Cuando la vida arrecia

A veces hay palabras que consiguen romperte por dentro. Me imagino que conocen esa sensación, la de estar ahogándose en la propia represión del llanto. Como si llorar fuese peor que esa horrible sensación de asfixia con la que intentamos vivir por miedo. Por miedo, simplemente, a llorar. Sin embargo, por mucho que uno huya llega el momento en el que algo o alguien te rompe.

Cuatro palabras, con su pausa, conseguían que yo lo hiciera hace unos días: ‘La vida arrecia, ingobernable’. Leía este comentario a una maravillosa foto en el perfil de Instagram del escritor Miki Naranja –a quien sigo desde hace un tiempo por la elegancia, la sencillez y la sutileza de sus poemas y, debo confesar, por su relación nupcial con la también escritora e ilustradora Lucía Be, a quien seguía de antes-. En su caso, la vida arrecia de verdad, pero sin hacerles zozobrar. En otros casos los envites no vienen en forma de temporal , sino como constantes brisas que pueden socavar nuestra nave. A veces, no se trata de la intensidad sino de la persistencia.

Vivimos tiempos convulsos, inciertos y disparatados. Tiempos en los que hay familias y hogares viviendo auténticos dramas que estamos empezando a deshumanizar, por ordinarios. La muerte y la soledad, dos de los horizontes más horribles, se han convertido en nuestra cotidianeidad. En estos casos es difícil hablar de ánimos, de fuerzas para seguir adelante y cualquier mantra de las últimas corrientes de psicología positiva suena a ofensa para quien lo sufre. Su abatimiento está justificado. Pero qué hay de los demás. Los que sin grandes tragedias o fatalidades, gracias a dios, también cohabitamos día a día con la enfermedad y con los miles de desventuras que el vivir implica. Tenemos mucho que agradecer, pues ninguna ventisca ha sacudido nuestra nave, pero acaso el viento suave, por persistente, no es capaz de horadar de igual modo.

De un tiempo a esta parte vivimos con el miedo a nuestro lado. Con la constante sensación de estar acorralados. Con planes y proyectos frustrados. Con familias a las que ver de lejos y sin contacto. Con la sensación inmutable de estar perdiendo algo, perdiendo la vida, o al menos unos años. Yo, hacía mucho tiempo que no buceaba en este desánimo pero confieso que  ando un poco desmoralizada. El tiempo pasa factura –ya son muchos meses- y ésta no será barata, porque mucho se habla de la crisis económica y sanitaria, pero a mí me preocupa también la crisis psicológica y emocional, porque esta situación nos ha privado de tantas cosas comúnmente extraordinarias, que solo espero que, cuando sople el viento de cara, lo volvamos a apreciar.

Necios y villanos

‘Sacra Conversatio’ – Marco Gomariz. Expuesta en Circulo Artístico 1911

Hay determinadas faltas de pudor que me causan tremendo sonrojo. Y no me refiero a quienes ‘enseñan más de la cuenta’ pues un desnudo es mucho más limpio, bello y benigno que según que manifestaciones o creencias. Y es que sigo descubriendo, con enorme perplejidad, como hay a quien no le cuesta verter determinadas opiniones en foros no solo públicos sino de magna trascendencia, como son las redes sociales. Su falta de pudor, su barbarie e incultura y, en muchos casos, la más absoluta ausencia de respeto y decoro, consigue provocarme vergüenza ajean. No logro entender como, tan gratuitamente, se convierten en esclavos de sus palabras; incluso quienes presumen de cierta ilustración, saber estar y prudencia.

Ya a finales de Los Sesenta Andy Warhol  adelantaba, en este caso aludiendo a la popularización de la televisión, que: “Todo el mundo tendrá sus quince minutos de fama”. Y, verdaderamente, no se equivocaba. Pero era un visionario, no ha sido la televisión el medio más democrático, sino las redes sociales las que han permitido dar a cualquier necio o villano su audiencia. Y es que tener una opinión no es sinónimo de capacidad o solvencia para exponerla.

Y así identificamos a los primeros. Aquellos estúpidos que pretenden balbucir de todo, con tal falta de rigor, que ellos solos, sin necesidad de réplica, se ponen en evidencia. Estos perfiles se caracterizan por ‘entrarle a todo’, como el borracho de discoteca, contestando a cualquier tipo de comentario venga de dónde venga, utilizando lugares comunes, dando datos, cifras y estudios de dudosa existencia y con una ortografía bastante incorrecta. Estos provocan, sobre todo, mi sorpresa al comprobar cuán osada puede ser la ignorancia.

