Cuento de Navidad

Como en el relato de Charles Dickens esta será una Navidad que no podremos olvidar. El clásico, escrito por el autor británico hace casi 180 año y que llevó por título original ‘A Christmas Carol. In Prose. Being a Ghost Story of Christmas’, cuenta la historia de como la onírica visita de tres espectros cambia la percepción de esta festividad del apático y adusto Señor Scrooge. Aunque hoy nos parezca una historia con un argumento infantil o facilón, en el momento de su publicación, en plena época victoriana, ésta influyó de tal manera en la sociedad que sirvió de modelo de celebración en todo el mundo occidental, aportando ese espíritu festivo, familiar y de generosidad.

Sin embargo, este año poco va a quedar de esa Navidad. Los reencuentros, en muchos casos, no lo serán. Los abrazos serán tibios y habrá incontables besos que no se darán. Muchos hogares quedarán huérfanos de alegría. Las familias estarán fragmentadas y escindidas por la distancia y, en el peor de los casos, sesgadas para siempre con el dolor más horrible que se puede imaginar, ese que solo puede endurecer el sentimiento de soledad. Y es que las despedidas siempre son tristes pero es, sin duda, más desolador no poderla dar.

Tengo que acordarme en este momento de una familia que, como tantas otras, lo está pasando mal. La pérdida de un padre deja, tengas la edad que tengas, una extraña sensación de orfandad y desamparo –lo digo por propia experiencia -con la que te ves obligada a aprender a vivir; sabiendo que aunque el dolor más rabioso sucumbe nada en ti y en tu familia volverá a ser igual. Ha sido injusto e inhumano la forma en la que le ha tocado marchar (como a otros) pero saber que fue un buen hombre, un buen padre y que lo quisisteis siempre hará menos duro este final. Marisa, nunca lo dejaste solo. Él escuchó cada susurro tuyo animándolo a luchar, hasta que también tus fuerzas flaquearon y solo podías estar ‘ahí’ para acompañar.

Hoy no hay visiones de pasado ni de futuro, son los fantasmas de este presente tan incierto e insospechado los que nos afligen y atormentan. Y aunque no hay justificación, ni excusa, ni argumento para tanto sufrimiento, al menos, espero que lo vivido, como en el cuento, además de un mal recuerdo nos sirva de aprendizaje para los que por lo más ridículo perdemos, a diario, la armonía y la paz.

La estrella lloró rosa

Decía Pizarnik, escritora argentina que pese a quitarse la vida con tan solo 36 años dejó una vasta obra, en ‘La noche, el poema’ que no hay nada más intenso que el terror a perder la identidad. Quizás fue este miedo a no encontrarse o reconocerse lo que llevó a la íntima amiga de Julio Cortázar –según la correspondencia que intercambiaron entre ambos y que años después se publicó -a este fatal desenlace. Y es que son profusos los artistas que se buscan y escrutan a través de su creación. A ellos mismos o a alguno de sus heterónimos, como concebiría y normalizaría el también fallecido joven Pessoa. Personalidades completas que, a diferencia de los pseudónimos, alcanzan identidades casi independientes al personaje y que se autoconstruyen y expresan en su obra. Esa búsqueda del yo es la síntesis o resumen perfecto del trabajo realizado en los últimos dos años por el artista plástico Omar Daf. O lo que es lo mismo: uno de esos diferentes ‘yo’ que conviven en el que algún día conocí como Luis Bernardeau, ingeniero civil, padre de familia y windsurfista, que desplegó su inquietud y anhelo artístico en otros personajes que hoy lo acompañan como parte de su uno y que buscan, a través de una creación frenética, su propia conciencia y su propio espacio.

La experimentación plástica es casi tan antigua como el hombre y sus interrogantes. Desde la fascinante y atávica cueva de Chauvet hasta la modernidad y posmodernidad que tanto y tan variado han puesto en el gran lienzo de la historia del arte. Pintar con manos, pintar con pinceles como armas de guerra o besar el lienzo con la delicadeza de un miniaturista medieval… Hay tantas formas de ver y sentir la pintura como las personalidades tan dispares que habitan la condición humana.  Esas que conviven en un mismo hombre pero afloran de distinta forma, con distintos nombres, en cada propuesta del artista. En cada búsqueda siempre hay un latido primigenio. Un pulso por verter en un soporte bidimensional aquello que parece no tener cabida en lo material pues habita dentro. Expresionismo abstracto y color libre, ácido en ocasiones , que nos acerca al informalismo e incluso a ecos del pop art. Omar Daf  bucea en ese mundo de color que embiste como ola que te cubre para después regresar a la orilla de un nuevo hallazgo.

