Titánica Emilia

Cuando 2021 llega casi a su final, no podía dejar pasar el año sin hablar, aunque sea un poquito, de una escritora titánica de la que hemos celebrado el primer centenario de su muerte. Puede parecer mentira que un personaje así de adelantado para muchas cuestiones muriese hace cien años, cuando aún en nuestros días convivimos con opiniones y conductas mucho más retrogradas y desfasadas.

Emilia Pardo Bazán, hija única y nacida en el seno de una familia aristocrática, tuvo la gran fortuna de contar con un padre que no sólo cuidó su exquisita educación sino que auspició en ella su igualdad frente al hombre. Y son pocas las mujeres en la historia de nuestro país que han paseado con tanto orgullo su condición de mujeres e iguales frente al hombre, moviéndose incluso en círculos bastante reservados a los varones.

Lectora voraz, amante de la literatura rusa, políglota, admiradora del naturalismo de Émile Zola y, sin embargo, convencida católica. No dudó, pese a esta condición cristina, en romper su matrimonio cuando su marido José Antonio de Quiroga le recriminó las constantes polémicas y revuelos que provocaban sus publicaciones. Su ansia de vuelo y libertad iba mucho más allá de una relación matrimonial y de lo que se esperaba de la mujer del siglo XIX. Con su vida demostró que no había nada por encima de su amor a la literatura.

Viajó por Europa y por toda España y se codeó con todos los grandes intelectuales y artistas del momento, recibiendo elogios y críticas a partes iguales. El célebre Clarín ridiculizaba sus pretensiones de entrar en la Real Academia de la Lengua, mientras que el emblemático Unamuno le brindó su amistad y admiración. Fue la primera mujer en hablar públicamente en la Sorbona de París y en pertenecer al madrileño Ateneo. Sin embargo, y pese a todos sus intentos, nunca se le abrieron las puertas de la Real Academia de la Lengua, que sí lo harían décadas después para Carmen Conde.

Cultivó todos los géneros, desde sus celebres novelas naturalistas: Los pazos de Ulloa o La madre naturaleza, a los artículos periodísticos, numerosos cuentos y poesía. Introdujo la novela policiaca en España, atreviéndose a criticar al mítico Sherlock Holmes, y la figura del proletariado en sus historias destacando el proceso industrial y las duras condiciones de los obreros.

Emilia fue todo lo que quiso ser pero, ante todo, una mujer libre con el espíritu inmenso de los grandes de nuestra Historia.

Complejo de Peter Pan

Leía por ahí, estos días, que “ser adulto ha sido el deseo más estúpido que tuve de niño”. Y es que todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos fantaseado con la idea de convertirnos en seres libres e independientes, dueños de nuestras decisiones y responsables, únicos, de nuestras vidas. Sin embargo, con los años uno aprende que la idílica madurez y su liberación no son más que un juego de sombras proyectadas que ocultan, al otro lado de la caverna, cierta sumisión al sistema que deriva en frustración, apatía y desengaño. Y es así como, en muchos casos, nos convertimos en anodinos adultos faltos de ilusión, motivación, empatía y humanidad, alejándonos de aquellos prometedores chiquillos.  

Es por estas fechas, con la llegada de la Navidad, cuando los insustanciales seres en los que, con bastante frecuencia, nos hemos transformado evocamos la alegría, el asombro y la admiración de aquellos años y recuperamos la esperanza de ser lo que un día quisimos en las vivencias de nuestros hijos. Sin duda, volver la infancia no es más que nostalgia pero quizás necesitemos de ésta para alterar nuestra monótona y letárgica supervivencia regresando a la esencia de lo que somos o perseguimos, pero olvidamos en el proceso de crecimiento, y así hacer más interesante y sustancial nuestra existencia.

Al madurar, incorporamos recursos y capacidades a nuestra experiencia vital que nos ayudan a desenvolvernos con éxito en un mundo más agresivo, competitivo y bastante más despiadado y cruel que el de nuestra infancia, pero también abandonamos procesos e instintos muchos más naturales, que son igual de relevantes, propios de aquella inocencia.

