¡Vamos al cole!

El tiempo, cíclico, repite momentos, etapas y estaciones que se van dando paso las unas a las otras invariable y perennemente. Pasamos del invierno a la primavera para alcanzar, después, el verano, que viene seguido del otoño; terminando, de nuevo, en la estación invernal. Año a año el mismo transitar tan manifiesto en la naturaleza, en los árboles, en las plantas y, hasta, en nuestra huerta.

Al igual que las estaciones, fruto del movimiento de traslación de la tierra, cada añada trae consigo nuevas épocas y periodos. Así, de forma generalizada, enero supone la opción de un nuevo comienzo. Aunque ésta no es la única oportunidad que ofrece el año. Cada vez somos más los que optamos por hacer esta depuración y regeneración en septiembre, con motivo del inicio del curso escolar, para unos, y la vuelta de vacaciones, para otros. Si septiembre siempre ha sido mi momento de catarsis por excelencia –coincidiendo además con mi cumpleaños -, el mundo laboral y, ahora, la entrada al colegio de mi pequeño agudizan más aún esta sensación.

Desde la infancia recuerdo estos días con cierta exaltación preparando material escolar y forrando libros, para castigo de mi pobre madre que pasaba veladas enteras intentando dejarlos totalmente lisos, cuando eran de aquellos que iban en rollo y se pegaban a la portada y la contra. Ahora es a mí, y al Hombre del Renacimiento, a quienes nos toca jugar este rol y hacerlo, además, por primera vez, con lo que los nervios y el desasosiego están, como pueden imaginar, a flor de piel.

La elección de centro educativo es, siempre, una decisión importante. Uno se pregunta una y mil veces, incluso cuando ya está la suerte echada, si habrá acertado. Reza porque su nueva maestra sea cariñosa y capaz de entender las necesidades de cada niño; circunstancia cada vez más presente en las aulas españolas, con profesionales formados, preparados y muy concienciados y sensibilizados. Por supuesto, también te preocupan los compañeros y la relación que tu hijo establezca con éstos. Sin duda, aún son muy pequeños para ciertas conductas reprobables, sin embargo ya puede haber comportamientos que sean germen de éstas.

Es por eso que, además de preocuparme por tener a punto todo su material, estos días previos trato de explicar y enseñar a mi hijo valores que le permitan disfrutar de una bonita convivencia entre iguales como base de su primer aprendizaje.

Como decía al comienzo, el tiempo es cíclico, y ahora soy yo la que me sorprendo manteniendo aquellas mismas conversaciones y discursos que un día protagonizó mi madre y que, sin duda, han contribuido en demasía a lo que soy, y confío en que así sea, también, para mi pequeño.

Los días perfectos

Leyendo a ratitos el último libro que he pedido prestado a mi hermana: ‘Los días perfectos’, de Jacobo Bergareche, una novela cortita y ligera para el verano; recordaba un pensamiento del escritor portugués Fernando Pessoa que expresaba de forma tremendamente acertada uno de los vicios de la condición humana. “Para ser feliz es preciso no saberlo”.

Hace tan solo unos meses leía o escuchaba una reflexión muy parecida que, no por ser quizás más mundana, dejaba de ser igual de intensa, profunda y atinada; además de dolorosamente sincera. Era la confesión de una madre que hacía menos de un año que había perdido a su hijo. En una entrevista, la actriz y presentadora Ana Obregón aseguraba que: “Lo que me mata de pena es saber que yo era tan feliz y no lo sabía”.

Aquella declaración no me dejo indiferente en ese momento y no lo ha hecho desde entonces. Es algo que tengo presente y que, en determinadas ocasiones, vuelve a rondarme el pensamiento de forma más aguda y precisa. Como en la mayoría de ocasiones vivimos esperando una hilarante y convulsiva felicidad sin ser conscientes de que precisamente en esa armonía y quietud diaria es cuando somos verdaderos moradores del bienestar y la prosperidad.

Aguardamos grandes acontecimientos que nos hagan sentir pletóricos entre los aprietos y apuros propios del suceder, pensando que son esos momentos fugaces los que nos hacen felices, los que justifican nuestra existencia. Sin embargo, son, lamentablemente, los grandes infortunios los que nos demuestran cuan agradable o plácida era nuestra sencilla y rutinaria vida.

