Queridos maestros

FullSizeRenderEn uno de esos flashback que uno hace a veces para retrotraerse a un momento concreto de su pasado –aunque bien es verdad que yo no tengo demasiado margen de retroceso 😉 –y aprovechando una de las tantas sobremesas que disfruto en familia en mi visita reglamentaria a casa de mi madre cada fin de semana, recordaba con mi hermana, que lógicamente fue al mismo colegio e instituto que yo, algunos de los muchos maestros y profesores que habían pasado por nuestras vidas, unos con más pena que gloria, y me sorprendía tanto como me alegraba coincidir en la mayoría de nuestros criterios de clasificación.

Ella, mi hermana, y su marido venían de unas jornadas sobre innovación educativa que se estaban celebrando en un pueblo vecino –tienen dos hijos y lógicamente estos asuntos les preocupan mucho últimamente –y comentaban las conclusiones que habían sacado tras varias ponencias sobre neurociencia y educación emocional. Entre las muchas consideraciones interesantes que expusieron me llamó la atención cuando afirmaron que la motivación es absolutamente interna y personal, que viene de dentro del niño; con lo que los maestros no son los responsables de crear o desarrollar esa motivación que tantas veces les reclamamos y exigimos. Aunque, por el contrario, sí pueden ser capaces de dar las condiciones en las que ésta se despierte, ya sea por interés, curiosidad o supervivencia.

En el transcurso de la conversación, veía a mi madre asentir con la cabeza rubricando lo que los otros dos comentaban y, creedme, mi madre no es fácil de engatusar. Debe ser una de las personas más críticas que conozco. Ella añadió, desde su experiencia, que a nosotras jamás nos tuvo que decir o recordar ni una sola vez en nuestra vida que hiciésemos los deberes o nos pusiésemos a estudiar. Tampoco nos premió o castigó jamás por nuestras notas y, sin ánimo de presumir y tampoco faltar a la verdad, siempre fuimos buenas estudiantes. Aún recuerdo cuando hace unos meses, en un contexto completamente profesional, me encontré a Paco, un antiguo profesor de griego, y no sólo me reconoció al instante sino que aprovechó la ocasión, ya que yo iba con mi ‘jefe’, para subrayar que era una de esas alumnas a las que se recuerda por su excelencia. Sé que era sincero. ¡Y eso que las lenguas muertas nunca fueron mi fuerte! Con lo que, sin estimulaciones externas, nuestra motivación era absolutamente particular. Creo que siempre hemos tenido verdadero interés por aprender, así en general. Aunque hubiese materias o asignaturas que nos cautivasen más, nos gustaba descubrir y conocer, con lo que nada se nos daba del todo mal. Es más, aún hoy conservamos esa motivación por aprender y, pese a nuestra falta real de tiempo, seguimos enganchadas a mil aventuras y proyectos para instruirnos y cultivarnos un poquito más.

Sin embargo, tengo que decir que también estoy de acuerdo con que ellos, los maestros, juegan un importante papel en la estimulación de las motivaciones más escondidas o remolonas. A lo largo de mis 34 años de vida, con su correspondiente educación infantil, primaria, secundaria, carrera, máster y ahora, también, doctorado puedo asegurar que tengo cierta experiencia en ‘soportar’ docentes y si algo ‘nos entraba’ mejor era, sin duda, por la forma de explicarlo y de hacérnoslo llegar. Tengo muy claro quienes han sido mis mejores profesores –criterio, como ya he dicho, con el que sorpresivamente coincido con mi hermana y de los que ya os hablaré en otro artículo– y en ellos se suele dar una doble cualidad: sabían muchísimo de lo que enseñaban y todos me hacían pensar.

“La función de la educación es enseñar a pensar intensa y críticamente. Formar inteligencia y carácter. Esa es la meta de la verdadera educación”, Martin Luther King.

¿Qué fue de aquellas cartas de amor?

FullSizeRenderYa no escribimos como antes. Los avances y las nuevas tecnologías nos hacen la vida más fácil, de eso no hay duda ni tampoco puedo tener queja, pero quizás el mal uso que les damos también nos convierten en un poco más tontos o, al menos, más vagos. No descubro nada nuevo si digo que hay ciertas habilidades que sólo se adquieren y mejoran con la práctica y, desde luego, cada vez practicamos menos la escritura, y cuando lo hacemos es de una forma descuidada y poco ortodoxa. Tengo que reconocer que me pone muy nerviosa ver mensajes de Whatsapp escritos con gigantes faltas de ortografía –aunque yo también puedo cometerlas en un descuido -, pero me cabrea más aún cuando las mismas son premeditadas intentando abreviar o ser más ‘cool’, algo especialmente extendido entre los más jóvenes.

