Chismes

Incidiendo en la mala educación intergeneracional con la que tenemos que lidiar en determinadas ocasiones, como hablaba la semana pasada, hay una versión de la misma que me irrita por encima de todo: el chismorreo. Los que hayan nacido en un pueblo, como es mi caso, entenderán mejor mi postura. Verán. De que el hombre es un ser social favorable a las interacciones y las confidencias que estás generan, no tengo duda -ni tampoco queja -y de que, en general, queremos saber más de lo que se nos cuenta, tampoco (tengo duda). Y en un pueblo resulta mucho más fácil enterarse de todo, porque todos nos conocemos y porque, en muchos casos, el exceso de confianza de unos con otros incurre en tremendas faltas de pudor y, desde mi punto de vista, de respeto. A veces, incluso disfrazadas de cortesía y con cierta delicadeza. “Perdona la indiscreción, pero…”. Pues si es indiscreción no preguntes. Digo yo.

El caso es que hemos pasado del clásico “Nena, tú de quién eres hija”, que podía parecernos incluso entrañable a querer saber demasiado de la vida de los demás. De ahí el triunfo absoluto de todos los programas del corazón que desmenuzan, con toda clase de detalles, la vida de los ‘famosos’ o, como se dice ahora, las ‘celebrities’. Pero tampoco eso es suficiente. Sus vidas, con sus penas y alegrías, están muy lejos de nuestra realidad. Disfrutamos más cuando el ‘affaire’ lo ha protagonizado la vecina del primero que cuando le ocurre a algún ex miembro de Gran Hermano, aunque también participamos del espectáculo televisivo.

El problema está en que mucha gente no distingue la diferencia entre conocer y relacionarse con alguien y estar al tanto de los pormenores de su vida privada, por lo que suelen cruzar la controvertida línea de la indiscreción. Y eso que ahora con las redes sociales lo tienen mucho más sencillo porque la mayoría de nosotros publicamos información absolutamente personal que, de otro modo, sería más complicado tener acceso. Sin embargo, ahí esta la diferencia: lo haces público libremente, no respondiendo a la curiosidad o la imprudencia de nadie. Y es que hablar de lo demás, no deja de ser otra falta de educación. Por eso, a mí nunca me ha gustado dar explicaciones y me molesta sobremanera responder a la curiosidad ajena. Pienso que, como decía  ya hace milenios Cicerón: “quien cuida su huerto, no hace daño en huerto ajeno”. Pues eso, seamos hortelanos de lo nuestro y dejemos a cada uno el cuidado de sus vidas.

La mala educación

Si hay algo que no tolero, o como diría mi madre: que me saca de mis casillas, es la falta de educación. Y, por desgracia, es más común de lo que se podría imaginar. Por un lado, hay una parte importante de las últimas generaciones: la generación Y o millennials y la Z, caracterizadas por la frustración y la irreverencia –siempre según los expertos -, que han crecido y se han formado como personas sin el mínimo atisbo de preocupación por ésta. En este caso, es difícil hacerles entender que para una correcta articulación social son necesarias ciertas conductas o comportamientos que hacen más fácil la convivencia.

Sin embargo, y aunque esto suene políticamente incorrecto, también reconozco un alto porcentaje de individuos con esta carencia en nuestros mayores. La deferencia que el resto les debemos por la edad les ha llevado, en algunos casos, a cometer ciertos abusos que me parecen igual de irritantes que los más  pueriles. Seguro que a más de uno se le ha colado ruidosamente y sin ningún tipo de pudor alguna ancianita en una cola. Y es que ésta parece ser una práctica bastante común entre los de su quinta. Una cosa es que haya que cederles el lugar, algo con lo que estoy absolutamente de acuerdo, y otra que sean estos quienes se precipiten y adelanten acusando así también una falta de respeto y educación por el resto.

Pero los que más me preocupan son los de nuestro tiempo. Aquellas generaciones que sí hemos sido educados con ciertos patrones y modelos pero que, por algún motivo, los estamos perdiendo. He sido testigo de diferentes episodios que no por comunes dejan de ser inaceptables. Qué se le debe de pasar a alguien por la cabeza cuando después de fumarse un cigarrillo arroja la colilla aún candente por el balcón, totalmente ajeno a quien en ese momento pase y a las posibles consecuencias. De igual modo ocurre cuando el proyectil se reemplaza por el hueso de una fruta lanzado directamente desde la boca del personaje. En ambos casos, me atrevo a aventurar, no les falta nada, saben lo que es o no es correcto, diría que más bien les sobra una pila de egoísmo.

En los dos sucesos era yo quien pasaba con mi pequeño y, además del posible riesgo, me niego en rotundo a que estos sean sus ejemplos. Prefiero que se parezca a su madre y peque por exceso –yo soy de las que va por la calle y pide disculpas cuando tropieza con una farola – a que lo haga por defecto.  Nuestros hijos aprenden por imitación. Seamos conscientes de la importancia de la educación y conciencia cívica desde la cuna.  

