El dolor de una madre

Llevo dos días que no me la quito de la cabeza, pese a que ni la conozco. Es más, no sé ni siquiera cuál es su aspecto. Pero aún así puedo concebir perfectamente su hondo dolor. Esta semana, una familiar de unos amigos de ‘El hombre del Renacimiento’ daba a luz a dos gemelos preciosos: Enzo y Alejandro en un parto que se reveló bastante difícil. Aunque los pequeños nacieron sanos y en perfecto estado, la madre tuvo que ser intervenida de urgencia tras el alumbramiento, y mientras escribo esto aún permanece ingresada en la Unidad de Cuidados Intensivos. Fuera ya de peligro, eso sí, gracias a Dios.

Imagino cual debe ser el dolor de una madre a la que separan de sus hijos nada más nacer, cuando lo único que quieres en ese momento es mirarlos, tocarlos y tenerlos. Intuyo cual debe ser el sufrimiento de una madre sin poder contemplarlos y sin saber cómo estarán sus pequeños. Sin poder amamantarlos, ni arroparlos, ni asomarte a la cuna a intervalos de cinco minutos para comprobar que efectivamente siguen respirando. Sospecho que la madre está sufriendo más por ellos que por su propio estado, aunque es ella, sin duda, la que ha corrido más riesgos. Y lo sé porque también durante este tiempo, una amiga ha vivido una situación de bastante tribulación y desasosiego, pero lo que más le importaba era pensar que sería de su hija si/mientras ella necesitaba tratamiento.

Y sé como sienten porque yo ahora puedo comprenderlo. Las madres, por el hecho de serlo, formamos parte de forma tácita de un club en el que prima, sobre todo, la empatía, la filiación y, muchas veces, el respeto. Mi nueva dimensión me ha acercado a otras mujeres con las que no había cruzado, apenas, palabra y, sin embargo, ahora a menudo comparto comentarios, recomendaciones, anécdotas y secretos. Con algunas será dilatado lo que nos distancia, pero muy grande, mucho más grande, lo que nos acerca. Además de entender la falta de tiempo, las duchas a medias y el dormir con desvelo.

Ser madre te arroga una responsabilidad que va mucho más allá de tu propio ser y de tu cuerpo. Convertirse en madre es como mirar desde un precipicio al vacío del universo: fascinante y aterrador al mismo tiempo. Jamás en tu vida sentirás así el temor y el miedo porque por fin entiendes como puede ser el dolor de una madre de profundo y denso. 

Cuando fuimos los mejores

Pese a que me hago mayor, se notan las arrugas y salen algunas canas, me sigue gustando cumplir años. Siempre me ha gustado. Ahora, evidentemente, no lo vivo con el entusiasmo propio de la infancia o el jolgorio oportuno de la adolescencia y, reconozco, que si puedo evitar decir el número… no dudo en hacerlo. Sin embargo, disfruto de mirar atrás y valorar todo lo que he hecho y ha pasado a lo largo de este tiempo. Y, sobre todo, supone un momento de reencuentro con aquellas personas que han estado en tu vida y que, de algún modo, siguen estando pero con quienes, por falta de tiempo y vidas disparejas, se hace difícil el tropiezo.

Esta semana cumplía años -37 para los más curiosos –y como es habitual recibía numerosas felicitaciones a través de diversos medios. Incluso mi sobrino, de tan solo 6 años, se estrenaba con los mails mandando a su ‘tata’ su primer correo. Pero, como digo, son los saludos de aquellos con los que no tengo relación frecuente los que recibo con más agrado y regodeo. Me evocan aquellos días que, aunque ya quedan lejos, fueron parte de nuestra historia y nos dejaron tantos recuerdos.  

Recuerdos que me traen a la memoria aquel temazo de Loquillo que cantamos en noches de exaltación de la amistad y desenfreno. ‘Cuando fuimos los mejores’ y “los bares no cerraban”, “las camareras nos mostraban la mejor de sus sonrisas en copas llenas de arrogancia”, “el dinero se gastaba” y “la vida no se apagaba”. Cuando fuimos los mejores y vivíamos durante la noche algunos de nuestros mejores momentos. Años de volver a casa con el sol ya en el cielo, de cantar en los portales y de no necesitar dormir para seguir existiendo. Aún tengo amigos de esos, con los que hoy tengo vidas paralelas, que difícilmente se cruzan, pero que en su día fueron perpendiculares formando cada noche un ángulo recto.

