Malditas Mudanzas

Juicios tengas y los ganes, ha sido hasta ahora una de las maldiciones más certeras y maliciosas que uno podía utilizar, y eso que tiro piedras contra mi propio tejado pues mi hermana es abogada. No se si habéis tenido la desgracia de vivir o sufrir un proceso judicial, pero es de las cosas más horribles, tediosas y desesperantes que uno puede experimentar en su vida. Y aún si el veredicto es favorable podrás ver, en parte, recompensado el trauma, aunque la lentitud de nuestro sistema judicial imposibilita que se pueda hablar de que se ha hecho justicia, porque nunca se realizará en tiempo y modo. Sin embargo, desde hace unos días vengo pensando que he encontrado sustituta para tremenda condena: Mudanzas tengas y las hagas.

Durante la última semana vivo en el absoluto caos, y lo que queda. Desde que uno es consciente de que se cambia al momento en el que se encuentra completamente instalado en su nueva ubicación, además de que puede pasar más medio año hasta el momento en el que no queda ni una caja por sacar, uno transmuta de uno a otro estado de ánimo; y no me atrevería a decir cuál es el peor. De la ilusión del principio se pasa a la euforia de las semanas previas; pero según se acerca el momento vamos experimentando la ansiedad, el estrés, el mal humor, los nervios, el agotamiento, la desesperación, el arrepentimiento, la duda, la tristeza… hasta alcanzar el caos.

Uno nunca imagina que tiene tantas cosas. Nos acostumbramos a vivir entre las mismas y no somos consciente de cuánto llegamos a acumular y, sobre todo, cuántos enseres almacenamos que hace años que ni usamos. Si algo tienen de bueno las mudanzas es esa capacidad de devolverte a la realidad y mostrarte que eres tremendamente consumista. Tú que te crees una persona moderada te enfrentas a una imagen de ti que no quieres ver el resto del tiempo y con la que no te gustar reconocerte. Esto también implica que asumas la necesidad de reciclar, regalar, donar y tirar ciertas cosas, con lo que sirve para hacer una criba. Hay una filosofía de vida que se ha puesto muy de moda en los países asiáticos que asegura que podemos vivir con tan sólo 20 cosas (creo que esa era la cifra), pero de eso hablaré en otra ocasión.

Si el momento de recogerlo todo y reducirlo a bultos es complicado –porque no sabes dónde meter tantas cosas, porque no encuentras cajas para embalar tus pertenencias, porque te gastas casi el presupuesto de un mes en comprar cartones que después del transporte tiras al contenedor de reciclaje, porque hay elementos tremendamente complicados de empaquetar y la creatividad no te alcanza, porque te dejas los riñones subiendo y bajando paquetes, porque siempre se rompe algo… y sobre todo porque ves como tu vida, tus recuerdos y tus momentos de los últimos años se convierten en unas cuantas maletas –no hablemos de la llegada al nuevo destino, cuando vives entre cajas de cartón durante semanas, jamás encuentras lo que estás buscando por mucho que hayas tratado de etiquetar todo –lo peor es cuando no localizas la ropa interior -, lo que te obliga a seguir con tu vida e ir al trabajo con extrañas combinaciones y outfits porque es lo único que tienes a mano, a ingerir cualquier cosa decente que encuentres en los armarios o tirar de comida precocinada, por no hablar, como ya he dicho, de que puedes estar años desempaquetando y viendo cajas sueltas por la casa.

Y lo más gracioso de todo es que no es la primera vez que experimento esta anarquía, ya que no es mi primera mudanza, pero imagino que debe ser como el parto, que se olvida. O eso dicen las madres que han repetido la experiencia en más de una ocasión.

Sea como fuere, esta situación, por obligación, mantiene mi espíritu navideño guardado en una caja.

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Amistades virtuales

54Las redes han cambiado de forma asombrosa la manera de relacionarnos y actuar en sociedad. Hoy en día socializamos de un modo y con un número de personas que hace unos años nos resultaría completamente impensable. Este nuevo modelo de comportamiento ha hecho real aquello de “yo quisiera tener un millón de amigos” –que decía la canción –, ya que en Facebook, Instagram o Twitter (que son las que yo más controlo) contamos por miles los amigos o, en su defecto, seguidores, según el grado de intensidad que cada uno quiera dar a los vínculos. Me resulta especialmente curioso (apreciaréis como me incluyo siempre) como nos referimos a nuestros followers con absoluta cercanía y familiaridad cuando en muchos casos no hemos cruzado o intercambiado ni tan sólo una palabra o una mirada. Como nos reconocemos por la calle y nos saludamos con total naturalidad al encontrarnos después de años ‘de amistad’ virtual. E incluso como nos implicamos y nos afectan aquellas cosas buenas o malas que les ocurren a nuestros compañeros en la red. Y es que, aunque también puedo entender a los más escépticos con esto, estamos formando parte del día a día, del minuto a minuto, de estas personas vía digital y es imposible no estrechar, de alguna forma, lazos.

