Club de madres

Creo que ya he comentado en alguna ocasión que cuando me convertí en madre tuve la extraña sensación de pasar a formar parte de un nutrido círculo o ‘club’ de mujeres que, sin conocerse de nada, se entienden, se respetan y se apoya por encima de las muchas diferencias que cada maternidad implica. Tanto es así, que me he sentido arropada en la vulnerabilidad de madre primeriza -cuando lo fui -por absolutas extrañas, incluso cuando el entorno más cercano parece juzgarte. Consolada por una tribu imprecisa y borrosa pero tremendamente vigorosa, celosa y apasionada que, ante determinados ataques u ofensivas, no duda en sacar los dientes. Auténtica camaradería de leonas que no he vivido en ningún otro ambiente del que haya podido formar parte.


Sin duda, la maternidad nos transforma. Nadie puede transitar algo semejante sin ganar y perder cosas en el proceso. Y creo que sólo quien lo ha experimentado puede entenderlo. Es quizás por eso que la mía (mi maternidad) es lo que más me ha acercado a mi madre en todo este tiempo.


Ser madre implica tantísimas cosas profundamente trascendentales como otras tremendamente banales que todas, de algún modo u otro, hemos vivido, disfrutado y sufrido, y ninguna de ellas es desdeñable. Tanto ha podido perturbarme o trastornarme, en un determinado momento, el miedo a que le ocurra algo al bebé como la frustración de no haber encontrado ni un solo minuto a lo largo del día para ducharme.


Sin duda, compartimos esos cambios vitales, pomposos y cargados de emociones que son incuestionables, pero me encanta identificarme también en esos pequeños gestos, comentarios y manías ‘de madre’ que ayudan a relativizar y a restar drama a ciertos instantes. Todo aquello que nos hermana y nos distingue sin tener que referir que somos madres.


Los cafés siempre fríos, los bolsos llenos de toallitas y juguetes, las visitas al baño a puerta abierta, la lista de reproducción de youtube llena de capítulos de Bluey y Pepa Pig, los asientos traseros del coche sembrados de gusanitos… y tantas otras situaciones en las que reconocernos.


En todo esto habría una norma no escrita que nos viene a representar: No me juzgues, yo también soy madre. Aunque yo iría más lejos aún, no se trataría de librarnos de juicios, sino justificarnos y hermanarnos bajo el amparo de aquello más duro y difícil que hemos vividos jamás; pero también, seguramente, lo más fascinante: la maternidad.

¡Feliz Día de la Madre a todas, camaradas!

Retornos

Esta semana leía en el Facebook de un amigo; de esos a los que uno sigue en redes con la misma admiración y entusiasmo que lo hace en lo personal porque sus posts, que escribe con dedicación y creatividad poco habitual en esos lugares, siempre aportan e instruyen;  una afirmación y reflexión a la que yo también he llegado a una determinada edad. A una fotografía de un bodegón de desayuno con una de sus tazas favoritas, unas gafas de ver y un bolígrafo acompañaba la frase: “El mundo está bien pero mi casa es mejor”. Y la escribía después de un recorrido de varios días por lugares increíbles de nuestro planeta, lo que la hace cobrar aún más sentido.

En casa, desde el primero al último, somos fans de los viajes -como dice mi hijo -y cualquier excusa es buena para improvisar u organizar una escapada. Vivimos los días fuera de casa con intensidad, desde el momento de hacer las maletas hasta el regreso a casa que afrontamos siempre con tristeza y desgana. Sin embargo, también es verdad que vengo experimentando en los últimos tiempos que la llegada a casa, tras levantarse uno de su cama, te invade de cierto regocijo, equilibrio y serenidad. Quizás, años atrás, no hubiera dado tanta importancia estas emociones, primando la celeridad, el frenetismo y la excepcionalidad de los días haciendo turismo, pero llega un momento en el que empiezas a valorar también la moderación y la mesura.

Nosotros también hemos aprovechado estos días de vacaciones para salir en familia, una fuga un poco más modesta y adaptada a nuestras circunstancias, y hemos estado en Granada. Una ciudad que conocemos muy bien y que nos permitía disfrutar del tiempo sin prisas, sin citas obligadas y sin desasosiegos. Recreándonos en un café, un paseo o un parque.

