Un mundo por descubrir

Se acerca agosto y para algunos –que aún no las han disfrutado- este mes es sinónimo de vacaciones. De un modo u otro, para este tiempo de tregua todos buscamos esos planes que nos aporten sosiego, desconexión y/o ruptura con lo cotidiano.

Hay quienes aprovechan estos días para el regreso al pueblo y el reencuentro con la familia y, en el mejor de los casos, las noches frescas de tertulia o verbena de verano. También en la Región son muchos los que se decantan por quincenas o semanas en la playa. Cada vez son más lo que optan por una alternativa más ‘low cost’, al menos a priori, en campings o roulottes alquiladas. Y, por supuesto, los que no entienden –o entendemos –las vacaciones sin organizar una nueva aventura o viaje.

Dentro de esta última variedad, también hay infinitas posibilidades. Hay quien busca viajes nacionales y quienes los prefieren de larga distancia; los que escogen el todo incluido en grandes hoteles y los que disfrutan comiendo en las calles mientras recorren grandes ciudades. Los viajes de aventura, gastronómicos o culturales. Y, por supuesto, una versión que yo he descubierto en los últimos años y que, aunque tiene sus inconvenientes, se ha impuesto al resto de modalidades: los viajes en familia.

Aunque entiendo perfectamente a las parejas que viajan solas dejando a su prole al cuidado de familiares; de momento no me siento preparada para ‘renunciar’ a su presencia ni durante un espacio tan prolongado, quizás porque aún es muy pequeño, ni en una circunstancia tan excepcional y enriquecedora como puede ser un viaje. Es verdad que viajar con niños tiene sus trastornos y molestias, pero para mí las ventajas y beneficios superan a las complicaciones y dificultades. Y con voluntad uno se adapta y consigue encontrar, incluso, esos momentos de intimidad entre cónyuges.

Si hago un poco de memoria de mis últimos viajes, entre los mejores momentos no faltan anécdotas con mi pequeño. Como aquel mes de agosto, con menos de un año, en el que gateaba por los maravillosos azulejos centenarios de los suelos de las diferentes estancias del Real Alcázar de Sevilla; el mes de octubre, vísperas de Todos Los Santos, cuando cantaba y bailaba ‘This is Halloween’, aún con “lengua de trapo”, a las puertas de la Sacra Basílica del Salvador, en Úbeda; o su primera siesta y baño en la playa en la Cala de Las Mujeres, en Calnegre.

De este tiempo solo lamento que la pandemia por COVID no nos haya permitido viajar más, pero ahora aguardo, con verdadera ansia, nuevos recuerdos en familia en cualquier parte del mundo que él, algún día, también pueda apreciar y rememorar. Y es que los viajes, con niños, están llenos de fantásticas y emocionantes primeras veces: todo un mundo por descubrir.

La perfecta lectura

Estos días he comenzado un nuevo libro. Uno de esos ejemplares concisos y exiguos que uno espera disfrutar a pequeños ratitos en la cama antes de quedar dormido. Ratitos que en ocasiones no van más allá de diez o quince minutos, en función de la intensidad de la jornada, y que se producen siempre mientras mi hijo me acaricia la oreja intentando alcanzar, él también, el sueño.

No tenía más referencias que el que mi hermana, una ávida lectora,  hubiese decido adquirir dicha novela. Así que, una vez más, se lo pedí prestado con el firme propósito de devolverlo cuando lo hubiese terminado. Siempre retorno los libros a sus propietarios ya que me importuna bastante extraviar los míos en estanterías ajenas.

Me llevé una grata sorpresa al descubrir que la historia que protagoniza un apático periodista español está justificada a través de unas cartas de amor que el Novel de Literatura en 1949 William Faulkner escribió a su amante Meta Carpenter durante los más de 30 años que duró su romance. Cartas que son uno de los tesoros documentales del ‘Harry Ransom Center’, en la Universidad de Texas, Austin, espacio que hospeda algunos de los manuscritos, fotografías y obras de arte de los más grandes personajes y artistas del siglo XX.

Entre sus ‘joyas’ se incluye la única copia de la primera fotografía conocida tomada por el ingeniero francés Nicéphore Niépce en 1826 o una de las 21 versiones completas que existen de la Biblia de Gutenberg; así como la herencia personal de personajes como García Márquez, la actriz y productora Gloria Swanson, o el director de cine Alfred Hitchcock. Sin duda, un lugar interesante, un templo de la investigación.

La novela ‘Los días perfectos’, del escritor, guionista y productor Jacobo Bergareche, ahonda en la intensa relación que el autor estadounidense mantuvo con su amante. Concretamente en el relato dibujado, a modo de misiva, de uno de sus ‘días perfectos’. Y a través del que el protagonista se pregunta por cuántas de esas jornadas puede recordar en su anodina vida; más allá de los encuentros clandestinos que, tal y como cuenta la historia, ha mantenido con una arquitecta mexicana durante sus estancias en Austin por un congreso de periodismo.

Aún no lo he finalizado, pero estoy disfrutando de una historia amena y divertida que, también, está muy bien escrita. Y que, entre otras cosas, me ha permitido conocer más sobre el escritor y Nobel estadounidense. Porque si hay algo que aprecio en la literatura es que me resulte didáctica, más allá de entretenida. Para mí leer es aprender y conversar con otros, incluso con los que nos han precedido en el tiempo y solo conocemos a través de las palabras escritas. Es cruzar vidas que no han coincidido en el tiempo.