En cuanto a los villanos también encuentran en éstas su contexto y escenario para delinquir con cierta impunidad y picaresca. Mi debilidad son los que las utilizan para mandar mensajes cifrados, o no tanto, por ejemplo a sus ex-parejas. No se dan cuenta que ya dejaron atrás, hace años, la adolescencia. También están los abusones que intentan menoscabar la imagen de quienes no les hacen caso o consideran, haciendo pasar un mal trago a la víctima, que suele ser alguien con trascendencia, para lo que utilizan un lenguaje soez y palabras obscenas y groseras.  Esta misma semana, agredían a una famosa presentadora y compañera que, tras meses de acoso, hacía público su hartazón también a través de su perfil en una de éstas. Y aunque con las horas este ‘señor’ había eliminado el desacertado enjuiciamiento, no se puede esconder una falta de respeto así detrás de un mal día o un mal momento.

Va a sonar impopular pero yo, a veces, impondría el silencio por imperativo ante la falta de silencio por prudencia.  

Tener un huerto

Tener un huerto está de moda. De unos años atrás hasta nuestros días se ha venido generalizando una tendencia, sobre todo en grandes ciudades, que ofrece la posibilidad de alquilar pequeños huertos urbanos para hacer ‘prácticas’ de agricultor. Suelen ser terrenos municipales que están en el extrarradio o cinturón de la urbe y en los que se decide segmentar el espacio en  pequeñas parcelas que se ceden o alquilan a los aprendices de hortelanos, en muchos casos gente joven atraída por esta tendencia o mayores que buscan una forma de pasar el tiempo. Hay quien incluso decide montar uno en su terraza con un tutorial de Youtube. Aunque como en todas las modas en esto también haya un poco de ‘postureo’ me parece una corriente muy chula.

En primer lugar, es una forma de crear zonas verdes en medio de las metrópolis, pequeños oasis de naturaleza en los que además se ejercita y se promueve un ocio sostenible y ecológico.  Además, es una práctica económica, al aire libre –muy importante ahora en tiempos de COVID-, que libera estrés y crea comunidad entre los ‘terratenientes’; además de muchos otros valores.

Cuando conocí a ‘Mi hombre del Renacimiento’ venía con un huerto de serie, pero, en este caso y comparado con los mini-huertos urbanos, lo suyo era casi un latifundio. La verdad que yo, más de ‘El Corte Inglés’ que de la huerta, desconocía los principios básicos para mantener aquello con vida, pero poco a poco y gracias a su paciencia he ido descubriendo los beneficios y los secretos de cultivar.  Para empezar, cuidar un huerto supone un enorme ejercicio de persistencia, pues de la siembra a la recolecta pueden pasar muchos meses. Es más, para poder ver el fruto de algunos árboles, por ejemplo, uno necesitará años. Y esto es algo que últimamente comparo bastante con la maternidad. Es un bonito símil para entender qué estamos ‘sembrando’ en nuestros hijos y el fruto que esto, tarde o temprano, dará.

Además, cultivar nos conecta con muchos de nuestros antepasados, recuerdo como mi abuela nos contaba sus historias de cuando en otros tiempos ella iba a segar. Promueve un estilo de vida saludable a través de un ocio responsable con el medio ambiente y una alimentación con producto local y ecológico. Es un escenario estupendo para compartir tiempo y educar…

Pero una de las que más me gusta es la de ver, sentir y poder oler la estacionalidad. Descubrir con los sentidos cómo del verano al invierno cambia cada rincón del pequeño vergel privado que estamos construyendo para la eternidad.

Nada que ponerme

No tengo nada que ponerme, es una de esas frases que todas hemos dicho alguna vez y que en muy pocas ocasiones significa literalmente lo que estamos manifestando. Yo no suelo utilizar el doble sentido en mis afirmaciones, tiendo a ser bastante clara y directa con lo que quiero o intento expresar. Sin embargo, he de reconocer que también he caído en esta práctica. Confieso que hacía años que no la utilizaba, fundamentalmente porque sería un despropósito hacerlo con el armario que tengo –guardo (o más bien colecciono) ropa desde mi época de universidad. Es lo bueno de cuidar las prendas y no cambiar de talla -, aunque durante mi adolescencia fue un ‘must’ en las conversaciones con mis amigas.

Recientemente recuperaba esta expresión tras el alumbramiento. Y es que si hay algo que pueda alterarte las hormonas al nivel de la adolescencia eso es el postparto, que hace estragos con nuestros cuerpos pero también con las emociones. ¡Y yo que pensé que nunca volvería a la edad del pavo! En esta ocasión la acepción era probablemente una de las más utilizadas, no se trata de que en tu vestidor haya más o menos conjuntos o estilismos, como se dice ahora, adecuados para tus necesidades, es más bien una falta de autoestima encubierta o rechazada. No es que no tuviese nada que ponerme, más bien se trataba de que no era capaz de verme bien con nada. Amén de que por aquel entonces las prendas me quedaban bastante más apretadas. La prueba irrefutable de esta teoría está en que con el mismo ‘look’ me he sentido tan diosa como ridícula en según qué ocasiones. Porque no se trata del modelito sino de la seguridad (o la falta de la misma) con la que lo llevaba.  

Pero este no es más que otra de las pruebas que afronta una post-embarazada. La maternidad no es fácil, desde luego, una suma a ‘sus cosas’ la responsabilidad de sacar un bebé adelante colmada de miedos, dudas y ansiedades; la falta de ayuda para conciliar la vida de madre con cualquier otra faceta que antes se ejercitara; la incomprensión, muchas veces, de pareja y familia cercana y la nueva organización de una vida en la que da la sensación que no eres más que una invitada, donde todo te parece extraño y a la que tendrás que adaptarte de la noche a la mañana. Pero, el trance se pasa y resurgimos de nuevo más fuertes, más enérgicas y más reforzadas. Siendo una nueva versión de nosotras, si cabe, mejorada. Y, por que no decirlo, con el tiempo y una vez la figura recuperada, con un armario lleno de prendas que sentiremos como recién estrenadas en cada paso firme de esta nueva etapa.

Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto

Por nuestro estilo de vida la muerte no es un asunto que nos interese demasiado. En general, hablamos poco de nuestra propia muerte. Es un asunto que solemos esquivar y por el que, solo cuando no nos queda más remedio, pasamos de puntillas para manifestar algún último legado o voluntad. No ocurre así en otras culturas en las que la muerte es un estadio más de la propia vida y en las que incluso se la despoja del fuerte componente lúgubre y sombrío que posee para nosotros. Sin embargo, ya que no elegimos cómo nacer sería muy interesante y pedagógico poder elegir cómo queremos morir –en el sentido más emocional e incluso ceremonial o protocolario-.

Reflexionaba sobre esto hace unos días cuando, pese a este tabú occidental, descubrí, por casualidad, que a Facebook no se le escapaba que miles de perfiles irán quedando con los años sin actividad. Así, esta red social ahora incluye la opción de nombrar un contacto de legado, alguien que administraría tu cuenta tras tu fallecimiento. Y está muy bien pensado, porque éste es un bien más y si decidimos concienzudamente a quién ceder todas nuestras pertenencias no es menos importante pensar en el legado inmaterial. Yo esto si lo había considerado, quizás porque en mi caso lo intangible, a día de hoy, supera en valor a lo material.

Y pensando en la muerte, en la mía –que espero no llegue demasiado pronto, sobre todo por la criatura que aún tengo que criar –asumí que teniendo ésta que llegar mejor decidir cómo quería afrontarla para que incluso en ese momento, que debería ser tan personal, se me pudiese identificar a mí, por encima de lo que pudiesen considerar los demás, que en estos casos suelen ser los que al final deciden ante la evidente ausencia de voz del protagonista organizando cómo actuar.

Me acordé entonces también de una copla que escuchaba en la infancia ‘Vasija de Barro’ y que comenzaba así: “Yo quiero que a mi me entierren como a mis antepasados, en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro”. Debe ser éste uno de los temas ecuatorianos más conocidos, pero pocos saben que nació de una noche de borrachera y que salió de las diferentes manos de varios poetas, pintores y artistas. En ese momento decidí que como en esta canción quiero ser yo quien escriba mi propia muerte eligiendo cómo quiero que de mi hablen cuando mi voz solamente sea eco de esta inmensidad.