Con la edad somos más desconfiados y temerosos, más egoístas, mucho menos sensibles, menos inocentes y empáticos. Así lo veo y lo ‘sufro’ –también habrá quien me sufra a mí –en los últimos tiempos, descubriendo que aquello que pensábamos que “nos haría mejores” no ha sido del todo cierto. Tras una traumática experiencia colectiva como la que venimos resistiendo, hoy siento más irritación, enfado y mal humor generalizado en la gente. Falta mucha cercanía y tolerancia. Nos hemos vuelto demasiado prácticos y hemos desterrado, incluso de nuestros sueños, las grandes quimeras e ilusiones que teníamos de pequeños.

Yo, en ese sentido, me niego a crecer como ‘Peter Pan’, porque lejos de complejos e inmadurez, esa pizca de niñez e inocencia es la que, en este aciago y adverso escenario, a mí día a día me salva.

¿Dónde pongo mi árbol?

Tengo la sensación de que este año la Navidad se ha adelantado más que nunca. Si bien el pasado puente de diciembre viene siendo, para muchos, la fecha marcada en el calendario para comenzar con los arbolitos y belenes, en esta ocasión llevo viendo decoración navideña, en muchos perfiles de Facebook e Instagram, ya desde mitad de noviembre. Deben ser los deseos y anhelos de celebrar y festejar en familia y con amigos después del duro año de pandemia. Nos hemos anticipado para ganarle tiempo al adviento.

Sin embargo, en mi casa son otros los elementos que estos días presiden cada una de nuestras citas y encuentros. Nos hallamos a caballo entre un pequeño apartamento invadido de cajas y maletas y una preciosa y amplia vivienda que sigue siendo objeto de reforma, por lo que poner el idílico árbol de Navidad con el que, desde hace años, sueño es aún un imposible y una pérdida del poco tiempo que tenemos. Imaginé, después de una Pascua confinada, que este 2021 lo montaríamos y decoraríamos bajo el hueco de nuestra larga escalera, pero no creo que finalmente lleguemos a tiempo.

Sé muy bien lo que una mudanza supone. Sin pensarlo demasiado puedo recordar al menos diez u once. Una de las más aparatosas fue la que hacía en su día cuando dejaba la capital madrileña, después de cinco años de carrera, con el tendedero de la ropa atado a la baca del coche y la oportuna canción de Shakira sonando en bucle. La última fue muy contradictoria: a las incomodidades y urgencia de hacerla se sumaba que me llovió todos y cada uno de los días que estuve haciéndola; sin embargo, gracias a la ayuda y apoyo de buenas amigas cada porte, entre risas, se convirtió en una auténtica verbena.

Y al caos que éstas de por sí solas origina se suma que ahora la hacemos en familia. Asumo ya que pasaré más de un día en pijama y sin ducharme, que será imposible encontrar una camiseta o chaqueta concreta, que cenaremos exhaustos sobre una caja de cartón después de intentar reponer el orden y que iré a trabajar con lo que tenga más a mano sin detenerme demasiado en cómo me queda.

Pero, en medio de todo esto, sabré que construir ese nuevo hogar, con cada esfuerzo que ha supuesto, ya sea con árbol de Navidad o sin él, al final merecerá la pena.

Te llamaré Viernes 

Mis fines de semana

Desde hace algún tiempo, concretamente dos años, me cuesta más que nunca abordar novelas de grandes dimensiones, porque el cansancio con el que llego a la cama, que es cuando suelo dedicar un momento a la lectura más plácida y sosegada, no me deja más que avanzar un par de páginas por noche. Aún así, intento no abandonar este hábito y elegir pequeños libros de bolsillo amenos y rápidos, que normalmente me recomienda y me presta mi hermana (una lectora feroz). Esto hace que tenga en cuarentena y a medio leer algunos ejemplares orondos, pero a los que me niego a renunciar. Solo están a la espera de una época mejor.