El interés de mi hijo por todo lo pone además muy fácil para viajar y tanto se divirtió en el Parque de la Ciencia como en la Capilla Real viendo el enterramiento de los Reyes Católicos y preguntando lo más inverosímil. Además, no sabemos por qué, le hace especial ilusión lo de dormir en un hotel.

Está claro que con ellos no viajamos como antes, pero viajar sigue siendo una aventura maravillosa. Eso sí, como comentaba mi amigo Nacho, ahora más que nunca, volver a casa me produce una satisfacción enorme. Sentirme refugiada, en orden y a salvo. Volver a ese lugar que me gusta por encima de todo en el mundo: mi hogar.

Saber ver

Esta fotografía, descubrí tiempo después, fue un trueque de trabajos que el mismo hizo con la fotógrafa y profesora María Manzanera en una noche memorable, junto a otros artistas, bajo nuestro patio -entonces solo suyo -emparrado.

La instantánea procede de un trabajo experimental en el Manzanera cogió diferentes objetos y los tamizó con una diversidad de materiales, especialmente, papel de seda. Y éste objeto en cuestión es, no es tan fácil de percibir si no dedicas un mirada relajada, es un zapato de tacón. Es un cuadro moderno, poderoso en envergadura y presencia y nació de una mujer que nos acaba de dejar y que, como me cuentan, desprendía grandeza en su apariencia frágil, como de pequeño pájaro ante su primer vuelo.

María Manzanera es de esas mujeres -que tenemos unas cuantas -de las que está Región debe estar orgullosa. Discreta en muchos momentos de su vida, inadvertida en otros, pero manteniendo siempre un ritmo constante de trabajo. Mirando la vida a través de su cámara, pero no sólo en su gran fascinación por París y New York, sino también por nuestra ciudad, por la ciudad de Murcia y su huerta.  Fue recogiendo en imágenes la belleza de un paisaje que sabía finito. Nos hizo reflexionar sobre la importancia de las raíces, de la belleza que nos nutre y ata a nuestros ancestros, una belleza y riqueza tremendamente simbólica y profunda, mucho mas honda que lo que está semana de fiestas de primavera intenta ensalzar. Retrató, como nadie y bañada en nostalgia, la vida amenazada de acequias, monumentos centenarios y naturaleza. También a ella debemos un gran afán de coleccionar, conservar y difundir, fotos antiguas de nuestra tierra.

Sin duda, cuando personas así nos  abandonan, dejan una ciudad, una Región y un lugar huérfanos de algún modo; afortunadamente nos legan un futuro y una herencia en su trabajo que nos acompañará siempre.

La vida tiene estas paradojas: mientras nos decía adiós esta gran mujer, el museo arqueológico desplegaba una exposición suya que ahora recibirá más visitas de las esperadas. Y yo, en  la pared de mi casa vislumbró esa fotografía de un tacón poderoso, como la mirada de esta mujer que se ha apagado pero nos sigue enseñando a abrir los ojos.

Otros templos

Esta semana los diarios, y otros medios de comunicación, traían la triste noticia del fallecimiento del escritor y dibujante José Óscar López. Siempre lamento y acuso especialmente la muerte de aquellas personas que hacen más bonito este planeta, de los creadores. Y él, sobre todo, a través de sus palabras hacía más humana la inhumanidad en la que a veces nos toca vivir.

Su poesía era tan real, tan sincera y tan lírica que consolaba, incluso en mitad de la desesperación y el pesimismo que, en ocasiones, también a él le asfixiaba. Se han dicho cosas tremendamente bonitas estos días, como viene siendo habitual cuando alguien nos deja, pero en este caso no tengo duda de que serán todas ciertas. Pues son las personas con una sensibilidad demoledora, como la suya, las que guardan -dentro de sí -un mejor corazón.

En medio de toda esta lectura de obituarios y despedidas, descubrí un bonito poema -póstumo -sobre las Bibliotecas. “Nuestro templo no era exactamente un templo”, inicia. ¡Cómo podría expresar mejor, cualquier amante de la literatura, lo que significa este espacio! No se puede definir con más ternura y devoción hacia el contenido y el continente.