Dolce far niente

Vivimos un tiempo en el que la improductividad se ha convertido  en poco menos que el octavo pecado capital. Una época en la que parar está socialmente mal visto. Un ritmo vital frenético, el ‘multitasking’, una desmesurada auto exigencia y la angustia por perdernos o renunciar a algo nos han convertido en autómatas aquejados de estrés y ansiedad. Lo dicen las últimas estadísticas sobre salud mental y consumo de determinados fármacos.

Y yo soy la primera que, por más ‘to do’ que elimino de mis listas de tareas pendientes, arrastro un sentimiento de insatisfacción al no cumplir expectativas. A diario escruto las rutinas de las ‘coach’ o diosas de la organización en Instagram intentando descubrir cuál es el secreto para llegar a todo; pensando que en la resolución de dicho acertijo está el secreto de la eterna felicidad. 

En 2020, en plenos juegos olímpicos de Tokyo, era noticia y portada internacional la decisión de la gimnasta Simone Biles de abandonar la competición. Aquella inesperada reacción, cuando se le presumían varios oros, nos frenó en seco e hizo reflexionar a toda la opinión pública sobre la importancia de priorizar la salud mental. Lo que a priori parecía un fracaso se convirtió en una lección de seguridad y confianza personal, convencida de su capacidad y su lugar en la historia del deporte antepuso su bienestar a cualquier logro profesional.

Hace unos días era la interprete del aclamado himno a la maternidad, Rigoberta Bandini, la que confesaba que se retiraría por un tiempo, aún indefinido, a “vivir bajo un cocotero”.

Esta noticia me traía a la mente una de mis expresiones italianas favoritas: il Dolce far niente. No solo me embelesa la maravillosa sonoridad de estas palabras sino que me seduce más aún su significado: lo dulce de no hacer nada. El concepto del placer y el deleite de la ociosidad más absoluta. Es una filosofía, un estado de ánimo, que poco tiene que ver con la holgazanería o la pereza. Es más bien todo lo contrario. Es esa capacidad de disfrutar los momentos de pausa, sabiéndose capaz de afrontar, también, la vorágine de nuestro día a día.

Tampoco es un sinónimo de vacaciones, pues en muchos casos durante este tiempo nuestros horarios y agendas van incluso más apretados por ese afán tan humano de ‘no perder el tiempo’. En los viajes, por ejemplo, apuramos las horas y minutos para ver y visitar más cosas con jornadas completamente extenuantes.

Sin embargo, yo este verano me he propuesto degustar, aunque sea en pequeños terrones, esa dulzura de la ociosidad y regodearme en la belleza de lo simple al más puro estilo italiano.

Voyeurs

Sin duda, la biografía de una persona influye de forma definitiva en su obra, su trabajo y su legado. El mismísimo Andy Warhol reconocería, siendo ya uno de los principales iconos del Pop Art, que el ‘encierro’ que vivió en su infancia por su hipocondría y el rechazo que sufrió en la escuela como consecuencia de la afección que padeció: el ‘mal de San Vito’ o Corea de Sydenham –una enfermedad del sistema nervioso que le provoca espasmos en sus extremidades y la pigmentación de la piel – sería una etapa crucial en el desarrollo posterior de su personalidad, habilidades y gustos. Tampoco, por ejemplo, la producción de Frida Kahlo hubiese sido la misma sin aquel fatal accidente de autobús al volver de la escuela que le provocó una evidente limitación motriz acompañada de fuertes dolencias y constantes operaciones quirúrgicas y tratamientos médicos.

Sin embargo, hay una diferencia insondable entre lo que podemos denominar datos o referencias biográficas de una personalidad y la actual tendencia a usurpar y desnudar la vida privada de cualquier personaje público, sintiéndonos, además, decididamente autorizados por el simple hecho de su popularidad. Sin embargo, a mí, esta práctica tan común, me resulta completamente obscena e indecorosa.

Parece mentira que en la era de las páginas webs, las plataformas de televisión y las redes sociales, con un acceso libre e ilimitado a cualquier tipo de contenido, incluso al erótico o pornográfico –quién se acuerda ya de aquel codificado Canal+ de nuestra infancia y adolescencia – el vídeo íntimo de un presentador de televisión desate tal curiosidad; hasta el punto de correr de teléfono en teléfono como una ‘bomba informativa’. Más allá de las connotaciones delictivas que este hecho pueda tener, me resulta paradójico e inmoral.

No solo no me interesa con quien mantiene relaciones el susodicho, siéndole infiel o no a su mujer o si mantienen o no una relación abierta, mucho menos me apetece ser espectadora de sus encuentros furtivos.

Y lo peor de todo es que detrás de este interés no se esconde ningún tipo de excitación o placer sexual, como en el caso de un voyeur, sino que la única necesidad que se cubre es la del fisgoneo y la intromisión más cutre. Siendo, además, un gesto de mala y poca educación.

No confundamos, por ejemplo, indagar en la biografía de Picasso para entender y explicar su obra, con bucear en el morbo de sus múltiples relaciones ‘amorosas’. Como decía Cicerón, ya hace milenios, “quien cuida su huerto, no hace daño en huerto ajeno”. Así que: ¡A nuestros quehaceres, hortelanos!