Tener un huerto

Tener un huerto está de moda. De unos años atrás hasta nuestros días se ha venido generalizando una tendencia, sobre todo en grandes ciudades, que ofrece la posibilidad de alquilar pequeños huertos urbanos para hacer ‘prácticas’ de agricultor. Suelen ser terrenos municipales que están en el extrarradio o cinturón de la urbe y en los que se decide segmentar el espacio en  pequeñas parcelas que se ceden o alquilan a los aprendices de hortelanos, en muchos casos gente joven atraída por esta tendencia o mayores que buscan una forma de pasar el tiempo. Hay quien incluso decide montar uno en su terraza con un tutorial de Youtube. Aunque como en todas las modas en esto también haya un poco de ‘postureo’ me parece una corriente muy chula.

En primer lugar, es una forma de crear zonas verdes en medio de las metrópolis, pequeños oasis de naturaleza en los que además se ejercita y se promueve un ocio sostenible y ecológico.  Además, es una práctica económica, al aire libre –muy importante ahora en tiempos de COVID-, que libera estrés y crea comunidad entre los ‘terratenientes’; además de muchos otros valores.

Cuando conocí a ‘Mi hombre del Renacimiento’ venía con un huerto de serie, pero, en este caso y comparado con los mini-huertos urbanos, lo suyo era casi un latifundio. La verdad que yo, más de ‘El Corte Inglés’ que de la huerta, desconocía los principios básicos para mantener aquello con vida, pero poco a poco y gracias a su paciencia he ido descubriendo los beneficios y los secretos de cultivar.  Para empezar, cuidar un huerto supone un enorme ejercicio de persistencia, pues de la siembra a la recolecta pueden pasar muchos meses. Es más, para poder ver el fruto de algunos árboles, por ejemplo, uno necesitará años. Y esto es algo que últimamente comparo bastante con la maternidad. Es un bonito símil para entender qué estamos ‘sembrando’ en nuestros hijos y el fruto que esto, tarde o temprano, dará.

Además, cultivar nos conecta con muchos de nuestros antepasados, recuerdo como mi abuela nos contaba sus historias de cuando en otros tiempos ella iba a segar. Promueve un estilo de vida saludable a través de un ocio responsable con el medio ambiente y una alimentación con producto local y ecológico. Es un escenario estupendo para compartir tiempo y educar…

Pero una de las que más me gusta es la de ver, sentir y poder oler la estacionalidad. Descubrir con los sentidos cómo del verano al invierno cambia cada rincón del pequeño vergel privado que estamos construyendo para la eternidad.

Nada que ponerme

No tengo nada que ponerme, es una de esas frases que todas hemos dicho alguna vez y que en muy pocas ocasiones significa literalmente lo que estamos manifestando. Yo no suelo utilizar el doble sentido en mis afirmaciones, tiendo a ser bastante clara y directa con lo que quiero o intento expresar. Sin embargo, he de reconocer que también he caído en esta práctica. Confieso que hacía años que no la utilizaba, fundamentalmente porque sería un despropósito hacerlo con el armario que tengo –guardo (o más bien colecciono) ropa desde mi época de universidad. