Ave Fénix

De una belleza aterradora eran las primeras imágenes que nos llegaban de la erupción del volcán en La Palma. La fuerza de la naturaleza desafiante y ajena a la voluntad y la esperanza humanas. Descontrolada, destructora y terrorífica, pero tremendamente hermosa. Sin embargo, esas primitivas emociones no tardaron en tornarse en desolación al asistir al drama de decenas de familias que contemplaban desconsoladas como perdían toda una vida sepultada bajo la lava. Ver esos ríos incandescentes desmembrar todo a su paso me trasladó, irremediablemente, a mi visita a Pompeya, hace ya unos cuantos años, contemplando la devastación de una catástrofe de descomunales consecuencias que con acabó con la vida de unas 5.000 personas a las que sorprendió el estallido del Vesubio. Evidentemente, la tecnología, la investigación y la preparación de nuestro tiempo han evitado secuelas mortales; sin embargo, no podrán esquivar las económicas y, por supuesto, las emocionales.

Mientras veía las escenas de casas y edificios engullidos por la lava no podía evitar ponerme en la piel de sus moradores, observando en la distancia la ruina en la que se convertían sus hogares. No se trata únicamente de las pérdidas materiales que, en muchos casos, son incalculables y, seguramente, difícilmente reemplazables; se trata, también, del valor sentimental y emocional que concedemos a esos espacios. Sería ridículo compararlo con la sensación que me provocó, hace unos años, llegar a casa y encontrar toda mi vida revuelta y por los suelos. Habían entrado a robar y, sinceramente, lo que se llevaron fue la menor de mis preocupaciones. Me estremeció y me turbó comprobar que alguien, un extraño, había entrado de ese modo a mi intimidad, había paseado por ella, sin permiso ni autorización. Me sentí insegura, violada de algún modo. Así que, cuando pienso en perder todo aquello que has construido a lo largo de los años en un único instante, se apodera de mí el miedo y el terror.

Es doloroso contemplar como tantas familias intentan a la desesperada ‘salvar los muebles’ arrojando sus pertenencias, in extremis, por los balcones y cargándolas en coches y furgonetas. Habrá posesiones cuya pérdida económica será difícil de afrontar, pero qué ocurre con las fotos, los libros firmados, los recuerdos… eso jamás será reparable. No sé si sería capaz de enfrentarme a ese momento con cordura y solvencia o entraría en pánico. Sea como fuere, en este caso, toca comenzar una nueva vida desde las cenizas y, estoy segura, que serán como el Ave Fénix.

Con el flow to the limit

Algo estoy haciendo mal como madre. Durante semanas esta afirmación me rondaba la cabeza y hace unos días, incluso, la verbalicé, medio en serio medio en broma, en una conversación con ‘El hombre del Renacimiento’. Algo debo estar haciendo mal cuando todo ‘Instagram’ tiene a sus hijos dormidos a las 20.30 horas –a la vuelta de septiembre –, y a mí hay días que me dan las doce de la noche intentando que cierre los ojos tras más de dos horas acurrucada con él en la cama. Momento en el que confieso que, a veces, acabo perdiendo los nervios. Algo debo estar haciendo mal cuando todo el mundo se ha apuntado al ‘Baby led weaning’  -método de alimentación complementaria que consigue que bebés de poco más de seis meses sean capaces de masticar muslos de pollo enteros -y yo no logro que mi hijo se interese por la comida sólida. Algo debo estar haciendo mal porque mi hijo sigue viviendo, cada día, de forma traumática mi separación cuando lo llevo a la guardería. Y me duele, claro que me duele, pero no son muchas más las opciones que tengo. Algo debo estar haciendo mal cuando, después de jornadas agotadoras, sucumbo a ponerle dibujos en el móvil para garantizarme 10 minutos de calma, cuando juré y perjuré que yo no lo haría. Y es que si ser madre es complicado, imaginen la losa que supone intentar ser una madre perfecta.

