Leía el otro día una historia sensacional en la prensa que conseguía, no sólo captar mi absoluta atención e interés, sino hacer que mi imaginación trabajase por intentar rellenar todos aquellos espacios en blanco, secretos y enigmas que la misma planteaba. Y esto, en mi caso, he de reconocer que es difícil ya que, por mi profesión, son muchos los periódicos e ingentes los titulares que ojeo, repaso e incluso leo cada jornada, ya sea laboral o no. ¿No os ha pasado nunca? Que escucháis algo, parte o un detalle de una historia que os cautiva hasta tal punto de inventar y fantasear con todos aquellos detalles que le faltan…
El artículo recogía el caso de un ex cartero que acumulaba en su trastero más de 3.000 cartas que nunca entregó a sus destinatarios. Mientras comenzaba a leer la noticia pensaba en cuáles serían las razones que le habrían llevado a tal situación. Quizás era un hombre solitario, sin familia ni amigos y al que nunca nadie envió correspondencia. Quizás quería experimentar la sensación de abrir esos sobres, incluso aunque el receptor no fuese él. Porque no me negarán, sobre todo ahora que vivimos en la era de los emails, lo excitante de mirar el buzón, encontrar una carta y abrirla para saber qué guarda. E imaginad por un momento que a diario veis circular sobres y paquetes y sois testigos de la alegría de cientos de personas al recibirlos, algo de lo que jamás os habéis sentido partícipes. Podría entender su tristeza y justificar tal circunstancia.
Pero según avanzaba por el texto comenzaba a pensar también en aquellas personas que no habrían recibido su correspondencia durante los más de diez años en los que este cartero se apropio de las mismas. ¿Cuántos mensajes y noticias se habrían quedado por el camino sin llegar a su destino? ¿Cuántas declaraciones de amor? ¿Cuántos ‘te echo de menos’? y ¿Cuántas confidencias sin compartir? En definitiva: ¿Cuántas relaciones rotas? ¿Cuántas esperas sin solución? ¿Cuántos desengaños?
Llegados a este momento, no podía evitar acordarme de uno de los personajes de la película francesa ‘Amélie’, de Jean Pierre Jeunet –No sé si la habéis visto. Aunque no es una de mis favoritas sí que la recomiendo –. Madeleine, la portera del edificio en el que vive la protagonista, una mujer alcohólica y abandonada por su marido que se aferra a las cartas ‘falsas’ que éste le envía como única razón de su existencia… los recuerdos. Es más, investigando un poco por la red, descubrí que este hecho inspiró a una joven, ‘Fanny’ a escribir relatos y enviarlos a personas que viven solas.
“La francesa recopila las historias ajenas y luego las redistribuye por los buzones. Muchos le escriben contándole aquella carta que cambió para siempre sus vidas. ‘Todos tenemos una misiva que nos ha marcado: de amor, de amistad. A veces son tristes, para mí por ejemplo aún recuerdo el documento del juzgado donde se hacía oficial la separación de mis padres’, dice”. (Un párrafo del artículo original).
Esto me hizo sentir muy cabreada con el ex cartero que había sido responsable, probablemente, de muchas historias tristes. Sin embargo, acabando de leer la noticia descubro que la mayoría de las misivas correspondían a certificados, notificaciones judiciales, correspondencia de Sanidad, Trabajo y otros Ministerios, de la DGT, de Ayuntamientos, recibos de empresas energéticas, aseguradoras, de bancos y propaganda electoral. Con lo que consideré que éste había contribuido durante una decena de años a las vidas plácidas de muchas personas. Así que, aunque se enfrenta a un delito de infidelidad en la custodia de documentos y violación de secretos…
¡Que le pongan una calle!