En ese mismo instante, sentí la imperiosa necesidad de visitar aquel ‘santuario’ del que las urgencias y premuras cotidianas me tenían alejada desde hacía demasiado tiempo. Así, con mis dos pequeños y ‘El Hombre del Renacimiento’, que me acompaña en ese fervor por los libros, acudimos a la Biblioteca Municipal de nuestro pueblo para cumplir con los preceptos de nuestra fe.

Allí nos refugiamos durante unos minutos, no sé si llegó a una hora, ajenos a las cosas sin hacer y a las banalidades de los días. Ojeando libros con los niños y eligiendo los que nos acompañarán a la cama para conciliar el sueño, tratando de desprendernos de la pátina de la cotidianidad para alcanzar otros mundos y otros seres, otras creaciones y otras criaturas.


Curiosamente estos días vivimos fascinados en casa el despertar de Julia -mi hija pequeña -a la literatura. Con tan sólo un año arrastra mientras gatea los cuentos de cartón que ha heredado de su hermano hasta encontrarnos para que se los leamos. Confieso que no me puede hacer más ilusión esta afición.


Así, trataré de seguir honrado a los ‘profetas’ y ‘mártires’ de esta religión transmitiendo su legado y su fe; porque “si hay un sitio que te lleva a mil lugares,
a todos los sitios imaginables,
allí, allí reside nuestro templo.
La Biblioteca Pública”.

Quererte

Escuchando, curiosamente, una canción de Lucinda Williams, la compositora e interprete de música rock y folk estadounidense que ha revelado en varias de sus declaraciones y en muchas de sus canciones que la vida no ha sido fácil, me dispongo a escribir algunas palabras con las que pretendo evidenciar -aunque es hecho probado -la necesidad de continuar conmemorando cada 8 de marzo para dar luz a tantas sombras.

La escuché por primera vez en Cartagena en el marco del excelentísimo festival de ‘La Mar de Músicas’ y supe a simple vista, como ocurre con los flechazos, que su música me acompañaría toda la vida. La fuerza de su voz y de su presencia surge paradójicamente de su desgarro personal y vital. Como ha ocurrido con tantas otras mujeres en la historia y aún hoy sigue ocurriendo. Mujeres que sacan fuerza de flaqueza.

No será casual, tampoco, que hace tan sólo una semana Netflix haya lanzado el documental ‘No estás sola: La lucha contra la manada” que recoge algunas de las más brutales agresiones contra mujeres: la violación grupal en Pamplona y el asesinato de Nagore Laffage, ocurridas durante San Fermín. Ambos procesos, también, con cierta parte de la opinión pública tratando de criminalizar a las víctimas.

Y es que en una sociedad machista, todavía hoy, se esperan ciertos comportamientos previos y posteriores de las mismas. Con un perfil bastante estereotipado de las sufrientes. Así, se las ha juzgado por estar de fiesta, borrachas, por andar solas, por besar a un chico o subir con él a su casa, como si esto fuese delito, mientras que sus verdugos han recibido eximentes en sus condenas – en un caso siendo condenado por homicidio en vez de asesinato o abuso sexual en lugar de agresión, aunque en este último caso el Tribunal Superior de Justicia impuso cordura y criterio -.

Pero esto no es extraño, cuántas de nosotras no hemos sentido alguna vez cierta culpa y responsabilidad frente a algún tipo de agresión machista. Cuánto se nos habrá señalado para haber normalizado esas percepciones.

Sin embargo, las cosas están cambiando. La manada, ahora, somos nosotras y, por fin, unas estamos saliendo en defensa de las otras. Porque todas hemos sido víctimas. Porque estamos cansadas de reproches. Porque ahora nos queremos lo suficiente para no dejar que nos criminalicen. Porque para ser creídas y, mas aún, respetadas no necesitamos una conducta intachable.

Porque todas nos merecemos ser libres. Porque como canta Williams en ‘Born to be loved’: “No naciste para que abusaran de ti, para perder, para sufrir, para nada. Naciste para que te quieran”, o mejor aún: para quererte.