Hace unos días, precisamente, escuchaba a una conocida diseñadora gráfica e ‘influencer’ española confesarse y reivindicar el derecho a sentirse desbordada como madre. Al frente de una casa con cuatro niños y sola en esta tarea, aseguraba que no siempre se puede ser luz, que hay momentos de sombra en los que necesitas desahogarte y sentir que hay más mujeres ahí afuera que te entienden. Porque no siempre se puede estar “con el ‘flow’ ‘to the limit’” después de un viaje de 5 horas conduciendo con toda la tropa llorando en el coche.

Efectivamente, somos madres, pero no somos perfectas. Somos madres que odiamos no poder duchamos jamás solas, no conseguir llevar la ropa nunca limpia y salir de casa sudando aunque estemos recién acicaladas. Somos madres con nuestros errores, nuestras limitaciones, nuestros agobios y nuestra siempre presente falta de tiempo. Pero en cualquiera de estos casos, nuestro desbordamiento de amor compensa cualquiera de nuestras muchas carencias.   

La ‘divina’ visita

“Para pintar ese azul, hay que haber andado por el Cielo”, apuntaba Mújica Láinez en su relato ‘La visita’ sobre la relación que establecen La Virgen de la Anunciación y el arcángel Gabriel en el lienzo de ‘Fra Angelico’; recogido en el libro ‘Un novelista en el Museo del Prado’; refiriéndose al lapislázuli del manto de la Madonna y de la bóveda. Y es que, sin duda alguna, contemplar esta pintura en directo, tras su restauración, puede ser una experiencia ‘excelsa’. Conocía la obra, la había visto en reproducciones en multitud de ocasiones, incluso in situ, sin embargo, jamás sentí la conexión de mi última visita a la pinacoteca este verano. Tan solo esos diez minutos de absorta admiración compensaron, con creces, la entrada.

Sin embargo, mi deambular por los pasillos del Prado me depararía aún más dádivas que no esperaba. Saliendo de la sala dedicada a Rosales, en la que se encuentra el lienzo de enormes dimensiones que recoge el momento en el que Isabel la Católica dicta su testamento, concretamente entrando en la estancia 63B –tras la última reestructuración del museo –pude intuir, a lo lejos, la delicadeza de un cuadro pequeño cuyo estilo y autoría no reconocí. El óleo recoge una escena doméstica, concretamente los hijos del artista, en una actitud reposada en el salón japonés. Una obra maestra entre la sutileza del grabado japonés y el detalle del dibujo occidental. Ese fondo casi aterciopelado entre verdes, azules y aguamarinas con las mariposas doradas me cautivó. Fortuny fue para mí todo un descubrimiento. No lo conocía, pese a que es uno de los pintores españoles más reconocidos del siglo XIX. Pero, por suerte, tengo la costumbre de llevar siempre conmigo de viaje a ‘El Hombre del Renacimiento’ que, como si de una audio-guía se tratase, me puso al corriente de todos los detalles técnicos, artísticos y personales del artista.

Por último, y ya antes de marcharnos, pude pasar un buen rato casi a solas, con el ‘Pequeño ratón’ durmiendo en la silleta, en una de las salas de Goya, la más oscura. Y aunque estas pinturas sí las reconocía todas, revisionarlas, con los años, te da otra perspectiva y te produce otras sensaciones. Será así porque el arte, desde mi punto de vista, nunca es caduco ni definitivo. Aunque una obra tenga siglos de historia su contemplación siempre será nueva y original. No duden en volver al arte que les hizo felices.

‘Noche estrellada’, en la Plaza Mayor

Cuando llegado, casi, el final de este atípico verano decidimos tomar unos días libres acordamos que Madrid siempre es un gran sitio al que volver. Además, aprovechando la escapada, visitaríamos junto a nuestro pequeño el Museo del Prado y, también, nos dedicaríamos a disfrutar algo de tiempo con amigos de la capital. Durante el trayecto en coche anunciamos nuestras llegada a los allí residentes. Sin ánimo de parecer presuntuosa, me resultó tremendamente sugerente que, sin pretenderlo, hubiésemos decidido compartir nuestra estancia allí con personas que son referentes en la cultura y el arte a nivel nacional. Pero más allá de eso, personas de una gran calidad humana y artistas con una sensibilidad exquisita que hacen de su compañía y charla un presumido obsequio.

Así; no pudiendo coincidir con uno de ellos, el escritor y poeta Joaquín Pérez Azaustre, a quien conocí por carambolas del destino; me vi un miércoles noche cenando en la Plaza Mayor de Madrid junto a uno de los pintores más destacados y distinguidos del país, José Carralero. Con su pelo cano y sus muchas décadas, este artista nacido en el Bierzo traza con la palabra, al igual que obra con sus pinceles, maravillosas atmósferas, historias y anécdotas. Junto a él, su siempre ‘partner in crime’ (codelincuente) en todos y cada uno de los matices de sus vidas, Macarena Ruiz, elegantísima pintora y profesora de Pintura de la Universidad Complutense, dibujaron en mi entendimiento y en mi memoria ‘paisajes’ y recuerdos que perdurarán para siempre, hablando de otras gentes y otros tiempos y que supusieron, sin ninguna duda, una borrachera de sabiduría, erudición y delicadeza. Carralero, catedrático aún de pintura en la Universidad madrileña, compartió con nosotros muchas de sus vivencias de las que son protagonistas muchos ilustres de ésta y otras épocas. Y de esa forma, rememoró un sinfín de amigos que han jalonado y, seguro, condicionado su existencia.  

Pero si bien no olvidaré esa clase magistral de arte, de la que pude disfrutar gracias a su generosidad y gentileza, tampoco borrará el tiempo mi recuerdo de aquella charla, afable, en la que desfilaron los nombres de Gerardo Diego, Camilo José Cela, Antonio Pereira, Luis Alberto de Cuenca o Luis López Anglada, entre otros, pues la vida fue magnánima regalándome aquella sobremesa propia del mismísimo ‘Café Jijón’ con una atmosfera tremendamente pictórica.  Una de esas noches en que las estrellas brillan más fuerte, entre el arte, la cultura y la amistad.

Apocalipsis

Mientras que en estas fechas a muchos les (nos) preocupa el fin del verano o de las vacaciones; mi madre, con sus calamitosos augurios, anda turbada por los episodios que podrían estar vaticinando el fin de los tiempos. Hace algunas mañanas, durante el desayuno, y coincidiendo con uno de esos atípicos días estivales en los que el cielo se ensombrece y el ambiente se enturbia, me comentaba que se estaban sucediendo acontecimientos pre-apocalípticos. Catástrofes como el desastre ecológico del Mar Menor o el terremoto de Haití que evidencian una absoluta falta respeto y responsabilidad con el medio ambiente. Pandemias mundiales en las que contamos las pérdidas de vidas por millones. Y la situación política y el caos en Afganistán que derivan en una nueva crisis humanitaria, que se suma a las tragedias migratorias en las fronteras y océanos y de los campos de refugiados. Entiendo que para mi madre todo esto resulte dantesco y propio de relatos sobre el fin del mundo.

Si hay una situación que me resulta especialmente estremecedora son las imágenes en la frontera Afgana. Bebés alzados de mano en mano esperando el ‘rescate’ de las tropas. Algo que he experimentado en este tiempo es que el sentimiento de protección de una madre está por encima de cualquier otra cosa. Ese instinto animal que te hace estar en guardia permanente y asumir que ningún otro lugar será tan seguro para tu hijo como tus propios brazos. De ahí, que ver a una madre como ‘entrega’ a su pequeño a extraños, sin más que lo puesto, sin saber qué será de ellos ni quien los protegerá al otro lado del muro y con la incertidumbre de no saber si lo volverán a ver; me hace entender el terror que deben estar viviendo.

Hace unos días mi hermana comentaba que éste le parecía un tremendo gesto de amor; pues son capaces de pasar por encima de las propias necesidades de proteger y cuidar de nuestros hijos; vencer el miedo a separarnos de ellos asumiendo un riesgo incierto y un dolor insoportable el resto de nuestra existencia, con la esperanza de ofrecerles una vida mejor o, simplemente, una vida.

Quizás esto no hable de finales apocalípticos, como auguraba mi madre, pero si de un final de la humanidad en el sentido más profundo de la palabra, donde la falta de amor, empatía, solidaridad y respeto nos convierte en absolutos destructores de nuestro entorno y de otras vidas.