Fuimos eternos

Esta semana escuchaba a Ismael Serrano, en su último concierto de la gira ‘Seremos’ en Lorquí, decir que seguramente pensamos que algunas canciones o discos “antiguos” son mejores no porque sea así sino porque añoramos quiénes éramos nosotros cuando los escuchábamos.

Seguramente tiene mucho de razón, aunque no estoy de acuerdo en aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor; pero sí es verdad que la música, en muchos casos, nos evoca y despierta algunos de los mejores recuerdos de nuestras vidas. Incluso hay momentos o épocas que tienen su propia banda sonora en nuestro devenir. ¡Y qué bonito es poder poner música a la cotidianidad de la vida!

Yo no puedo evitar rememorar mis días de estudiante en la Complutense y mis aventuras y desventuras por Madrid al oír cualquiera de sus canciones de aquellos tiempos. Por eso, para mí fue un auténtico deleite compartir ese espectáculo con mi familia: acudí con mis dos hijos, a pesar de que Julia apenas ha cumplido el mes. Y, aunque estuvieron casi todo el concierto durmiendo –afortunadamente-, algún día podré contarles como sus padres les hicieron partícipes de aquel maravilloso instante.

Sin embargo, el verdadero regalo estaba aún por llegar. Entre los temas de otros autores que el cantautor interpreta (ahora puedo apuntarlo sin ánimo de hacer spoiler porque la gira ya ha acabado) se incluye una zambra popularizada por Mercedes Sosa, de la que ya hablé en otro artículo, que podría ser una de las canciones más tristes de la historia; pero que a mí me trae memorias dulces de un pasado.

La pieza ‘Alfonsina y el mar’ relata, de una forma bastante romántica, la muerte de la poetisa argentina Alfonsina Storni que se suicidó en 1938 saltando al Mar de Plata desde una escollera. Cuántas veces oiría a mi padre tararear, con su escaso sentido del ritmo y la afinación, lo de “por la blanca arena que lame el mar”, siendo ésta una de sus canciones favoritas y, sin duda, una de las que marcaron mi infancia y adolescencia sin poder evitar preguntarme una y otra vez por aquella “angustia que la acompañó”.

Aún hoy, como me ocurrió durante el recital, me emociono con cada acorde de esta canción que sin duda alguna, aunque no sé de qué modo, hace mi vida más bella, y me ayuda a hacer memoria de quienes fuimos rompiendo el tópico aquel de que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Y es que me hace recordar –parafraseando a Ismael Serrano- que “antes de rendirnos (morir) fuimos eternos” (Papá).

Si estuvieras aquí…

“Que difícil y admirable poder poner palabras a una situación tan dolorosa”. Ésta era una de las reflexiones a las había llegado, y verbalizado conmigo, el ‘Hombre del Renacimiento’ tras finalizar la novela ‘Mortal y Rosa’, de Francisco Umbral. Una especie de memorias, a modo de monólogos, en las que narra la tragedia, de la que dicen nunca se recuperó el periodista y ensayista madrileño, de perder a un hijo de seis años enfermo de leucemia. “Era una cosa atroz”; recordando aquellos días de dolencia y padecimiento.

Yo, que no me siento ni siquiera capacitada para enfrentarme a esas páginas en estos momentos, siempre he pensado que es más fácil lograr la inspiración en el drama que en lo cómico y que, de este modo, Umbral habría conseguido su mejor obra, como asegura la crítica, a un coste demasiado alto.

El arte, la literatura y el cine están plagados de referencias y alusiones a historias personales, biografías muchas de ellas terribles y devastadoras. Y también, como ocurre con esta narración, de una belleza sobrecogedora. Y siempre, cuan admirable resulta ponerle palabras a ese dolor.

Desde las coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, con esa tan real advertencia entre otros versos: “Ved que quan poco son las cosas tras que andamos y corremos que, en este mundo traidor, aún primero que muramos las perdemos”; a la maravillosa ‘Elegía’ al amigo perdido de Miguel Hernández a Ramón Sijé: “Lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida”.

Hace un tiempo también me sobrecogía con la obra de la escritora americana Joan Didion ‘El año del pensamiento mágico’ en la que relata de forma completamente explícita la angustia de la muerte de su marido y la enfermedad y fallecimiento de su hija; así como la depresión en la que quedó sumida. No es para menos. Y aún así tuvo el valor de escribirlo.

Yo, que como todos, también tengo mis sombras, pienso ahora, cuando hace ocho años de la abrupta partida de mi padre, en todo aquello y no me salen más palabras que la nostalgia de ‘Pink floyd’ al recordar a Syd Barrett que dejó la banda demasiado joven -fruto de problemas mentales derivados del consumo de drogas – y decir aquello tan sencillo, pero tan bello y tan real de “How I wish you where here” (Como desearía que estuvieras aquí).

