Sin prisas

A veces tengo la sensación de que me paso la vida corriendo. Corro por las mañanas para llegar a tiempo a dejar a mi hijo al cole –y da igual a la hora que me levante, al final siempre termino corriendo -; corro para entregar en plazo mis artículos y otras tareas laborales; corro al llegar a casa para preparar las comidas, recoger la cocina, poner lavadoras, tener tiempo para dedicar a mi familia, acabar las cosas pendientes de la mañana; y cuando oscurece esprinto para, después de todo eso, ser capaz de llegar a tiempo a dar la cena y dormir a mi pequeño. Y así un día tras otro.

En esta premura en la que vivo, o vivimos, en ocasiones tomo conciencia de la escasez de momentos de los que llego a disfrutar plenamente en mi rutina al realizarlos de forma inconsciente y mecánica, incluso aunque sean instantes pensados o dedicados a mí. No recuerdo el tiempo que hace que no me deleito saboreando un café de sobremesa tranquilamente mientras leo, escribo algo o simplemente no hago nada más. Reconozco que me cuesta estar  parada y que me hace sentir tremendamente bien saberme productiva, pero intuyo que debe haber un equilibrio más saludable.

En los últimos tiempos, por ejemplo, he renunciado drásticamente a sentarme una noche a ver cine ya que, entre otras cosas, llego tan exhausta que cualquier película tendría que verla en capítulos. Incluso con la lectura he tenido mis etapas de abandono, aunque intento no alargarlas demasiado y retomar el último libro que hubiese dejado a medias.

Así, hace una semana recuperé una novela que me había prestado mi hermana de una autora moldava de la que no había oído hablar nunca antes: Tatiana Tîbuleac. Al reiniciarlo recordé que sus primeras páginas no habían conseguido engancharme y que quizás por eso lo descuidé. Su literatura me resultó facilona y quizás poco cultivada, al igual que los personajes. No había avanzado demasiado en la trama aún, pero aún así decidí continuarlo.

La sorpresa llegó cuando a mitad de libro el devenir de los acontecimientos retuerce la vida de los protagonistas y, entonces sí, atrapan al lector acompañándolo a través de una serie de emociones que van desde el odio y el resentimiento, hasta la ansiedad, la tristeza, la culpa, la remisión, el amor y el perdón.

‘El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes’ es la historia de una reconciliación, un tanto atípica, que ha conseguido que, por momentos, deje de correr y sin prisas, simplemente, disfrute.

Très chic

Alguna vez oí, no recuerdo dónde ni a quién y tampoco si era exactamente así la afirmación (aunque su sentido era el mismo), que quien posee la verdadera elegancia ha olvidado que la tiene. Y es que ésta es, sin duda, una gracia natural porque no hay nada que resulte menos elegante que la galantería y la galanura impostada, por lo tosca y ridícula que puede llegar a ser y porque es imposible mantener la pose sine die, evitando todo descuido, cuando no es ‘il tuo modo di essere o fare’, que dirían los italianos, o el clásico ‘savoir faire’ francés.

Hasta la mismísima Marlene Dietrich, icono de la distinción allá por los años 20, revelaría, como hipérbole de lo laborioso de esta virtud, que no solía desmayarse porque no estaba segura de caer con elegancia. El garbo va mucho más allá de la vestimenta y los atuendos, tiene más que ver con la forma de hablar, de mirar, de moverse, de actuar y  sentirse que con aquello que se lleva puesto. De ahí la dificultad de aparentarlo o simularlo con relativo éxito.

Así, por ejemplo, más allá de sus casi 90 años, mi admirada Sophia Loren jamás ha sido pillada en un renuncio a lo largo de su dilatada carrera y su intensa exposición en los medios. Además, a su edad, aún sigue afirmando que se gusta al mirarse al espejo porque aunque el cuerpo cambia, no así la mente. Y ahí reside su salvaje y bárbaro magnetismo.

Al igual ocurriría, también, con la actriz y cantante Ana Belén a quien el paso de los años no ha restado elegancia, más bien todo lo contrario, ganando en madurez, templanza, matices y maneras que la hacen aún más interesante, destacando la belleza de su conversación y de su característica expresión o mueca.

La elegancia no es, en ningún modo, escandalosa ni excesiva sino sutil y natural, de ahí su dificultad para interpretarla. Es un ligero y voluptuoso movimiento que emana y se escapa de algunos seres sin la necesidad de pensarla, buscarla o forzarla. El très chic francés es actitud, carácter, ademán y conducta; que se percibe por el resto con cierta admiración, deleite y, también, anhelo o codicia.

Y es que según el dramaturgo y novelista francés Honoré de Balzac, representante del realismo del siglo XIX, “elegancia es la ciencia de no hacer nada igual que los demás, pareciendo que se hace todo de la misma manera que ellos”.