El caso es que la posibilidad de escribir a alguien en tiempo real es fantástica, una completa revolución que supone mantener conversaciones en vivo. Pero también provoca que se pierda la magia del correo, del electrónico también pero fundamentalmente del tradicional. Si sois de mi generación o de alguna anterior estoy segura de que aún conservaréis en casa alguna caja de zapatos forrada repleta de antiguas cartas de aquellas que enviábamos a familiares, amigos y conocidos para saber de su vida y contarles más sobre la nuestra. Cartas que al abrir el buzón te alegraban el día y con las que soñabas día y noche hasta su llegada. Cartas que muchas veces meditabas concienzudamente antes de enviar, a las que ponías toda tu atención y que releías varias veces para darles el visto bueno. Cartas de o para personas queridas que estaban lejos. Cartas que llegaban en un momento especial o que hacían especial un momento.

La facilidad de enviar y recibir mensajes ha eliminado lo extraordinario de ese momento y de esos documentos. Había cartas que te llegaban de fuera de España con bonitos y curiosos sellos, cartas que incluían una postal, un recuerdo o una fotografía de otro lugar, cartas cargadas de añoranza y las había también llenas de amor y de deseo, de confesiones y de declaraciones.

Dentro de la definición de carta, hay una acepción y/o categoría que siempre ha sido muy especial, son las denominadas cartas de amor. Aquellas que se escribían entre enamorados, amantes e incluso desconocidos y en las que estos confesaban sus más dulces y callados sentimientos. Las cartas de amor han permitido poner palabras a aquello que uno no se atrevía a decir en persona. Las que intercambiaban las parejas siempre fueron bonitas, pero mis favoritas son aquellas que escribías a un amor furtivo, secreto, aún inconfesado y/o inconfesable.

Las primeras, porque están cargadas de pasión y sentimientos reprimidos, porque la complicidad del secreto, de lo prohibido y de lo oculto siempre ha sido muy morbosa y porque además muchas veces ésta ha sido la única forma de amarse que han tenido algunos enamorados. Y las últimas, porque dan sentido a miradas y gestos que ocultan el miedo, la vergüenza o la falta de valentía para revelar pasiones. Además, si uno sigue uno de estos intercambios epistolares puede ver como en algunos casos comienzan con tímidos indicios, pero cuando el amante se siente correspondido aumenta el tono de las revelaciones y se descubre en cada una de las misivas una creciente atracción entre remitente y destinatario.

Yo recuerdo con nostalgia algunas de estas cartas, sobre todo que recibí de adolescente, en las que además te incluían un poema o una canción, para dar más solemnidad aún a sus palabras. De ahí pasamos a los emails, que restaban lo ceremonioso y artesano de la escritura pero que conseguían ilusionar al ver el sobre cerrado en tu bandeja de entrada… también recibí algunos amorosos.

Hoy lo decimos todo con emoticonos y cada vez que abrimos un buzón no encontramos más que una factura.

Complejos

IMG_5743A mis años, me han puesto aparato. Una ortodoncia para mover mis dientes y eliminar el hueco que existe entre uno de los incisivos centrales (o palas) y el colmillo, ya que al carecer de estos -en ninguno de los dos casos -la distancia entre mis piezas no es seguramente ni la mas correcta ni la más recomendable estéticamente. Por una extraña herencia familiar, que según algún dentista me ‘diagnosticó’ en la infancia, viene de Mallorca; o eso o intentaba darle un aire más exótico a dicha peculiaridad; mis dientes de leche no dieron paso a nuevas piezas entre las palas y los colmillos. Durante años esta característica no me preocupó demasiado. Sin embargo, con el tiempo comencé a rechazar la imagen de mi sonrisa con semejante agujero negro entre mis dientes y empecé a acostumbrarme a sonreír a medias, sobre todo en las fotos –puesto que es el reflejo propio que más perdura –apretando fuerte los labios como si tuviese miedo de dejar escapar algo. Un gesto muy similar al de la Gioconda, igual ella también tenía complejo.

Vengo arrastrando esta circunstancia desde hace años y son muchas las ocasiones y las personas que me han pedido una sonrisa y no lo he hecho, e incluso aquellas que se han percatado de que no existe ni una sola foto mía en la que se vean mis dientes. Para muchos es un detalle sin importancia, a otros incluso le parece curioso y/o coqueto y, a lo más halagadores, hasta sexy. Hay quien me ha dicho que es un rasgo de mi personalidad y que me imprime carácter. Pero, sinceramente, creo que son excusas y defensas que atienden a que nunca me han visto diferente. No me define un agujero en mis dientes.

Aunque puedo entender que haya a quien no le parezca relevante. Los complejos, como el miedo, son libres y cada uno tiene los que quiere. No atienden a ningún argumento razonable. Probablemente tendré otros ‘defectos’ que puedan ser más importantes o destacables, pero a mis ojos éste sería el que más puede condicionarme. Bien es verdad que no es algo que me haya traumatizado especialmente, pero cuando inicié el desarrollo de mi profesión empecé a considerar que mi agujero y mi obsesión por disimularlo dañaban la seguridad en mí misma. Fue entonces cuando comencé también a preocuparme por solucionarlo, o al menos valorarlo. Más de cuatro años de intentos fallidos para lucir una ortodoncia acabaron hace apenas un par de semanas con la colocación de un aparato para los dientes.

