfermedad y fallecimiento de su hija; así como la depresión en la que quedó sumida. No es para menos. Y aún así tuvo el valor de escribirlo.

Yo, que como todos, también tengo mis sombras, pienso ahora, cuando hace ocho años de la abrupta partida de mi padre, en todo aquello y no me salen más palabras que la nostalgia de ‘Pink floyd’ al recordar a Syd Barrett que dejó la banda demasiado joven -fruto de problemas mentales derivados del consumo de drogas – y decir aquello tan sencillo, pero tan bello y tan real de “How I wish you where here” (Como desearía que estuvieras aquí).