Verano 2020

64076dd7-614e-4290-a745-8ea063649bb0De los primeros veranos que tengo recuerdo eran aquellos en los que, siendo aún muy niña, seguíamos a mi padre por diferentes puntos de la geografía costera española ya que él tenía pocas vacaciones, pero por suerte solía trabajar en zonas de playa levantando edificios. Así que mi madre, conmigo y con mi hermana -17 meses menor que yo –, se trasladaba durante 15 días o un mes donde él se encontrase y no teníamos que esperar de semana en semana para verlo. Por suerte, con el tiempo, dejó de trabajar todo el verano y comenzaron las escapadas en familia en aquellos coches con las ventanillas bajadas y maleteros hasta arriba. Mis abuelos siempre venían con nosotros, por lo que tampoco íbamos sobrados de espacio.

Con la adolescencia, o casi, llegaron los veranos en pandilla, en los que montábamos en bicicleta, nos bañábamos en las piscinas y alargábamos las tardes hasta el fresco de la madrugada jugando en la calle entre confidencias y risas. También entonces aparecieron los amores de verano, tan efímeros como intensos, que en septiembre dejábamos de lado. Quien haya estudiado fuera de casa comprenderá que no hay nada como volver al pueblo por vacaciones. Además de que por aquel entonces el presupuesto no daba para más. Sin embargo, con el primer trabajo empiezan también los grandes viajes, con amigos o en pareja: París, Roma, Sicilia, Praga, Londres, Viena, Lisboa… Y con ellos la ilusión de pasar medio año pensándolo y organizándolo.

Para mí estas vacaciones iban a ser diferentes. Con un bebé en la mochila el viaje no podría ser igual. Sin embargo, el pequeño ha sido nuestro menor problema este año a la hora de viajar. Y así para todos. Nunca estuvo Murcia tan bulliciosa un mes de agosto. Las restricciones, el miedo a poderse contagiar y la inseguridad de que te puedan confinar en cualquier lugar han frenado, en la mayoría, la necesidad de escapar y desconectar.

La situación nos ha devuelto a los orígenes, con vacaciones de casa en el pueblo, en familia, con barbacoas y siestas para descansar. En las que una piscina para montar se ha convertido en el mayor lujo para muchos y motivo de absoluta jovialidad. Aunque, como en mi caso, haya que entrar por turnos al baño y renunciar a cualquier brisa de mar. Se trata de disfrutar lo que tenemos y valorar lo que tuvimos y, espero, tendremos aún más. La vida nos ha brindado un verano 2020 para reflexionar y regresar a lo que siempre estuvo y siempre estará.

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Superviviente de fin de semana

7a097332-c0f6-4cfb-80e8-91c0ad2b123eA veces uno tiene una imagen de sí mismo que no corresponde, del todo, con la que tienen los demás. Y lo difícil es determinar cuál de las dos versiones está menos distorsionada. Por uno lado, todos tendemos a deformarnos: en el caso de los más optimistas acentuando las virtudes como si fuesen el todo; o valorando únicamente los defectos, los más pesimistas. Con lo que nuestras apreciaciones suelen estar un poco desvirtuadas -también he conocido casos en los que la distorsión es titánica siendo, además, proporcional al ego- . Por lo que respecta a las de los demás, siempre serán sesgadas. Uno nunca se expone del todo.

Mantengo aún un par de amigas de la infancia, de esas con las que has pasado de compartir almuerzos en el recreo a cervezas en la madrugada y, ahora, algún que otro mojito de tarde, cuando las obligaciones maternales lo permiten. Somos un grupo como aquel que formaban las fabulosas chicas de ‘Sex and The City’, no por las opciones de visitar clubs de moda y coleccionar tacones con precios de infarto; pero sí en lo heterogéneo de nuestros perfiles, caracteres y vidas. Sin embargo, pese a las diferencias, poco les habré ocultado, mucho me conocen -incluso aunque calle- y en nada me he sentido jamás juzgada.

Mari Carmen siempre fue la más sensata, racional y, posiblemente, la más responsable. Rebeca conmigo ejerció de madre. ¡Cuántas chaquetas me habrá obligado a llevarme! Y yo para ellas seré eternamente ‘la cabeza loca’, como aún me llaman. Y reconozco que algún mérito habré hecho para ganarme el sobrenombre. Sin embargo, con los años y el bebé, yo me sentía ahora mucho más cambiada. Las obligaciones y los cargos en el trabajo y la maternidad me hacían sentirme mucho más responsable.

Y así se lo confesaba hace tan solo unas semanas. Les decía que incluso ahora me sentía ‘una ama de casa’. Pero esta definición de mí misma les pareció totalmente disparatada. “¿Una ama de casa? Pero si no sabes cocinar, te planchan y ni sabes cuál es la medida de un juego de sábanas”. Y todas esas acusaciones son ciertas, así que rebatí su argumento asegurando que durante unos días había sido madre de familia numerosa –con mis sobrinos en casa – y me contestaron que lo que yo era es una superviviente de fin de semana. Y tendré mucho o algo de ambas, pero lo que es seguro es que las personas somos más una suma de impresiones que una versión individualizada.