Comenzando a volar

La expresión ‘madre trabajadora’ me resulta rematadamente redundante. Esta altruista dedicación supone mucho más de lo que podamos entender por trabajo. No hay guardias, ni jornadas completas o intensivas que puedan igualarlo. Ser madre es apurar y agotar las horas del día, y bastante a menudo también las de la noche, hasta la propia extenuación sin, muchas veces, haberte dedicado a ti ni un único minuto de la jornada. Y cuando por fin logras que duerman y tener tiempo para lo propio lo único que pides, por piedad, es un poco de cama o sofá. Aún así, tengo que reconocer que gracias a mi situación laboral pude disfrutar de nueve extenuantes y maravillosos meses dedicados a este arduo y gratificante trabajo. Pero, como decía en mi último artículo, el verdadero desconcierto llegaría con mi reincorporación al mundo laboral, en el momento en el que, a todo lo anterior, le adscribes la introducción de horarios estrictos y una nueva tarea o faceta más para la mamá.

Sin embargo, aunque pueda parecer paradójico el sumar más trabajo, pese a lo fatigoso, no fue lo peor. Con la reincorporación llegó también la revolución emocional. El temido momento de la separación filio-maternal. Los que no contamos con la suerte de tener abuelos cerca hemos de confiar en desconocidos para que nos ayuden con la tarea de educar y criar. Una decisión tan difícil que, en nuestro caso, fue un pinchazo en una rueda la feliz casualidad que nos cambió lo previsto, hoy pienso que de forma providencial. Reemplazamos la posibilidad de viajar unos cuantos minutos por autovía a diario por una, por aquel entonces, desconocida guardería de la que habíamos oído hablar y que estaba cerca de nuestro hogar temporal (JC1 Escuela Infantil).

La primera vez que entramos las sensaciones fueron buenas pero aún así no resultó nada sencillo comenzar. Separar a mi pequeño de mi cuello mientras comenzaba a llorar y desaparecer, cada mañana, tras la puerta sin querer mirar atrás y sin saber cómo iba estar fue, probablemente, mucho más duro  de lo que en un principio yo podía imaginar. La adaptación me costó, sin duda,  a mí mucho más. Pero por suerte su ‘seño’ resultó tener una sensibilidad muy especial y supo hacer terapia con los dos a la par. El cariño, la sensibilidad y, sobre todo, la empatía de ‘Eva’ para ponerse en mi lugar van consiguiendo cada día que lo que para mí hace unas semanas era un drama hoy no sea tal. Confieso que los primeros minutos, cuando lo dejo atrás, me siento triste y culpable pero sus mensajes de calma y sus fotos consiguen que me relaje y cuando llego a recogerlo su sonrisa me certifica que está empezando a disfrutar. Y es que aunque nos cuesta despegarnos nuestros pequeños tienen que socializar, como todo polluelo, por pequeño que sea, tienen que aprender a volar.

Ecuaciones familiares

Conciliar es una utopía. Entendida esta en cualquiera de sus dos acepciones según la RAE (Real Academia de la Lengua Española): 1 – Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. 2 – Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano. Yo siempre he creído en éstas como una entelequia deseable, quizás por el carácter optimista que heredé de mi padre, pero no por ello dejo de ser realista. Soy consciente de que ni la estructura social, ni la económica y tampoco la laboral colaboran para que hoy por hoy sea un contexto o escenario prestamente alcanzable. Para empezar, porque en la mayoría de los casos, la exigua baja por maternidad fuerza a las mamás a inclinarse entre regresar prontamente a su faceta profesional o, en el caso de que pueda, solicitar una excedencia para custodiar a su pequeño renunciado a percibir algún porcentaje de su sueldo o salario, lo que las deja a merced económica del padre. Aunque he de reconocer que el incremento, y futura equiparación, de la baja paternal es un gesto que invita a no perder la fe en una forma de entender la familia más justa y mucho más razonable.

Pero el verdadero problema viene con la incorporación de la madre. La falta de flexibilización en los horarios y un cuestionado y controvertido teletrabajo hacen que sea prácticamente imposible atender ambas cosas, por no hablar de la vida personal, de una forma medianamente saludable. Y hablo desde mi experiencia y desde la de otras muchas madres que asisten devastadas a diario a interminables listas de labores que, aunque en la mayoría de los casos se completan de forma favorable por la innata capacidad multitarea, se llevan su salud física y mental por delante. Y es que es ardua tarea intentar escribir un simple párrafo con un pequeño de un año circundando tu puesto y aprovechando cualquier descuido para aporrear tu teclado. Y hay situaciones peores. Hace unos días me escribía por Instagram una madre relatando como, siendo autónoma, se vio obligada a llevar a su bebé de solo cuatro meses con ella en el taxi, haciendo coincidir los descanso o las paradas, en los viajes largos, con la lactancia.

Reconozco que seguiré creyendo o, mejor, esperando ese “sistema deseable” pero mientras sigo sufriendo, como tantas, el desaliento de asumir una gran mayoría de las cargas familiares junto a las laborales y personales.  Miremos a los países del norte de Europa y facilitemos, de verdad, una conciliación que ayude a que familia y trabajo sean una ecuación con una incógnita despejable. 