En su última muestra ‘La estrella lloró rosa’, en honor al poema del autor francés Rimbaud, expuesta en ‘Laboratorio de Artesanía’, uno de esos maravillosos espacios que surgen para albergar las artes desde el centro a la periferia y comisariado por Tais Bielsa y Gloria Jiménez, recoge esa búsqueda personal a través de trazos, materiales y color, o ausencia de éste, inspirándose en recuerdos robados al individuo que ha colonizado, cual agente patógeno, o fantaseando memorias y lugares que nunca existieron como en ‘Una postal desde Marrakech de una familia contemporánea’ donde todo es invención. Una exposición que materializa su evolución desde los carboncillos que pintase bajo la tutela de la artista Miwako Yamaguchi a su experimentación con el color, las rosas que nunca lo fueron y que se convirtieron en estrellas, los paisajes simulados y casi oníricos, la producción de aliens que automatizó en sus noches de confinamiento y febrícula por COVID o las composiciones en las que se desmiembra en letras de poemas, collage y canciones para volver a reconstruirse. Construirse de nuevo en personajes que lo abstraen de la diminuta identidad del yo más cotidiano, sin el terror a perderla,  en este caso, sino con la posibilidad de experimentar la infinidad, propia del mar.

Pinturas de guerra

Creo que es un error tildar de frivolidad todo aquello que se relaciona con la imagen y la estética. El concepto de belleza está históricamente ligado tanto a la filosofía, en su aspecto más conceptual, como a la psicología, en el ámbito conductual; por lo que resulta completamente injusto subyugarlo únicamente a una expresión insustancial, ligera y banal. A veces, aquello que, a nuestro juicio, puede resultar más trivial aloja simbolismos y referencias a un conocimiento o experiencia de cierta trascendencia histórica o social. Así, como desde que soy madre suelo leer solo lo que me llega en pequeño formato –las novelas se han convertido en algo inasequible con mi actual disponibilidad- hace unos días ojeaba una reseña que llegaba a mis manos sobre ‘Red lipstick: an ode to a beauty icon’, un libro en el que Rachel Felder repasa la historia de este icónico labial que recién entrados los 50 popularizó el mítico diseñador con su ‘Rouge Dior’, pero que años antes se convertía ya en un emblema de la independencia de la mujer que perdura generación tras generación.

El rojo de labios adoptaría esta connotación a comienzos del siglo XX cuando un grupo de defensoras del derecho a voto de la mujer, que más tarde pasarían a denominarse ‘sufragettes’ capitaneadas por Elizabeth Cady Stanton y Charlotte Perkins Gilman se manifestaban en Nueva York a las puertas del recién inaugurado salón de belleza de la entonces aún desconocida empresaria de cosméticos Elizabeth Arden. Ésta, fiel defensora de los derechos de la mujer, declaró su hermanamiento con la causa regalando muestras de este labial a las sufragistas que lo adoptaron como signo de rebelión y liberación. Desde entonces este cosmético ha estado ligado a la causa feminista y ha sido, incluso, protagonista en varias contiendas.  El mismísimo Führer lo prohibió entre las juventudes hitlerianas, por representar todo lo que el régimen detestaba; mientras que Churchill lo convirtió en una excepción a la paralización de la producción de cosméticos durante la II Guerra Mundial. En los años 40 este tono se convertiría incluso en obligatorio y reglamentario para las mujeres soldado de la mano de un gobierno republicano.

Son muchas las grandes mujeres que lo han llevado. Desde Marlene Dietrich a Penélope Cruz, este labial se repone a cualquier crisis siendo uno de los productos más vendidos en tiempos de escasez y dificultades; sobreviviendo, incluso, a pandemias y mascarillas ya que, pese a que no se enseña, el rojo de labios es más que un cosmético, es una pintura de guerra.