Verano en la ciudad

Decía el escritor austriaco de nacimiento Stefan Zweig en su artículo ‘La tumba más hermosa del mundo’ que no había visto en Rusia nada más grandioso e impresionante que el sepulcro de Tolstói. Ubicado en la propiedad agrícola familiar, al sur de Moscú, en Yásnaia Polaina, este enclave fue durante toda la vida del autor ruso lugar para la paz y la reflexión que necesitó como escritor.  Sin embargo, y a pesar de su preferencia por este emplazamiento rural como se refleja en una instantánea –la primera en color que se tomó en Rusia –en la que se puede ver al novelista entre los árboles de su particular paraíso, coexistió, desde muy niño, entre el campo y la ciudad, donde también encontró otros placeres más vinculados al lujo y al derroche. Y es que como le ocurriría al, varias veces, candidato al Premio Nobel, aunque nunca lo recibió, en ocasiones la elección es imposible.

Como también los es, en este caso por imposición, para los obligados a ‘sufrir’, por motivos laborales o de economía familiar, el verano en la ciudad. Y más concretamente en Murcia. Porque puestos a preferir uno mostraría mayor inclinación por una localidad costera o, al menos, más fresquita, donde la media de temperatura no supere, a diario, los 30º en el mejor de los casos. Sin embargo, como le sucedería a Tolstoi, uno siempre puede descubrir en ésta, pese al calor o, precisamente, como consecuencia del mismo, otros goces y delicias. 

Por trabajo, he ‘disfrutado’ más de un agosto en la ciudad y es especialmente llamativa la estampa desértica que ofrece durante este espacio del periodo estival. Lo que implica, también, la ausencia de ‘vueltas’ para aparcar, de colas y de gentes que vienen y van por las avenidas a cualquier hora del día, o de la noche, con variopintos pretextos. En estas jornadas he saboreado los desayunos tranquilos en cualquier terraza, las noches ‘al fresco’ paseando a solas y, por supuesto, los ratitos de lectura aprovechando cualquier sombra natural o artificial. Y es que para mí, desde hace muchos años, no hay verano sin libros. Y quedarse en la ciudad, sin muchos planes y menos amigos, anima a leer y a estudiar. Y recordando los versos del cantautor uruguayo Quintín Cabrera, “si las ciudades son libros que se leen con los pies”, leamos y pateemos que son, sin duda, dos formas maravillosas de viajar.

Las lágrimas de Mónica

Reconozco que me gusta mi nombre, aunque no siempre fue así. Ya saben lo complicada que resulta, a veces, la adolescencia y lo ‘creativos’ que pueden ser los niños con los motes. Sin embargo, cuando logré dejar eso atrás y reparé en algo que había estado escuchando toda mi vida cuando se mencionaba mi nombre: “Como Santa Mónica, madre de San Agustín”,  descubrí la historia que había detrás de mi onomástica. Su celebración es el día 27 de agosto y a ella se encomiendan muchas madres que desean fortaleza o consuelo ante sufrimientos o conflictos con los hijos. Santa Mónica destacó por su enorme tesón y constancia para conseguir la ‘conversión’ de su hijo que, durante algún tiempo, llevó una vida bastante disoluta. Y aunque la muerte la sorprendió en Ostia cuando planeaba su regreso a casa con un Agustín ‘converso’, lo hizo, por fin, descansando en paz. Pero en este propósito famosas fueron sus muchas lágrimas por lograr aquel anhelo.

Hoy día, y ya desde mi perspectiva como madre, compruebo que hay poco en el mundo que pueda penar más que el dolor relacionado con un hijo. Y aunque ya he podido experimentar algún episodio así, gracias a Dios por situaciones que no resultaron gravosas, soy consciente de que aún me quedará mucho por llorar. Además, esta condición, la de madre, también me ha ‘regalado ’ una dimensión más de sensibilidad que estimula mis lágrimas, quizás, con mayor ligereza que en otro tiempo.

Mis lágrimas viajan en patera, acampan en campos de refugiados soportando frío y calor, mis lágrimas las provoca el hambre y las imágenes de niños abandonados a su suerte. Mis lágrimas asoman por otras lágrimas más pequeñas, más inocentes. Porque es humano llorar al ver el dolor de los demás, y debería ser normal. Lo que no es normal es que tengamos que llorar por niños asesinados por las manos de quien los deberían cuidar. No es normal que un joven pierda la vida por no ser como los demás, acuchillado por la espalda y a traición. Y desde luego no es normal que alguien muera entre gritos de ‘maricón’ de una brutal paliza. Eso sí que no es humano y, desde luego, no es normal. Hay cosas que siempre nos harán llorar pero, sinceramente, creo que necesitamos un cambio profundo en la sociedad que destierre los llantos por falta de humanidad. Y es que, cada ser humano es hijo, de alguna “Mónica” que ha llorado y llorará por él.  