Por eso, desde hace algún tiempo trato, como si fuese una imposición, de disfrutar y deleitarme en la belleza de las pequeñas cosas; con el anhelo de no tener que lamentar, algún día, el no haber apreciado la vida que tenía. Intentando agradecer cuanto tengo y me sucede. Sin que ello suponga, en ningún caso, renunciar a otros sueños; pero dando a cada cosa el valor que tiene.

Si comenzaba con una reflexión del poeta lisboeta, acabaré también con otra afirmación suya. “Tenemos, todos los que vivimos, una vida que es la vivida y otra vida que es la pensada, y la única vida que tenemos es esa que está dividida entre la verdadera y la errada”.

Bien, pues a eso aspiro en mi existir, a ser capaz de acopiar una vida equilibrada que no olvide ni la vivida ni, por supuesto, la soñada; y a no llevarme a la tumba, cuando llegue mi momento, el lamento por no haber apreciado cuantos ‘días perfectos’ se me han regalado. 

La côte de la mode

Quien acostumbra a leer estos artículos o ha leído unos cuantos bien puede saber ya de mi pasión por la moda. Desde mi modesta colección de tacones a mi última fascinación por los broches antiguos. Estos pasados días de agosto frecuentaba, en familia, algunos pueblos de la costa francesa y conocía, por fin, uno de los muchos lugares que han formado parte de mi imaginario viajero en los últimos tiempos: Biarritz.

Biarritz ha sido escenario, a lo largo de su historia, de algunas de las innovaciones y transgresiones más importantes en esta materia. Por un lado, el esplendor decimonónico de la que fuera mujer de Napoleón III, la aristócrata española y última emperatriz francesa María Eugenia de Montijo. Dicen de ella que poseía una extraña belleza que la alejaba de los cánones pero que conseguía embelesar a quien la contemplaba en los salones parisinos de mitad del siglo XIX a los que la acompañaba su madre buscando un matrimonio provechoso. La historia la inmortaliza como una mujer culta, inteligente y extremadamente refinada.

Sería esto, precisamente, y su debilidad por las mujeres lo que hizo que el mismísimo emperador cayera rendido a sus pies, eligiéndola como madre de su futuro y ansiado heredero. Fue entonces, una vez convertida ya en emperatriz, cuando Eugenia coronó a esta ciudad francesa de pescadores como patria de fiestas, lujos y excesos, convirtiéndola en su lugar de veraneo.

Por otro lado, este mismo emplazamiento fue sede y origen de la renovación extrema que Coco Chanel ocasionó en el mundo de la moda. ¿Saben ustedes que la diseñadora francesa abrió tienda en la misma ciudad?

Fue en el verano de 1915 en un local frente al moderno Casino, estilo art déco, que aún exhibe esta localidad, Coco inauguró la primera boutique de Biarritz. Poco eco se escuchaba entonces, por la zona, del reciente estallido de la Primera Guerra Mundial entre Rolls-Royce y nuevas prendas de vestir femeninas que alejaban a la mujer de los opresivos corsés y las convertían en estilosas ‘femme fatale’ con trajes de aires masculinos.

Quizás no elegimos el mejor momento para visitar la ciudad, con una ola de calor de hasta 36º grados diarios que en gran medida entorpece el estilo y la distinción propia de este lugar. Pero, pese al bochorno, Biarritz desprende elegancia y distinción en cada uno de sus edificios y sus gentes. Las pamelas, las gafas de sol y los kaftanes se lucen allí como en ningún otro lugar paseando por unos escarpados acantilados a la brisa de un precioso azul cantábrico.  

La gran fiesta

Esta semana leía casi de pasada en la prensa digital que, como todo, el hielo se encarecía y que en los próximos días podría llegar a cobrarse en bares y restaurantes junto a la bebida a enfriar. A priori, puede resultar curiosa esta subida del agua congelada. Sin embargo, atendiendo a los precios de la electricidad, el transporte y el plástico tiene mucho más sentido. Además, el artículo incluía la reflexión de que la vida post-Covid ha vuelto a traer el regocijo y deleite por las grandes fiestas y celebraciones.

No podía evitar, entonces, acudir a mis referentes culturales sobre magnos eventos y festejos y recordar e imaginar aquellas imponentes fiestas que el autor estadounidense F. Scott Fitzgerald relata en su obra ‘El Gran Gatsby’. La novela, ambientada en los locos años 20, relata una vida de excesos y desenfreno sustentada en el auge de la música jazz, el incremento del contrabando y crimen organizado y el art decó.

