Te llamaré Viernes 

Mis fines de semana

Desde hace algún tiempo, concretamente dos años, me cuesta más que nunca abordar novelas de grandes dimensiones, porque el cansancio con el que llego a la cama, que es cuando suelo dedicar un momento a la lectura más plácida y sosegada, no me deja más que avanzar un par de páginas por noche. Aún así, intento no abandonar este hábito y elegir pequeños libros de bolsillo amenos y rápidos, que normalmente me recomienda y me presta mi hermana (una lectora feroz). Esto hace que tenga en cuarentena y a medio leer algunos ejemplares orondos, pero a los que me niego a renunciar. Solo están a la espera de una época mejor.

Por esta falta de tiempo hay algo que tampoco suelo practicar, salvo alguna excepción contada, y es la relectura de alguna obra. Intuyo, quizás erróneamente, que tendrán menos que aportarme que una nueva pieza. Esto no significa que no haya grandes historias que, con gusto, volvería a rememorar; pero es tanto lo que aún me queda por descubrir que las sacrifico en pro de lo nuevo.

Sin embargo, hace solo unos días una noticia lograba que me replantease mi apuntalada práctica lectora. Fallecía la escritora Almudena Grandes. No he leído demasiadas obras suyas: ‘Malena es un nombre de tango’, ‘Atlas de geografía humana’ y ‘Te llamaré Viernes’. Historias de supervivientes, de frustración, de dolor y de soledad. No sé la razón pero tengo querencia por este tipo de relatos con personajes difíciles e intensos.

El último de los tres títulos fue el primero que leí de la autora madrileña y en aquel momento me marcó. Era bastante joven aún y, probablemente, aquella historia de amor compleja y completamente alejada de los arquetipos y modelos más románticos me acercó más que cualquier otro referente anterior a las realidades cotidianas. Me gustó la forma pausada en la que arranca la novela, tomando su tiempo para describir y descomponer para el lector a los personajes que serán, a mi juicio, la principal grandeza de este relato denso, invadido de adjetivos y de complicada lectura.

Así, pensé que, quizás, merecía la pena volver a revisarlo pensando en si, después de lo leído y lo vivido, volvería causar en mí la misma sensación. Posiblemente no. Sin embargo, si hoy no me conmueve no significa que ese no fuese mi libro, sino que éste no era su momento.

Sea como fuere, y en su memoria, la de una escritora comprometida y honesta, lo volveré a leer.

He pasado miedo

Yo también he pasado miedo. Aún habiendo sido, por lo general, un tanto aventurada e inconsciente también he experimentado cierta turbación, desconfianza y desasosiego al caminar sola por la noche y de madrugada. He fingido hablar por teléfono, he buscado la compañía o la presencia de otras mujeres o grupos en calles solitarias y he apretado con fuerza las llaves en la mano mientras hacía el trayecto de vuelta a casa. Me he sentido juzgada por mi aspecto y por la ropa que llevaba. Se han cuestionado mis capacidades profesionales por mi edad y, más aún, por mi género.

No suelo ni me gusta tratar temas especialmente polémicos y menos aún políticos, pero estos días me desconcertaba leer o escuchar ciertos comentarios que ridiculizaban la paridad que, con motivo del 25N, diferentes instituciones, organizaciones, asociaciones y una sociedad, casi, al unísono reclamaba para superar no solo ciertos roles y comportamientos que perpetúan la subordinación de la mujer, sino también para acabar con su expresión más cruel y salvaje. No entiendo la negación de una discriminación que resulta tan evidente y solo puedo considerarla como un síntoma más de este mal endémico que es la desigualdad de género.

Hace unos días leía el valiente comentario de un amigo que en su Facebook relataba la violencia que su madre había sufrido, hace años, por ser mujer separada. No se refería exclusivamente a la infringida (nunca físicamente) por su padre, sino también y, sobre todo, a la condena de una sociedad hipócrita que la señalaba y la denunciaba. Hoy, varias décadas después, siguen siendo las mujeres las marcadas y estigmatizadas (violada, maltratada…) con cierto sello de culpa, lo que infringe más dolor a las víctimas y a un entorno familiar roto y desgarrado, poniendo en evidencia lo oportuno y conveniente de seguir reivindicando.

He pasado miedo, pero éste nunca me ha paralizado. No ha sido un miedo irracional o inventado, como hay quien trata de mantener. Desafortunadamente, como otras muchas, he sufrido agresiones verbales, asaltos e incluso algunas otras experiencias mucho más amargas. Por desgracia, las 1.118 mujeres asesinadas (desde 2003) son reales. Y ésta no es más que una cara, la más terrible, de una violencia y una desigualdad que, lejos de no estar desterrada, crece entre los más jóvenes con conductas y estereotipos vejatorios, y con atroces violaciones y agresiones perpetradas, incluso, por menores. Y esto, hoy, me sigue dando miedo.