No mentiré. Pese a que los nuevos avances permiten que sea un aparato que apenas se ve, lo que me ha dado el último empujón para decidirme –pues si me condicionaba un agujero entre los dientes, pueden imaginar lo que sería para mi ‘señalizarlo’ –, y mucho más higiénico que los habituales brackets, tampoco ha sido del todo fácil. Pero si las mujeres somos capaces de llevar los incómodos sujetadores, que siempre me han parecido un invento del diablo, no puede haber ningún elemento de tortura que se nos resista, pero de mi amor/odio al sostén hablaré en otro momento.

Los primeros días había dolor y aún hoy tiene ciertas incomodidades, pero he de confesar que empiezo a sonreír de verdad. Y eso que mis dientes, por el momento, siguen estando iguales. Pero está claro que no se trata de lo que yo veo, sino de lo que siento.

¿Pero serían cuernos?

dr.jpgCada día disfruto más de la conversación con amigos, conocidos y extraños porque con los años he aprendido a sacar valor de todos y cada uno de esos encuentros pese, e incluso, a lo tedioso y aburrido que puedan resultar algunos. Sin embargo, las buenas conversaciones están caras de ver, de ahí que yo las disfrute tanto. Una buena charla con una persona interesante y en un buen ambiente puede llegar a producirme casi, y digo casi, el mismo placer que un buen orgasmo –entiéndase la comparación algo exagerada -. Además, ambas situaciones pueden ser difíciles de experimentar para algunas personas. Y aunque este no es mi caso, cuando encuentro alguien con quien saborear charlas agradables, enriquecedoras y con fundamento me felicito a mí misma por el hallazgo y las vivo y las mantengo intensamente, pese a que mi interlocutor pueda ser un extraño o un recién llegado a mi entorno.

Precisamente en una de estas conversaciones hace un par de semana, entre amigas y con unas cuantas cervezas de por medio, una de las nuestras nos hacía una confesión reveladora de esas que sólo se hacen a altas horas de la madrugada y cuando el nivel de alcohol y/o ruido garantizan que no será más que un pasajero recuerdo. Lo que no advirtió es que yo bebía sin alcohol porque esa noche conducía y tenía todos mis sentidos predispuestos. Cuando hablábamos y discutíamos sobre la posible atracción que podían despertar ciertas personas que no son especialmente agraciadas, nos reveló que ella ‘le hacía el amor’ -intentando utilizar un término menos fuerte del que ella empleó -a las mentes, no a los cuerpos; dando un paso más allá en la defensa del sex-appeal de los feos.

Hasta el momento, algo había leído, oído e incluso escrito sobre los que se denominan ‘sapiosexuales’, aquellos que se sienten atraídos por los intelectos; es decir, que se interesan por personas que gozan de grandes conocimientos. Incluso reconozco que a mí siempre me han gustado y enamorado aquellas personas de las que tenía la posibilidad de aprender algo, y que la admiración, en mi caso, es imprescindible para la seducción. Sin embargo, lo de ‘tirarse’ –sigo sin utilizar el dichoso término –a las mentes se me escapaba por completo. Hacer el amor, para mí, es un acto completamente físico, corporal e incluso emocional, pero jamás lo había visto como algo intelectual. Por lo que tenía que indagar más aún en ese concepto.

Para intentar explicarnos su argumento nos introdujo a Platón y el verdadero significado del amor platónico que, lejos de la creencia popular extendida, nada tiene que ver con aquel que es imposible o inalcanzable, sino que se refiere a la contemplación de la belleza del alma:

“A continuación, debe considerar más valiosa la belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien es virtuoso del alma, aunque tenga un escaso esplendor, séale suficiente para amarle”.

‘El Banquete’

Asegurando además que la unión y el acto físico en absoluto son necesarios, ya que el placer y el regocijo se obtiene de esta curiosa admiración supra-corporal entre cerebros. Teoría que podría justificar también mi fascinación por una buena conversación que exponía al comienzo.

Sin embargo, había algo que no me cuadraba en todo esto. Después de unas cuantas explicaciones, preguntas y argumentos me di cuenta de que de todos sus ‘ilustrados’ enamorados ninguno era del todo feo. Con lo que, en tales casos, para contemplar la belleza de sus mentes una estaba ya un poquito más predispuesta. Yo aún seguía sin entender cómo la simple observación podía resultar suficiente y cómo uno se podía tirar una mente sin el más mínimo acercamiento entre los cuerpos.

Y mientras yo me preocupaba en esos pensamientos, otra compañera exclamaba:

– ¡Entonces follarte –ahora sí lo utilizo –otra mente no se pueden considerar cuernos!