Yo también me había manifestado muy crítica con la intensidad que alcanzaban ciertas ‘relaciones’ virtuales considerando que había poco más que humo y ‘postureo’ detrás de las mismas. Sin embargo, hace unos meses experimenté como hay cosas que, por irracionales que puedan parecer a tu razón, ocurren. Confesaré que hace unos años y coincidiendo con el boom de los blogs personales me convertí en seguidora de decenas de estas páginas, pero el tiempo y la falta de éste equilibró mi nuevo vicio y mantuve el interés sólo por aquellas que realmente consideraba útiles o de mi absoluto agrado. Entre ellas destacaré la de una periodista que por su espontaneidad y franqueza, y por sentirme identificada con muchos de sus intereses y con su estilo de vida se convirtió en uno de mis blogs de cabecera. La página en cuestión es www.balamoda.net y su autora, Belén Canalejo, como he dicho compañera de profesión y madre de cuatro niños. Bien, pues tras una extraña, larga e injustificada ausencia de la misma–fuesen cuales fuesen sus circunstancias siempre atendió a sus ‘comentarias’ (como ella las llama) –reaparecía semanas después revelando que sufría un cáncer de mama. Volvía a nuestras pantallas de ordenador contando, a través de su videoblog, su experiencia al conocer la noticia y cómo estaba enfrentando la situación. Os diré, que ya su prolongado silencio consiguió alertarme, incluso trasladé mi preocupación a mi hermana –también seguidora de @Balamoda –y ambas coincidíamos en lo inquietante de su ausencia. Su revelación consiguió entristecerme y apenarme, y desde entonces he intentado seguir su evolución reconfortándome con las buenas noticias e inquietándome cuando no lo han sido tanto. Mi percepción es igual que con otras personas, conocidas, que han vivido situaciones similares. En ese momento, decidí dejar de lado mi prejuicio y suspicacia y vivir las relaciones tal y como suceden, ya sean digitales o analógicas.

No negaré que siempre preferiré una conversación con un café delante y la posibilidad de tocar, abrazar y mirar a la persona en cuestión, pero está claro que hay una nueva forma de relacionarse. También de pelearse o ignorarse, como decía una amiga mía: “¿Habrá algo peor que el que te bloqueen del whatsapp?”, pues quizás sí, en la vida real, que te hagan la cobra.

 

Universitarios

img_5768Los domingos son raros. Desde que uno comienza a asumir ‘ciertas’ responsabilidades en la etapa escolar empieza a ver este día de una forma distinta, con recelo. El domingo no es un día libre al uso, lo es sólo a medias, porque pese a que –por lo general –no tienes que acudir al trabajo ni mantienes la rutina de los laborables, tu cabeza se adelanta al tiempo y vive ya en el lunes, pensando en todo lo que te queda por hacer mañana y ultimando algunos preparativos para la semana. Los domingo son días de levantarse tarde, comer en familia, comprar el periódico, leer algún semanal… lo que no está nada mal. Pero, por el contrario, también son días de plancha, lavadoras, secadoras, preparar menús para la semana y hacer los deberes con los hijos, siempre corriendo y siempre a última hora. Son días en los que se amontonan las tareas y los sentimientos.

Pero si tuviera que elegir una imagen para este día de la semana sería la de los universitarios arrastrando sus maletas de vuelta a la ciudad. Que estampa más típica ¿verdad? Imagino que esta misma secuencia, o similar, se reproduce también los viernes, pero pasa más desapercibida en medio del ajetreo de la jornada. Eso, y que quizás el sentimiento que transmiten sus rostros es diferente y pasa inadvertido para mí. Los viernes son días de prisas y buen rollo. Buen rollo por volver a casa, por perder de vista durante unas horas los apuntes y por tener quien te cocine un plato en condiciones. Mientras que los domingos, el ánimo se resiente y sólo piensas en las horas de clase y pasta con tomate que te quedan por delante. Y es que no es lo mismo ir, que volver.