Pero aunque pueda parecerlo, no es esto un lamento. Aunque ahora cante como Sabina cuando digo que “ya no cierro los bares, ni hago tantos excesos”, lo que trato de hacer es más bien una exaltación de aquellos recuerdos. No quiero ser como el Dorian Gray, de Óscar Wilde, que rechaza lo que ve en el espejo. Quiero seguir mirándome y sonreír cada año ante lo que veo.

Meter el dedo en la llaga

Siempre he sido muy escéptica. He necesitado ver las cosas no solo para creerlas, sino también para entenderlas. Quizás también por eso me han gustado más las letras, porque las ciencias explican teorías y conceptos que uno no puede ver y que, además, están lejos del simbolismo –propio de la filosofía, las artes y las letras- que no es más que una forma de representar y hacer visible aquello que no se divisa. Así, puedo entender qué es la belleza, el dolor, la vida e incluso la muerte, porque su representación es perceptible, sin embargo los átomos, π, la relatividad o los agujeros negros se encuentran a años luz, nunca mejor dicho, de lo que puede procesar mi mente.

Reconozco que a veces he deseado ser más crédula porque hay cosas que así resultan más sencillas. Pero yo, como Santo Tomás, he necesitado la llaga para ofrecer mi confianza. Por eso con la religión he tenido mis más y mis menos porque aún queriendo creer no veía y cuando ves, a veces, es difícil creer en lo que estás viendo. Pese a todo esto, nunca me he revelado atea, ni siquiera agnóstica. De nuevo como Santo Tomás, pero en esta ocasión de Aquino, he querido creer en un motor primero, una causa incausada, un primer ser necesario, perfecto y/o inteligente –las cinco vías de su Suma Teológica – aunque a mí también me haya costado saber cómo denominarlo.

Siempre he estado más cerca del dios cristiano que de cualquier otro. Lógicamente por cultura, educación y simpatía personal, no hay por qué negarlo. He crecido con las historias de la Biblia y de personajes humildes, bondadosos, carismáticos y sabios –del Antiguo Testamento -que realizaban proezas al ser los elegidos y estando Dios de su lado. Pero sin duda es la semblanza de Jesucristo por la que más me he inquietado y preguntado. En esta sociedad egoísta es casi un escándalo hablar de renuncia. Es un mensaje completamente revolucionario.

Pero incluso a pesar de estas ganas de creer para fiar han sido necesarias mis llagas. Confieso que hacía mucho que no rezaba pero cada vez que me he visto asustada, sobrepasada o angustiada el hablar con este Ser o Causa Incausada reconozco que me ha devuelto la paz y el sosiego que en ese momento mi alma necesitaba. Aún recuerdo cuando nació mi hijo y la alegría y el pánico se mezclaban y llorando pedía a quien desde arriba me escuchara que me diese la fuerza que no tenía y la vida necesaria.

La importancia de llevar bolso

He vuelto al trabajo. Después de diez meses de baja por maternidad, lactancia y excedencia, correlativamente, esta semana volví a abrir la puerta de mi despacho. Y, aunque estos periodos a las mamás siempre se nos harán cortos, me sentí como si llevara años sin hacerlo. Han pasado tantas cosas en mí desde aquel momento en el que lo cerré por última vez que es como si hubiera transcurrido una vida. Y es que jamás seré ya la que meses atrás echó aquella llave. La maternidad es el cambio más brutal que podría haber experimentado.

Confieso que he pasado mi verano contrariada. Sin poder quitarme de la cabeza el momento de la desmembración. Durante sus primeros meses de vida, apenas nos separábamos para que yo hiciese pipí. Con el tiempo aprendí a estar sin él una media de dos horas, y lo echaba de menos. Aún recuerdo el día de mi examen final en la Escuela Oficial de Idiomas cuando la profesora encargada de vigilar a mi grupo me advirtió que si volvía a mirar el móvil tenía que expulsarme de la clase. No se podía hacer una idea de la ansiedad que me provocaba estar cinco horas sin saber de él.

Sin embargo, conforme se acercaba el momento, una parte de mí empezaba a sentir algo distinto. La necesidad de sentirme yo, pero un yo unipersonal. Así que el día de mi regreso madrugué, me duché, me arreglé el pelo y me maquillé, incluso los labios y eso que ahora con las mascarillas es absurdo. Me tomé mi café antes de que nadie más en la casa se levantase. Y conseguí arreglar todo lo que el bebé demanda. Y allí estaba yo, con mis tacones rojos, mi maletín y mi bolso –llevo casi un año sin utilizarlo porque todo cabe en la mochila del carro -esperando que llegase la hora de partir. Una vez en el trabajo me sentí bien: productiva, solvente y en forma. Por muchos meses que hubieran pasado comprobé que aún seguía en la onda.

Sin embargo, no pude evitar la temida ‘ansiedad por desapego’, pero no la del bebé, sino la mía –éste es un trastorno que sufren los pequeños a partir de ciertos meses cuando estar lejos de sus padres les produce un verdadero sufrimiento -. Coordinaba mis tareas y cumplía con mis quehaceres pero no dejaba de mirar el teléfono. Supongo que es natural pensar que nadie lo protegerá como yo lo protejo, pero entiendo que con el tiempo comprobaré que está bien y yo disfrutaré de llevar bolso de nuevo.

Sin descanso ni tiempos muertos

Ser madre te cambia la vida. Eso lo hemos repetido todas hasta rozar el hartazgo de los que nos rodean. Y lo hace para bien, en general; aunque haya cosas que eches de menos, noches y escapadas de chicas que perderse y, además, jamás vuelvas  a dormir del tirón como lo hacías antaño. Yo lo he notado especialmente en dos características fundamentales que se repiten, desde entonces, en mi día a día: no consigo acabar la jornada sin alguna mancha en mi ropa y me he vuelto increíblemente productiva y eficiente. 

El otro día lo comentaba con una amiga y también madre: conseguimos hacer más incluso en menos tiempo. Desde que he vuelto al trabajo- hace tan solo una semana pero me ha bastado como muestra para demostrarlo empíricamente -cuando dan las diez de la mañana he hecho tantas cosas que me canso solo pensarlas. Además de levantarme, desayunar, ducharme, vestirme y maquillarme, que solía ser mi rutina, salgo de casa con un lavavajillas sacado y otro puesto, los biberones de la noches anterior fregados, un pañal cambiado y la primera toma de mi pequeño. A eso le sumo que conduzco unos 20 minutos hasta llegar a mi puesto de trabajo más todo lo que en este después desempeño. Los números no fallan, llevo a cabo muchas más tareas en el mismo periodo de tiempo. 

Es por eso que no entiendo -además de que no lo comparto -la política de muchas empresas de no contratar madres o despedirlas por el hecho de serlo cuando están dejando fuera de su staff quizás uno de los puntos fuertes para su productividad y buen funcionamiento. Que no nos hablen a nosotras de aprovechar el tiempo, de optimizar recursos y de evitar el ‘procastinamiento’. Para nosotras no existen los tiempos muertos. Yo incluso he aprendido a mecer el carrito con el pie para aprovechar sus siestas y así poder seguir escribiendo.

Pero esta eficiencia tiene un precio y es que queremos que todos estén a nuestro nivel y quizás, a veces, en casa exigimos más de lo que debemos. Hace un par de años viajé con esta misma compañera, por motivos de trabajo, fuera del pueblo y entonces las demás alucinamos con el destierro al que sometió a sus dos hijos a la cama del padre porque las suyas estaban ocupadas con los looks que debían vestir cada día mientras durase su ausencia. Con cartelito incluido para que no hubiera lugar a imprecisión o equívoco en su atuendo. Sin embargo, estando allí las fotografías que nos llegaban de los pequeños no seguían el riguroso protocolo que la madre había dispuesto. Así que llamó enfadada al responsable de semejante atropello. El padre, tranquilo, se limitó a contestar que no estaba haciendo las cosas mal, simplemente diferentes y a su modo las estaba haciendo. Y es que a veces las mamas tenemos que relajarnos un poco y darnos cuenta que en equipo se disfruta mucho más del juego.