Por esta falta de tiempo hay algo que tampoco suelo practicar, salvo alguna excepción contada, y es la relectura de alguna obra. Intuyo, quizás erróneamente, que tendrán menos que aportarme que una nueva pieza. Esto no significa que no haya grandes historias que, con gusto, volvería a rememorar; pero es tanto lo que aún me queda por descubrir que las sacrifico en pro de lo nuevo.

Sin embargo, hace solo unos días una noticia lograba que me replantease mi apuntalada práctica lectora. Fallecía la escritora Almudena Grandes. No he leído demasiadas obras suyas: ‘Malena es un nombre de tango’, ‘Atlas de geografía humana’ y ‘Te llamaré Viernes’. Historias de supervivientes, de frustración, de dolor y de soledad. No sé la razón pero tengo querencia por este tipo de relatos con personajes difíciles e intensos.

El último de los tres títulos fue el primero que leí de la autora madrileña y en aquel momento me marcó. Era bastante joven aún y, probablemente, aquella historia de amor compleja y completamente alejada de los arquetipos y modelos más románticos me acercó más que cualquier otro referente anterior a las realidades cotidianas. Me gustó la forma pausada en la que arranca la novela, tomando su tiempo para describir y descomponer para el lector a los personajes que serán, a mi juicio, la principal grandeza de este relato denso, invadido de adjetivos y de complicada lectura.

Así, pensé que, quizás, merecía la pena volver a revisarlo pensando en si, después de lo leído y lo vivido, volvería causar en mí la misma sensación. Posiblemente no. Sin embargo, si hoy no me conmueve no significa que ese no fuese mi libro, sino que éste no era su momento.

Sea como fuere, y en su memoria, la de una escritora comprometida y honesta, lo volveré a leer.

He pasado miedo

Yo también he pasado miedo. Aún habiendo sido, por lo general, un tanto aventurada e inconsciente también he experimentado cierta turbación, desconfianza y desasosiego al caminar sola por la noche y de madrugada. He fingido hablar por teléfono, he buscado la compañía o la presencia de otras mujeres o grupos en calles solitarias y he apretado con fuerza las llaves en la mano mientras hacía el trayecto de vuelta a casa. Me he sentido juzgada por mi aspecto y por la ropa que llevaba. Se han cuestionado mis capacidades profesionales por mi edad y, más aún, por mi género.

No suelo ni me gusta tratar temas especialmente polémicos y menos aún políticos, pero estos días me desconcertaba leer o escuchar ciertos comentarios que ridiculizaban la paridad que, con motivo del 25N, diferentes instituciones, organizaciones, asociaciones y una sociedad, casi, al unísono reclamaba para superar no solo ciertos roles y comportamientos que perpetúan la subordinación de la mujer, sino también para acabar con su expresión más cruel y salvaje. No entiendo la negación de una discriminación que resulta tan evidente y solo puedo considerarla como un síntoma más de este mal endémico que es la desigualdad de género.

Hace unos días leía el valiente comentario de un amigo que en su Facebook relataba la violencia que su madre había sufrido, hace años, por ser mujer separada. No se refería exclusivamente a la infringida (nunca físicamente) por su padre, sino también y, sobre todo, a la condena de una sociedad hipócrita que la señalaba y la denunciaba. Hoy, varias décadas después, siguen siendo las mujeres las marcadas y estigmatizadas (violada, maltratada…) con cierto sello de culpa, lo que infringe más dolor a las víctimas y a un entorno familiar roto y desgarrado, poniendo en evidencia lo oportuno y conveniente de seguir reivindicando.

He pasado miedo, pero éste nunca me ha paralizado. No ha sido un miedo irracional o inventado, como hay quien trata de mantener. Desafortunadamente, como otras muchas, he sufrido agresiones verbales, asaltos e incluso algunas otras experiencias mucho más amargas. Por desgracia, las 1.118 mujeres asesinadas (desde 2003) son reales. Y ésta no es más que una cara, la más terrible, de una violencia y una desigualdad que, lejos de no estar desterrada, crece entre los más jóvenes con conductas y estereotipos vejatorios, y con atroces violaciones y agresiones perpetradas, incluso, por menores. Y esto, hoy, me sigue dando miedo.