Amar las cosas

Los objetos cuentan historias. Historias sobre el tiempo: de dónde vienen, cómo han sobrevivido, lo que han recorrido, dónde y cómo han aparecido, y, también, sobre quién los ha poseído. No en vano el célebre Múgica Láinez en su novela ‘El Escarabajo’ contaba como un anillo pude ser testigo de multitud de vidas y sus relatos, pasando por las manos del mismísimo Miguel Ángel Bounarroti, la reina egipcia Nefertiti o una desconocida prostituta de un puerto helénico. Porque si de algo hablan estos objetos es de quienes los poseemos. Nos describen, nos califican, hablan de nuestros gustos y nuestros medios. No sorprende, por ejemplo, que Neruda coleccionase mascarones de proa en su casa de Isla Negra, o un adolescente Darwin piedras, fósiles y esqueletos de animales o insectos.

El primer ‘coleccionismo’, entendido vastamente, se daba ya en la Prehistoria, sobre todo en el Neolítico, cuando se guardaban objetos por su extrañeza, forma o color. Objetos que entonces no servían para ser expuestos o deleitarse con ellos, sino que se escondían en lugares recónditos y posteriormente servían como ajuar funerario. En Egipto esta práctica pasa a ser propia de los poderosos y aunque también servían como ‘equipaje’ de éstos para el más allá ahora tienen un carácter semipúblico, conservaban en la cámara de los tesoros y servían como demostración de riqueza y poder. En la antigua Grecia se toma importancia de la historicidad del objeto, ya no solo se colecciona lo más valioso, sino lo más antiguo. En Roma se copiarán las costumbres griegas y es donde aparece por primera vez la figura del marchante, como especialista en compra/venta de arte griego. Pero es en la Edad Moderna cuando el coleccionismo adquiere un carácter público. Con la llegada del Renacimiento aparecen los cuartos de maravillas o gabinetes de curiosidades, estancias o, a veces, simples muebles, en los que los nobles y burgueses exponían objetos exóticos llegados de todos los rincones del mundo. Serán la antesala de los museos.

La necesidad de poseer belleza está pues en el comienzo de nuestra especie. Su posesión nos reconforta, nos satisface y nos hace recrearnos en ellos. Muchas veces son objetos sin uso práctico. Simplemente sirven para se expuestos. Para verlos y recordarnos que son nuestros. Unos son de gran valor económico, sin embargo no es esto lo que los hace apreciables; es su historia, quizás quienes lo poseyeron, lo que nos atrae es lo que nos hace ir más allá del propio objeto, ya sea una cerámica china o una daga del medievo. Y no es materialismo. Es amar o apreciar el aliento de las cosas, aquello que, no siendo tangible, nos ayuda a vivir.

Bares… ¡Qué lugares!

¿Cuántos buenos momentos has vivido en un bar? Si te haces esta pregunta seguro que vendrán decenas de recuerdos a tu memoria. Y es que siempre hemos sido de bares. Estos se asocian indisolublemente a muchas de nuestras mejores vivencias porque en los bares solemos celebrar o, por el contrario, tratar de olvidar. Todos tenemos bares míticos en nuestra historia. Aquellos en los que las horas parecían detenerse. Los bares en los que besamos por primera vez, bebimos nuestra primera cerveza o ahogamos entre lágrimas y alcohol nuestro primer desamor. Están tan presentes en nuestro día a día que a veces olvidamos que están, normalizamos su existencia, hasta que ocurre algo que jamás podíamos imaginar: los bares, que son paisaje urbano y cultural de nuestras ciudades, dejan de estar.

Los bares también han sido históricamente espacios para crear. Lugares frecuentados por las musas en los que se compone, se escribe… territorios proclives a la creación. Desde el mítico Café Gijón de Madrid, famoso por sus tertulias entre los intelectuales del siglo XX, que frecuentaron desde Pérez Galdós o Valle-Inclán a Fernán Gómez o Umbral; pasando también por una selecta clientela internacional como Truman Capote, Ava Gardner y Orson Welles. A otros más universales como el neoyorkino ‘Kettle of fish’, lugar de esparcimiento del escritor ‘beat’ Jack Kerouac y del mismísimo Bob Dylan. Será por eso que no son pocas las canciones, películas u obras, por ejemplo, que se ambientan o dedican a un bar.

Bien sabía esto Loquillo que cantaba, y canta, “siempre hay bellas donde van los poetas, músicos, pintores… en el Balmoral”, legendaria coctelería madrileña que también congregó a un nutrido grupo de artistas más contemporáneos. A otro bar de la capital, germen de la ‘Movida Madrileña’, le dedicaban Nacha Pop su ‘Chica de ayer’: “luego por la noche al Penta a escuchar canciones que consiguen que te pueda amar”. Sabina era otro al que también le daban “las diez y las once, las doce y la una, y las dos y las tres” en cualquier bar y no son pocas las canciones de su repertorio que hablan de alguno de ellos. Más melancólico se ponía Calamaro pidiendo al mozo “una copa rota” para empapar sus penas en alcohol.

Y cuán acertados estaban ‘Gabinete Caligari’ cuando decían aquello de “bares, que lugares. Tan gratos para conversar. No hay como el calor del amor en un bar”. Por eso, citando a la gran Chavela, “tómate esta botella conmigo, y en el último trago nos vamos” esperando que esta situación pase pronto y así volver a brindar donde siempre hemos brindado. ¡A vuestra salud!