Vidas con Rock and Roll

El pasado martes 13 de julio se conmemoraba el Día Mundial del Rock, una efeméride importante para cualquier amante de la música, en general, y de este género, en particular. Como nota histórica apuntaré que la fecha inmortaliza la realización, en 1985, de un mega concierto de rock ‘Live Aid’ (lo que se traduciría algo así como ayuda en vivo o en directo) simultáneo en las ciudades de Londres y Filadelfia para recaudar fondos con el propósito de paliar la crisis de hambre que soportaban países africanos como Somalia y Etiopía. A dichos escenarios subieron los mejores artistas y bandas del momento: Desde Queen, U2 o The Who a intérpretes como Mick Jagger, Tina Turner o Paul MacCartney. Yo, que tuve un día bastante complicado, celebré la ocasión con un temazo de Queen que siempre hace que me venga arriba: ‘Don´t stop me now’ e inmediatamente advertí la magia: como la vida, con banda sonora, es otra vida.

Recuerdo una película ‘Begin Again’ (Volver a empezar) en la que los protagonistas, ‘Gretta’ –Keira Knightley – y Dan – Mark Ruffalo – ponen música a los míticos rincones  y a la agitada vida neoyorkina, desde una azotea a una boca de metro, y todo se ve y se vive de forma diferente. Porque la música, muchas veces, pone la magia. ¿O tal vez sería la misma ‘Casablanca’ sin ese melódico sonido de piano del viejo Sam? Tampoco cabe más nostalgia que la que recoge la escena de karaoke de ‘Lost in traslation’ en la que Billy Murray interpreta, con voz quebrada, ‘More than this, there´s nothing’. Y qué sería de ‘La, La Land’ sin el maravilloso silbido del irresistible ‘Ryan Gosling’. La música pone el encantamiento, y en el caso de los enamorados del Rock, también, el movimiento, incluido el de caderas.

Es por eso que yo quiero una vida con mucho Rock and Roll, no para vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver – frase atribuida erróneamente a James Dean, que en realidad la pronuncia Humphrey Bogart en ‘Llamad a cualquier puerta’ –como bien podría resumir la trayectoria de muchas estrellas del Rock. Sino para vivir al ritmo frenético de este estilo musical, derivado de una mezcla de diversos géneros de música folclórica estadounidense, y llegar a la tumba derrapando después de ‘un buen viajecito’, como apuntaría el periodista Hunter S. Thompson. Y como, no tengo duda, habría hecho ‘La Carrá’ pues, sin duda, en su “para hacer bien el amor hay que venir al sur” hay mucho mucho Rock and Roll.

Noches de verano

Que diferentes saben las noches de verano pese a ser, rigurosamente, lo mismo. Que huella tan distinta tiene esas madrugadas frescas, dilatadas, benévolas e imprecisas. Madrugadas con impronta a salitre, a festival infinito hasta al alba, a paseo y helado o a conversaciones sobre el asfalto en hamaca de playa. El estío me traslada siempre a mi adolescencia y mi infancia. A mis veranos en el pueblo y vacaciones largas en las que, por las altas temperaturas, eran las noche lo que más se aprovechaba. A diferencia de la época invernal, las noches de verano dejan un trasiego de gentes y aventuras de las que ser testigo entretenido desde la callada observación del viandante.

Son las noches estivales las protagonistas de incendiarios amores de verano en los que parece agotársete el tiempo. Son madrugadas vagas y sosegadas en las que poco importan ya la recomendación de las 8 horas de sueño. Noches trasnochadas a la orilla del mar, en una terraza o en reuniones de vecinos en improvisadas tertulias de pueblo que nos darán la frescura para dejar atrás el hastío del largo otoño e invierno. Han sido mis noches de verano parte de mis mejores recuerdos; entre amigos forasteros que pasaban esta época con nosotros en el pueblo, siguiendo la estela de desenfadados festivales y conciertos o a la luz de una lámpara y libro aprovechando la falta de sueño.

Noches que también han tenido su propia banda sonora. Desde los temazos más famosos de ‘Camela’ en el reproductor de algún amigo de la pandilla en los 90, a algún hit de la mítica Tina Turner en el chiringuito de verano y, más recientemente, a repertorio de conjunto en una plaza de pueblo o música Indie y Rock; a canción de Izal, Vetusta Morla o Niños Mutantes.

Yo ya he empezado a flexibilizar mis horarios para disfrutar de estas horas robadas al sueño. Anoche, en un rincón delicioso de mi pueblo – Caravaca – saboreaba uno de esos exquisitos momentos compartiendo una caña con mi ‘Hombre del Renacimiento’ y arropando en los brazos a mi pequeño. Pensando que son de esos bonitos recuerdos de los que, probablemente, tiraré cuando vengan peores tiempos, porque es importante construir evocaciones sólidas y felices para cuando la melancolía y la tristeza intenten apoderarse de nuestro ánimo y pensemos que no hay consuelo. Volver entonces, regresar, a esas despreocupadas noches de verano en las que nos sentimos felices y eternos.