La sociedad de la nieve

Doce ‘Goyas’, ni más ni menos, le han hecho falta a Bayona para que me decidiese, finalmente, a ver su película. ‘La sociedad de la nieve’ se convertía así, hace unos días, en la tercera película más galardonada por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas; después de ‘Mar Adentro’ y ‘¡Ay, Carmela!’. Hazaña que no le es del todo ajena al director, pues con ‘Un monstruo viene a verme’ consiguió hasta nueve. Y es que, incluso con su nominación a los Óscar, me he resistido todo este tiempo a revivir el drama.

Desde hace un tiempo, y creo que en gran parte a consecuencia de nuestra paternidad, venimos rechazando la exposición a contenido, sobre todo audiovisual, trágico, virulento o sustancialmente doloroso, ya que nuestra tolerancia a este tipo de imágenes e historias se ha visto drásticamente reducida. Ahora, nos hacen más daño, nos perturban más y afectan a nuestro ánimo. Además, ya habíamos visto ‘Viven’ (1993) y conocíamos de sobra la historia.

Sin embargo, el éxito logrado en la última edición de los premios de la Academia de Cine y, por supuesto, la trayectoria de su director acabaron por convencernos. Bueno, realmente yo tuve que convencer al ‘Hombre del Renacimiento’ que aún así se resistía a “sufrir por placer”. Y; aunque he de reconocer que pasamos toda una noche sin dormir, consternados; sin duda, mereció la pena.

Y es que mientras ‘Viven’ se fundamenta en la acción y la aventura más física y visual de los 16 supervivientes del accidente de avión en los Andes de 1972, el largometraje del cineasta español hace un trabajo de introspección con cada intérprete, mostrando un drama más emocional y psicológico; apartándose de fórmulas y estilos Hollywoodienses y acercándose mucho más al ‘savoir faire’ español que a mí me gusta. Ese en el que tanto se trabajan los personajes, sus complejidades y su evolución.

Es un ‘film’ muy duro, pero no en su definición más gráfica ya que resuelve las escenas con una elegancia que le sale natural, sin violencia ni imágenes desagradables; pero sí lo es emocional y, hasta, éticamente.

El título, recogido de un libro homónimo escrito por Pablo Vierci, no pudo estar mejor escogido y es que representa la necesidad de la comunidad para sobrevivir. Esa forma de entender que la supervivencia de uno es la supervivencia de todos. Ese sentido tan primitivo y antropológico de sociedad del que, quizás, tan faltos estamos ahora. Cargada de simbolismos y alusiones bíblicas, lanza un mensaje casi evangelizador.

Poderosa hija mía

Recogida en mis brazos, como en cada una de tus 365 noches de vida y en prácticamente cada uno de tus sueños, llegas al año, mi pequeña Julia. Ha sido un tiempo de intenso aprendizaje. Y es que aun siendo tú la segunda yo he sido primeriza en tanto.


Te di a luz de forma completamente natural sintiendo, por primera vez, como me rompía yo para recibirte. Me enamoré de ti en aquellos largos días de hospital, entre llantos (míos) y destellos fluorescentes; para volverme a romper, un poco más tarde, esta vez por dentro. Me superó el amor y la intensidad de tu apego. No éramos dos, fuimos una sola durante mucho tiempo. Y quedé un tanto perdida en aquella nueva definición mi ser, de mi cuerpo.


Pero también viniste a recomponerme. A remendarme más segura, más valiente y más fuerte. Me enseñaste a parar, para descubrir el verdadero sentido del tiempo; para entender la productividad del sosiego y la quietud. Para dar valor al silencio.


Silencio que duró poco y llenaste con tus risas y silabeos.


Julia eres algarabía, enredo y estruendo. Alegría y dulzura, al mismo tiempo. Con esa peculiar forma de sonreír con toda la cara; entornando tus ojos, abriendo la boca grande y con las bonitas muecas que se forman en tus mejillas: tus hoyuelos.


Con la personalidad y el carácter que imprimes a cada uno de tus gestos has tomado posiciones en un frente que creímos tan cerrado y que, paradójicamente, ahora parece que nunca estuvo, sin ti, completo.