Plan de parto

A menos de un mes de mi fecha prevista de parto y en plena euforia de anidación o síndrome del nido; tan propio de las últimas semanas en las que una energía sin precedentes ni explicación científica, pues es cuando más pesadas nos encontramos, se apodera de nosotras y desmantelamos y organizamos la casa al completo para la llegada del futuro bebé; yo empiezo a ser más consciente que nunca de mi estado.

Este segundo embarazo, por diversas y lógicas circunstancias, ha resultado mucho menos disfrutado y considerado. No por falta de ilusión, todo lo contrario, más bien por carecer del tiempo y el ímpetu necesario. Ser mamá a jornada completa de un pequeño de tres años, la casa y el trabajo han supuesto obligaciones suficientes que no han dejado hueco prácticamente para nada más, ni siquiera para el regocijo de un deseado estado de buena esperanza.

He estado mucho más cansada pero, paradójicamente, también más activa (por lo anteriormente expuesto), y aunque con más experiencia, en estos últimos días, bastante más preocupada. No sé si es porque la lucidez ha venido de golpe y me ha sobrepasado o porque es natural una vez llegado este estadio de gestación. El caso es que me desvela el parto, algo que en mi anterior embarazo jamás me inquietó.

Recuerdo, como si fuese ayer, cuando saliendo, aún en cama, de paritorio en mi primer y único alumbramiento aseguraba tajantemente que pariría mil veces. Me resultó una experiencia fascinante, brutal, estremecedora y atávica. Y así lo sigo pensando. Sin embargo, ahora me impacienta. Según aseveró mi ginecólogo, en la última ecografía, es algo completamente habitual pues uno conoce su destino y, además, ya tiene alguien a su cargo, una responsabilidad que lo cambia todo, incluso lo personal y exclusivo que puede llegar a ser un segundo parto.

Lo único que no ha variado, con respecto al primero, es mi absoluta confianza en el equipo médico y mi voluntad de ponerme en sus manos. Al igual que ocurrió entonces, esta vez tampoco he preparado el tan de moda plan de parto. Aunque entiendo a quien pueda dar seguridad, considero que las circunstancias pueden ser tan diversas que prefiero ir con la mente abierta y sin condicionar para ir tomando decisiones según se vayan planteando.

En estos días que restan, sean cuantos sean, espero ir mitigando o ahuyentando el miedo para disfrutar, como merece, la extraordinaria aventura de un segundo alumbramiento y, esta vez, partirme en tres –porque ya nunca jamás volveré a sentirme una-.

Juego que me regalo un 6 de enero

“Aunque sin Rey Mago sigo en pie”, que canta el célebre Silvio Rodríguez en su ‘Juego que me regalo un 6 de enero’. Recién pasada la euforia de la visita de los Magos de Oriente a nuestros hogares, siento y compruebo que todos, de una u otra forma, necesitamos creer en el encanto y milagro que les acompaña. Quizás ya no de un modo tan inocente y cándido como en nuestra infancia, pero sí en esas fuerzas magnánimas que ejercen y operan para hacernos bien. Incluso de una forma completamente práctica, y también muy nostálgica, aludiendo al esfuerzo y dedicación de nuestros padres por cumplir aquellos deseos de niños en forma de sorpresas y regalos.

Hoy me toca a mi ejercer ese amparo y seguridad con mi pequeño y experimentar la magia desde el encargo y el trabajo de ofrecerle lo mejor, no ya desde el punto de vista material. Así, sin poder obviar la realidad de una guerra que sigue acongojándonos y afligiéndonos, mi hermana quiso trasladar esta responsabilidad también a sus tres retoños, sabiendo que esto les serviría para crecer en humanidad, caridad y ternura. De este modo, y haciendo extensiva la propuesta a mi hijo, les expuso muy didácticamente que Sus Majestades tienen en esta ocasión el importante encargo de reconstruir los colegios y hogares de los niños ucranianos que han sido destruidos y devastados por las bombas, por lo que para colaborar con esta causa, y que puedan destinar más recursos a ese bonito fin, sus cartas podrían ser más breves. Y una vez más la empatía de los niños nos sorprendió. Hubo menos regalos pero no se perdió ni una pizca de la emoción de esa excitante noche y su alegre mañana.

Yo, en medio de este contexto abrumador y cruel para muchas familias y hogares, necesitaba más que nunca esa esperanza e ilusión propia de la Epifanía. Necesitaba y necesito creer que nuestros deseos serán también una realidad, de la forma más mágica o más práctica, pero que se cumplirán. Que habrá alguien o algo esmerándose en que así sea. Por lo que en mi carta no había nada material, solo pedí el final de una guerra, salud para los míos, y, teniendo en cuenta mi estado, un feliz alumbramiento.

Evidentemente mis deseos no estaban bajo el árbol en la mañana de ayer, pero sigo soñando que, con Rey o sin él, éstos también puedan ser mi regalo (atrasado) de un 6 de enero.