A mí pandemias que gestionar…

Cuando veo al ya más que familiar portavoz del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, acudir a su cita casi diaria con los medios de comunicación para informar y hacer balance de la crisis sanitaria en nuestro país, y sin juzgar si el buen hombre lo está haciendo bien o mal –estoy segura que lo mejor que sabe teniendo en cuenta la que le ha caído encima -, me pregunto por qué no han puesto a una mujer, y no es cuestión de género. Más concretamente a una madre de familia. Frivolizando un poco con el tema, aunque no tenga demasiada gracia, si una señora es capaz de sacar adelante un hogar con varios hijos, acudir y rendir en su trabajo y tener vida (más o menos ociosa) no hay pandemia que se le resista. Y es que seguro que muchas de vosotras –y quizás también vosotros –habéis tenido alguna vez esa sensación de que nada más podía ocurrir en un día de esos que ponen a prueba tu paciencia y autocontrol.

Un jueves cualquiera (ayer), después de reincorporarme a mi puesto tras el permiso por matrimonio con una ingente cantidad de tareas acumuladas y tras una semana de ausencias intermitentes en mi trabajo por una recurrente enfermedad de ‘El pequeño ratón’, comienzo la mañana ‘encerrada’ en la ducha mientras mi pequeño llora desconsolado, aún convaleciente, al otro lado del cristal. Este drama matutino, que se alarga hasta mi salida del hogar, provoca que llegue tarde a la oficina y con un nivel de estrés nada recomendable pero muy habitual en mis mañanas. La jornada laboral, por suerte, se desarrolla con el agobio propio de tener mucho pendiente pero sin incidentes reseñables.

Cuando llego a casa los llantos y las rabietas continúan acompañados de gemidos: “Mamá, mamá, mami, mamáaaaa”, repite así como un mantra, imagino que buscando consuelo. Alivio que en mi estado de desazón me cuesta proporcionar. Por no hablar de que un día antes recibí, por fin, la vacuna y, aunque no he tenido demasiados efectos secundarios, el dolor de brazo se suma a las tres noches sin dormir (por enfermedad del bebé). Justo entonces recibo la llamada de mi editor diciéndome que el artículo lo necesita para hoy, no para mañana (viernes), porque adelantamos un día la publicación. Además, se me rompe el lavavajillas y no deja de salir agua por debajo, que intento achicar mientras escribo estás líneas. ¿Algo más puede pasar? Y pienso ¡Pandemias a mí… Ja!

Y cuando siento que el caos absoluto reina en mi casa y en mi vida miro al frente y veo a mi pequeño en el suelo, entre cojines, leyendo cuentos con su papá y pienso que, después de todo, el día no ha ido tan mal.

De rebajas

Si algo he aprendido en mi decena de años de compradora, casi compulsiva, es que para ‘hacer’ unas buenas rebajas lo más importante es no necesitar nada. El ‘truco infalible’ de las súper blogueras e influencers de moda de hacer una meticulosa lista con los artículos que una requiere para no comprar de más conmigo nunca ha sido efectivo. Raras ocasiones he encontrado en periodo de descuentos lo que en ese momento concreto iba buscando. Con lo que al final he acabado comprando un montón de cosas que no necesitaba y, además, volvía a casa con el saldo de mi cuenta considerablemente reducido y un absurdo sentimiento de frustración por no haber adquirido lo que esperaba.

Así que, a lo largo de los últimos años, he desarrollado mi propia técnica para ‘abordar’ las rebajas. Si tengo tiempo, algo que en estos meses es impensable, suelo hacer un pequeño barrido por las webs de mis marcas habituales y así tengo una ligera idea de si me merece la pena invertir en éstas. De ser así, como ahora los descuentos se adelantan por Internet, la noche en que comienzan dedico un ratito, desde la cama, a llenar mi ‘cesta de la compra’ virtual y hacer un gran pedido que me probaré detenidamente en casa. De esta operación suelo quedarme con aproximadamente el 50% de lo adquirido. Y entonces me olvido por completo de las rebajas.

Será unas semanas después, cuando éstas están a punto de terminar, cuando hago mi segundo asalto. Para éste prefiero hacerlo físicamente en tienda. Es verdad que hay menos cosas y tallas escogidas pero, como no necesitas nada, si tienes la suerte de encontrar alguna prenda de tu talla y que te convenza suele ser una verdadera ganga. He comprado pantalones por 5 euros, vestidos que posteriormente he utilizado para celebraciones y eventos por poco más de 15 euros y zapatos maravillosos de marca por 20 euros siguiendo está técnica. Y en esta ocasión el sentimiento es de absoluta victoria. Te vas a casa con una ingente cantidad de ropa y complementos por estrenar por poco más de 100 euros.

Por último, hay dos patrones que también suelo repetir tanto en las de verano como en las de invierno. Suelo comprar alguna pieza especial de precio prohibitivo que tenga un buen descuento: bolsos, zapatos, alguna joya o prenda exclusiva; sobre todo si son un buen fondo de armario. También me gusta arriesgar con algo que no sea de mi estilo, aprovechar la rebaja, e incluirlo en mi armario para contar con cosas más valientes y atrevidas. Y con todos estos consejos, o los vuestros propios, nos vemos en las rebajas.