¿Qué es poesía?

De un tiempo a esta parte, en esta casa lo celebramos todo o casi todo. Desde eventos más familiares e íntimos, como los cumpleaños o los logros laborales; a otros acontecimientos más arraigados, como el Día de la Madre y del Padre, e incluso algunos que nunca habíamos festejado como San Valentín; y citas o efemérides más universales, como el Día de los Derechos del Niño, de la Paz o del Libro. Y es que, después de lo vivido y aprendido, hemos decidido cultivar estos saludables y propicios momentos que sirvan de provisión y cosecha para los fatales tiempos de estiaje y aridez.

Esta semana, sin ir más lejos, conmemoramos el Día de la Poesía por todo lo alto y dábamos cobijo y calor en nuestro hogar a uno de los poetas contemporáneos más importantes de nuestro país –y amigo –Joaquín Pérez Azaustre. Para nosotros esto es motivo de júbilo y así se lo quisimos hacer sentir a nuestro pequeño que, con solo dos años, viene aguardando la visita de un artista que, a diferencia de su padre, no esculpe o pinta sino que escribe algunos de los libros que tratamos de inculcarle que son tesoros.

Desde que comenzamos la ‘gran reforma’ de esta casa supimos que queríamos un espacio lleno de savia, de historias y de personajes que enriquecieran nuestra vida y la de nuestra familia. Su llegada, sin duda, forma parte de este futuro con el que ya soñamos y que hoy, poco a poco, confirmamos y evidenciamos. Y que, algún día, será un pasado al que mi hijo regrese evocando tardes, días y noches de encuentro, tertulias, algarabías y, sobre todo, descubrimiento.

Mientras aguardábamos al ilustre invitado, participamos en una propuesta cultural de un ayuntamiento enviando unos vídeos en los que nos atrevimos a recitar algunos versos, expresándole así lo relevante que es, para nosotros, este evento.

Hoy, mientras leen esto, lo hacemos partícipe de la inauguración de una Ruta Poética que recorre el municipio de Lorquí tratando de acercar la poesía a la vida más cotidiana; pudiendo encontrar textos de Cernuda, Carmen Conde, Saramago, San Juan de la Cruz, Rosalía de Castro o Miguel Hernández en las calles y plazas del centro histórico del pueblo.

Y es que en casa, este año, hemos festejado el Día de la Poesía por todo lo alto, porque como decía el poeta, escritor y cineasta francés Jean Cocteau: “Yo sé que la poesía es imprescindible, aunque no sepa para qué”.

A la sombra de tu cuerpo

Siete. Son siete los años que nos faltas. Siete años, justos, de vidriados ojos y muecas con cada recuerdo. Siete años de tu hueco en la mesa. Siete años acostumbrándonos a una inacostumbrada e incómoda ausencia. Siete años de aquel póstumo y amargo beso en tu mejilla gélida. Siete años de sentirnos, en la intimidad, irremediablemente huérfanas.

Siete años después, o quizás un poco antes, he conseguido reconciliarme con las circunstancias de aquel éxodo que juzgué injusto y arbitrario al no contemplar la despedida, el adiós, en su ejecución y cumplimiento. Aquello nos dejó rotas, pero hoy tengo la certeza, después de ser madre y conociendo bien como eras, que el dolor de saberte partir dejándonos solas y a tu parecer, seguro, indefensas, hubiera supuesto para ti un dolor infinitamente mayor que las heridas que coleccionabas durante años en tu pecho. 

Recuerdo, por aquellos días, que el no poder tocarte se convirtió en una de mis grandes aprensiones y miedos. Lo que hubiera dado y daría por volver, una vez más, a dibujar el perfil de tu rostro con mi dedo repasando tu nariz grande y tus ojos pequeños. Esos mismos que desaparecían en tu alegre gesto y que, como espléndida herencia, nos legaste ya, a tus dos hijas, en nuestro nacimiento.

Te fuiste joven, pero vivido. Nadie que haya conocido ha sabido como tú deleitarse y alegrarse incluso en mitad del infortunio y la tribulación. Eras único celebrando; hasta las penas. Generoso en exceso y excesivo en casi todo.

Hoy conmemorando el Día del Padre en un aciago contexto en el que familias son despojadas de sus hogares, de su suelo y de sus recuerdos. Divididas y sesgadas dejando a un lado a los hijos y madres y ‘condenando’ a la soledad y al horror de la guerra a los padres y abuelos. Pienso en el dolor que estos hombres tienen que tolerar aparentando y fingiendo. Pienso en los que han perdido hijos, para lo que nunca jamás encontrarán consuelo. Pienso en los que ni siquiera los conocieron. Y aunque maldije, y maldigo aún, tu partida, festejo el haberte vivido, aunque fugazmente, y tenerte, para siempre, como ejemplo.

Papá creo que no hay palabras para explicar lo que te añoro y te echo de menos pero hoy, también, asumo que la vida fue clemente conmigo, con nosotras, permitiéndome crecer amparada a la sombra de tu robusto cuerpo.

Lo que sé de la guerra

Lo que sé de la guerra me lo han contado. Afortunadamente, no tengo experiencia en primera persona. Sin embargo, no hace falta haberla vivido para saber que, irremediablemente, no deja a nadie indemne.

De la guerra mi habló mi abuela materna. Aunque fue su esposo, mi abuelo, el que marchó al frente, él refería poco de aquellos tiempos. Además, dadas las circunstancias, tuvo cierta fortuna. Debido a sus conocimientos en escritura y matemáticas sirvió más como administrativo que como combatiente. Lo que le ahorró, sin lugar a dudas, escenas trágicas imposibles de borrar de su mente. Sí guardó, a modo de recuerdo, un montón de tablillas de papel escrupulosamente escritas con nombres, fechas y detalles de esos días que se amontonaban en cajas de zapatos en el trastero. Ella, mi abuela, sí contaba que gracias a tener tierra y huerta no pasaron hambre y que, con sus frutos, auxiliaron a muchos que vivían en la ciudad y no tenían ni con que alimentarse. También nos narraba el miedo cuando de madrugada se oían los aviones y corrían a esconderse al monte.   

También me habló mi padre, no porque lo viviera pero sí de lo que supo gracias a su madre. Mi abuelo paterno sí pisó las trincheras y posteriormente, también, la cárcel. Y él, acongojado, siempre nos revelaba como su madre le confesó que nunca fue el mismo. Su carácter cambió y se convirtió en un extraño en aquel hogar, más hosco, esquivo y solitario.

Hoy veo los rostros de los niños y niñas que incrédulos y desorientados suben a los autobuses y trenes de la huida. A las madres que soportan, solas, la tremenda labor de proteger y amparar a sus pequeños en una injusta, feroz, helada e incierta escapada. Y a los padres que en un intento de estoicidad tratan de no derrumbarse frente a los cristales empañados a través de los que consagran besos, te quieros y un incierto adiós. Y no puedo evitar pensar en qué pasará después. En que cuando todo esto acabe para el mundo, para ellos jamás acabará. Que no se puede vivir igual después de algo así. Que, como le ocurrió a mi abuelo, nunca volverán de esta guerra. Él algo perdió en aquellas trincheras que hoy, en Ucrania, están perdiendo, también, en estaciones de trenes. Porque de una guerra no se sale indemne. Porque en una guerra hay muchas formas de morir.