Posparto

Mucho se ha hablado del posparto y, aún así, poco me parece. No se trata, únicamente, de que nuestras hormonas estén completamente alteradas, que también, pues hasta el  mismísimo Punset, con su enervante tranquilidad y todos sus recursos y teorías, cortocircuitaría en más de una ocasión. Es cierto que nuestro organismo está en plena revolución, pero créanme no habría quien se enfrente al posparto saliendo indemne.

Después de un alumbramiento, que es maravilloso pero te rompe en dos, se espera que normalices una situación completamente desconocida, extraña y en muchos casos excluyente del resto de actividades, sobre todo al comienzo, en tu rutina y en tu vida, que ya nunca volverán a ser como antes. Y que lo hagas además en tiempo record, pues en el caso de que trabajes, a los pocos meses, debes incorporar este nuevo acontecimiento a tu faceta laboral y conciliar sin morir en el intento. 

Empezando por la reducción considerable de duchas a la semana (yo que lo hacía a diario y hasta varias veces) y por el look pijamero que predomina en tus estilismos, lo que resultaría más banal de todo, aunque todo suma; y siguiendo por las noches sin dormir, las preocupaciones por la lactancia y un nuevo ser que vive pegada a ti (y a tu pecho) 24 /7, con lo que tienes que hacer malabares hasta para ir al baño.

De la casa ni hablamos, pues si hay que priorizar, aquí debemos aplicar la ley del mínimo esfuerzo. Aunque, a veces, poner una lavadora puede resultar, en medio de la monotonía, incluso una actividad de ocio y esparcimiento. ¿Salir a la calle? No entra en tus planes, pues resulta inviable con la constante demanda de pecho. Y así llevamos un mes, por el momento.

Y si tienes más hijos, ese constante y horrible sentimiento de culpabilidad por desatenderlos resulta, sin duda, una de las peores cargas que nos autoimponemos. Aunque la tristeza de perderte instantes con ellos es completamente real, pero no queda más remedio, el nuevo bebe te requiere y tratas de no castigarte, demasiado, por ello.

Pese a todo, (y como nos repiten para consolarnos y convencernos) estos primeros meses pasan rápido, aunque los días se hacen lentos, y yo me recuerdo a diario que no volverán y que quiero vivirlos como lo que son: unos días para el enamoramiento con tu nuevo pequeño que viene a hacer más familia y a hacer más completo aún todo lo nuestro.

Posición de privilegio

Intento escribir este artículo en el móvil acostada en la cama con mis dos pequeños -por mi empeño a no renunciar a ciertas cosas pese a lo imposibles que puedan resultar a veces- mientras uno se despierta llorando porque se hace pipí al escuchar el estridente llanto de su hermana a la que estoy cambiando el pañal que acaba de manchar. Con los dos, uno en cada brazo, he cruzado la casa para llevarlo al baño. Una vez allí me las he ingeniado para auxiliar al primero en su propósito sin soltar ni un instante a la más pequeña. Y de vuelta a la habitación, como una mamá koala con sus bebés encaramados. Una vez en el nido tratando de retomar mi escritura, a la par que mis hijos hacen lo propio con su sueño, pienso un tanto pesarosa en si es posible atender algo más.

Precisamente, esa misma mañana escuchaba una entrevista en la radio al actor y director Juan Diego Botto en la que reconocía públicamente que había podido desarrollar su carrera, sobre todo en los dos o tres últimos años en los que ha obtenido importantes éxitos tanto en cine como en teatro, gracias a que su compañera, la periodista y escritora Olga Rodríguez, había renunciado a parte de su espacio y tiempo para cuidar de su hija. Hablaba del equilibrio, de corresponsabilidad y también de algo que me ha llamado mucho la atención, de la posición de privilegio.

Para mí es importante que un hombre haga tales confesiones en público, pues pone de manifiesto una realidad muchas veces acallada y silenciada incluso en el seno de las propias parejas. Muchas mujeres asumen, o asumimos, aún hoy el rol de la renuncia y la cesión de forma tácita, dando por hecha esa posición de privilegio a los hombres, por el hecho de serlo, en materia de crianza. Y sólo poder verbalizar esta prebenda ya es algo revolucionario, más aún cuando lo reconoce el propio beneficiario.

Es justo reseñar que en los últimos años se están dando algunos avances en materia de igualdad, tanto a nivel legislativo como social. Sin embargo, y aunque excepciones haberlas haylas, a pie de calle el principal peso del cuidado de los hijos se asume desde la maternidad, regalando a los padres esa disposición de libertad para poder continuar con sus vidas.

En este caso, aunque tengo que reconocer su implicación al cargo de nuestro primer hijo y en las tareas del hogar ahora que estamos de posparto y lactancia, mis días han quedado reducidos a pijama y sillón mientras que el Hombre del Renacimiento acude y atiende otros y diversos asuntos.

Y aunque, de algún modo, son momentos de intimidad y cariño únicos y maravillosos que, además, pasarán mas rápido de lo que parece, y que voluntariamente he asumido y hemos acordado, esto no me exime de cierta frustración, incluso llanto, en determinados momentos.