Es una imagen tan nostálgica, icónica y hasta cinematográfica. Decenas y decenas de jóvenes universitarios saliendo de la estación de autobuses y tirando de sus carritos por la ciudad, llegados de todas partes dispuestos a continuar su rutina académica. Siempre que los veo, normalmente también llegando en coche a la urbe, me pregunto ¿en qué irán pensando? Deambulan, en muchos casos tristes y callados, incluso melancólicos. Con los años uno olvida tantas cosas que se hace difícil recordar aquellos sentimientos.

Pero si hago un esfuerzo, aún consigo verme. Tan joven, aterrorizada y completamente desorientada en plena estación, en este caso de metro, de Ciudad Universitaria. Quince años atrás. En Madrid. Con 18 años recién cumplidos y una carpeta y cuatro bolis para enfrentarme al que, por aquel entonces, había sido mi reto más importante. Asustada y casi paralizada por una muchedumbre de gente incesante. Jamás había salido de mi pueblo. Elegí Madrid por mi padre, que tuvo que empezar a ganarse la vida desde muy joven y vivió en allí en su adolescencia trabajando en la construcción y pernoctando en una pensión de –como se podría decir –mala muerte en la Calle Desengaño. Sin embargo, pese a lo que pueda parecer, él recordaba con enorme alegría y nostalgia aquellos años, en los que asistía semanalmente al Bernabéu y coincidía con Antonio Molina desayunando. Años duros que sin duda no desfiguraron su buen carácter.

Treinta años después, imitaba sus pasos, con incomparables condiciones, pero con el mismo entusiasmo. Y como tantos jóvenes yo también topaba con mi desengaño. Recuerdo como en aquella estación de metro abarrotada de gente, al levantar la mirada en una pared leí:

“Que la vida iba serio

uno lo empieza a comprender más tarde

como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante”.

Jaime Gil de Biedma.

Cinco minutos de tiempo

fullsizerenderEl tiempo es tan relativo. Hay minutos que se hacen eternos y horas que pasan como si fuesen un segundo. Hay momentos en la vida en los que a uno le encantaría cerrar los ojos y que todo lo que está por venir pasase en tan sólo unos instantes. Otras veces lo que nos gustaría es detener el tiempo y vivir perennemente en ese ratito. Y eso sucede tanto para las cosas más transcendentes, como para aquellas experiencias más insignificantes. Seguro que aún recuerdan lo largos que se hacían los cinco minutos previos al recreo, mirando cada segundo un reloj que parecía haberse detenido para siempre; y lo rápido que transcurría la media hora de éste.

Pero curiosamente con el paso de los años mi percepción del tiempo ha experimentado una curiosa desviación. El vivir constantemente con déficit de horas, para el trabajo, para dormir, de ocio, para la casa, para dedicar a mi familia, para invertirlas en mí personalmente… y quizás al tomar consciencia de que todo lo que pasa ya no vuelve y de que cada vez son más los años que contamos en pasado de los que –en virtud de la naturaleza –acumulamos en el futuro, me provoca una intensa sensación de vértigo. Me cuesta, cada vez más, disfrutar del momento presente agobiada por lo instantáneo de éste, me resulta casi inexistente. El ahora ya no existe. ¿Si miran atrás no les parece que la semana ha transcurrido precipitadamente? A mí, siempre. Sin embargo, y contrariamente, sigo teniendo, en ocasiones, esa sensación de tediosos minutos que no corren. Como si en lo mucho la vida pasase desenfrenada, mientras que en lo poco caminase pausadamente. ¿Para qué da un minuto? Para poco ¿verdad? ¿Pero han probado alguna vez contar uno a uno los sesenta segundos de éste? ¡Parece estirarse!

Precisamente eso me gustaría a mí, aprender a estirar algunos momentos como se estira un minuto al contarlo. ¿Cuántas veces han dicho aquello de… ‘cinco minutos más’? Seguro que se visualizan en la cama intentando robar cinco minutos más al día para dárselos al sueño. Es una sensación increíble. Yo, ilusa de mí, incluso me pongo el despertador en modo repetición, cada cinco minutos, media hora antes de la hora de levantarme pensando que así le he ganado eso al tiempo… cuando en realidad he perdido media hora de sueño.

Y con esta reflexión me preguntaba yo el otro día a que le daría yo cinco minuto más de tiempo… ¿y tú?