Con esa chispa que tienen tus ojos, encendidos y admirados; porque así afrontas la vida, con sorpresa y asombro. Y así has ido creciendo, sin querer cerrarlos demasiado tiempo por miedo a perderte algo. Tus párpados, beligerantes y vigías, bajan la guardia sólo en mi regazo cuando de soslayo me divisas al mamar y te dejas vencer por el sueño.


Y, aunque tu ímpetu y ardor me resulte -a ratitos – agotador e imprudente, aunque me admire a la par que asuste, te quiero así: amante de la intensidad, ‘disfrutona’ y rebelde. Quiero seguir viéndote bailar, ajena a los límites que nadie quiera imponerte y a los miedos que algún día tratarán de frenarte. Poderosa, hija mía.

¡Feliz primer cumpleaños!

Hijo, tienes un email

Son muchas las ocasiones en las que siento verdadero pudor al escribir sobre mí en estas líneas. Sin duda no son trascendentales ni noticiables asuntos tales como el escritor que ando leyendo, la última exposición que hemos visitado en familia o cualquier otra de las muchas anécdotas que relato sobre mis hijos. Esto me ha llevado a replantearme la continuidad de esta columna casi cada semana cuando me siento a decidir sobre lo que voy escribir. Sin embargo, y siendo curiosamente algo que me produce más vergüenza aún, la mantengo por las aportaciones y observaciones que algunos de vosotros habéis hecho a mi vida a raíz de esto. Por la complicidad alcanzada. Por esa empatía tan real que he recibido al exponerme, al compartir algunas situaciones y emociones tan privadas.

Por ejemplo, hace unos meses, cuando hablaba de que estaba dejando a mis hijos ‘unas memorias’ en las que les anotaba detalles de nuestras vidas, cosas muy cotidianas, que algún día serán su pasado y a mí, por ese entonces, me costará recordarlas; una mamá del cole me comentaba que ella también estaba construyendo esas ‘crónicas’ a su manera. Manera que también he decidido copiar para completar esos recuerdos.

Así, hoy les he creado a mis hijos una cuenta correo electrónico con sus nombres. Dirección a la que podré ir enviando periódicamente emails con una imagen acompañada de un breve relato sobre ese instante. Para estrenarlas les he adjuntado unas fotografías en familia que nos hicimos hace unos días en ‘Las Fuentes del Marqués’, un paraje de Caravaca, y les he explicado, entre otras cosas, como solía yo pasear por allí con mis padres como en ese instante lo hacíamos nosotros.

Les he contado, también, detalles de ese día como que mi hijo se negaba a volver a casa sin un palo gigante –me sacaba casi un cabeza- con el que había estado jugando, o como mi pequeña tomaba pecho acurrucada en mis brazos junto a un banco en la orilla del agua mientras los chicos andaban de expedición a ver lo que encontraban.

Supongo (y espero) que, para ellos, sea maravilloso descubrir algún día todas estas ‘cartas’ sobre su infancia. Ahora, mi dilema es cuál sería la edad más adecuada para entregarles por fin las claves de estas cuentas, que habré mantenido y alimentado en el tiempo, para que puedan encontrarse y revivir todos estos recuerdos cuidadosamente almacenados y custodiados.

Una caja de recuerdos

Hay una película británica de Richard Curtis, uno de los grandes directores de comedia contemporánea conocido por títulos como ‘Love Actually’, ‘Cuatro bodas y un funeral’ o ‘Notting Hill’, que sin duda es una de mis favoritas del género. ‘About time’- o ‘Una cuestión de tiempo’ como se tradujo al español- además de una banda sonora interesante con temas que van desde ‘Il Mondo’, de Jimmy Fontana, a ‘Into my arms’ de Nick Cave, pasando por ‘Back to black’ de Amy Winehouse’ o ‘Friday I´m in love’ de ‘The Cure’; cuenta con un reparto de excepción, con Domhall Gleeson, Rachel McAdmas y Bill Nighy, entre otros, y un entretenido y amable argumento que, en realidad, es mucho más trascendental de lo que aparenta.

La cinta, que en 2013 se llevó el Premio del Público en el Festival de San Sebastián, relata la capacidad del protagonista para viajar en el tiempo, siempre hacia atrás, con el fin de enmendar errores de su pasado. Cualidad que aprovecha, también, para recuperar las partidas de pin pon entre conversaciones con su padre fallecido.