Pese a la crítica social a una época que evidencia la que está considerada como una de las mejores obras de la literatura norteamericana de todos los tiempos, no puedo evitar imaginar esas fiestas como las mejores que jamás se hayan celebrado. Con trajes de solapa, perlas, plumas, destellos dorados por todas partes, estatuas de hielo y torres de champagne.

Tampoco se le quedaría muy a la zaga el histórico baile de disfraces ‘Bal Beistegui’ que el millonario mexicano-español Carlos de Beistegui –Charlie para sus amigos –dio en el veneciano Palazzo Labia en 1951 para la ‘Gotha’ –lo que sería algo así como la guía de la nobleza en la que se recogen las dinastías y casas reales desde el siglo XVIII –y todo el cafe society del momento. 

El festejo sobre el Gran Canal, para el que las invitaciones se mandaron con hasta seis meses de antelación, contó, entre otros, con disfraces diseñados por el modista y fotógrafo británico Cecil Beaton o el mismísimo Salvador Dalí que vistió ni más ni menos que al diseñador Christian Dior. Precisamente, cuentan que algunos días antes de la cita se pudo presenciar una procesión de Rolls Royces llevando cajas de Dior sobre sus techos hacia el palacio.

Entre los invitados tampoco faltó el actor, director y guionista Orson Welles, quien precisamente también pondría voz al documental que recogió la que ha sido considerada la fiesta más grande el mundo. La celebrada en 1971 por el Shah de Persia para conmemorar los 2.500 años del Imperio Persa, pero que arruinó una improvisada tormenta de tierra que cubrió las finas vestimentas de todos los invitados.

Sea como fuere y sin tanta ostentación, que además no procede, sigamos disfrutando de la gran fiesta que es, sin duda y pese a las desazones y sufrimientos, vivir.

Poderosas

Esos días en los que una se levanta con el pelo revuelto, ojeras y una tez mustia, totalmente falta de brillo y lustre, no puedo evitar pensar en aquellas mujeres que con la cara lavada y una simple coleta lucen absolutamente poderosas. Soy de las que no acostumbra a salir de casa sin algo de maquillaje, al menos rímel y algo de rubor. Verme bien me ayuda a sentirme bien. Y no creo que haya nada de malo en reconocerlo. Quizás, en demasiadas ocasiones, se ha reprobado erróneamente la preocupación por engalanarse –sin llegar, obviamente, a la dismorfobia-.

Creo que en más de un artículo he confesado mi admiración por el modelo de diva italiana. Una mujer bella, sensual, contundente y completamente segura de si misma. Un modelo de belleza que ha resistido a los años y a las modas; que siguió vigente incluso cuando se imponían otros cánones más esbeltos. Un clásico que pocas encarnaron y encarnarán tan bien como la soberbia Sophia Loren. 

La actriz, ganadora de dos Oscar, a sus casi 90 años asegura que ahora se ve incluso más bella, que le gusta la imagen que le devuelve el espejo. Pero, sin poder poner en entredicho su rotunda hermosura, su magnetismo radica en su seguridad y su amor propio, en su determinación y energía.

La protagonista de ‘Matrimonio a la italiana’ que incluso pasó fugazmente por la cárcel, acusada de evasión fiscal, asegura en más de una entrevista que “nunca he renunciado a nada importante. Siempre he afrontado todo lo que me ha venido de manera fuerte y enérgica. Solo así puedes vencer”, reconociendo que ante cualquier miedo ha tenido “una fuerza dentro” que le ayuda a “expulsar cualquier debilidad”.

Fiel sucesora de esta ‘raza’ sería también la italiana Mónica Bellucci, icono de elegancia y estilo de la mano de Dolce Gabbana, quien a sus casi 60 años ha salvado cualquier estigma de la edad para le mujer en el cine defendiendo que “la verdadera belleza es un estado mental”, pues “miras tu cuerpo que va cambiando y piensas que es algo decadente pero por dentro eres igual, sientes tus emociones como antes”.

Decía Coco Chanel que “la belleza comienza con la decisión de ser uno mismo”. Bien, pues yo siempre he pensado que su fortaleza (la de estas mujeres) no estaba, o está, en ser guapa, algo obvio, sino en sentírselo. Eso es lo que las hace, tremendamente, poderosas.