Si hubiera de elegir un don, yo también querría poder volver, de algún modo, en el tiempo. No porque piense que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino con la única pretensión de rescatar y revivir algunos de los momentos que, irremediablemente, he perdido para siempre; y que permanecen vivos en tanto en cuanto mi memoria aún los tiene presentes pero que algún día desaparecerán para siempre.

Reconozco que la memoria, o más bien la pérdida de ésta –entendida más allá de la capacidad para rememorar algo –es uno de mis temas recurrentes. Sin duda, me angustia el olvido. Me angustia olvidar y, también, que algún día me olviden. No desde un punto de vista vanidoso, más bien me entristece que nadie recuerde ya lo maravilloso vivido y compartido.

Y no hablo de grandes obras. Hablo de los despertares de mis hijos acurrucados en mis brazos. Hablo de las ocurrencias de mi pequeño en nuestras conversaciones de pijama y cama. Hablo de sus risas cómplices mientras juegan. Eso es lo que no quiero que jamás se pierda.

Será por eso que este año, he pedido a sus Majestades Los Reyes Magos que dejen para mis hijos una bonita caja de recuerdos. Un paquete con más de 300 instantáneas cotidianas que iré completando con los años. Momentos de nuestro pasado congelados en fotografías a las que, de algún modo, puedan siempre volver y regresar.

Im-perfectas

Esta semana mi hermana bromeaba con la idea de que cada vez se parece más a mi madre. Sustentaba su afirmación, concretamente, en dos variables: cada vez le apetecía menos socializar, a la par que crecía su fijación, deseo o interés hacia los ‘acolchados’; esa prenda de abrigo, a priori, tan poco favorecedora. Al menos, según mi gusto y criterio.

El caso es que, aún pareciendo exagerada, dicha afirmación tiene algo de verdad. No se trata de que los años nos hayan vuelto más hurañas ni estúpidas o menos estilosas, es simplemente cansancio. Sí. Así. Tal y como suena. Las mujeres de mi generación vivimos cansadas y aún así funcionamos, en muchos casos, por inercia, pese incluso a pasar malas noches.

Queremos, defendemos y promoveos un estilo de vida ’slow life’ en el que deleitarse y regocijarse de las cosas pequeñas, de cada momento; sin embargo, la realidad es que nuestra existencia es otra bastante diferente. El grado de auto exigencia en el que nos hemos situado nos aboca a un constante estado de ansiedad, insatisfacción y agotamiento.

Queremos vivir días lentos, pero no lo logramos. Siempre hay cosas que hacer, algo que recoger, que ordenar, informes que enviar, emails o mensajes que contestar, cosas que limpiar, ropa que lavar, amigas que ver, visitas que hacer, compras que hacer… y con todos esos ‘deberes’ centrifugando tu cabeza es difícil descansar.

Desde las obligaciones laborales, en las que luchamos por no bajar ni un ápice nuestro rendimiento después de haber sido madres, al mantenimiento de un hogar bonito y en orden, pasando por los compromisos maritales y familiares vivimos en un permanente esfuerzo, tratando de mostrar y demostrarnos que podemos con todo.

No sé cuándo ni quién nos hizo asumir como bueno ese rol de súper mujeres que nos provoca tanto desgaste. La perfección es fatigosa y, lamentablemente, inalcanzable con la cantidad de encargos y tareas que abarcamos.

De este modo, nuestras aspiraciones, a veces, como comentaba mi hermana se reducen a un poco de descanso físico y mental sin necesidad, si quiera, por mantener una conversación. Un poco de silencio y soledad, sin más. Y en cuanto al ‘acolchado’ –aunque a eso yo me resisto aún un poco más -, la búsqueda de la comodidad.

Nos hemos reivindicado como iguales, como capaces, como independientes, como fuertes y valientes, y hemos demostrado que lo somos.  No necesitamos vivir en esa reivindicación constantemente. Es el momento de recuperarnos, querernos, aceptarnos y reivindicarnos, también, como imperfectas, como maravillosamente im-perfectas.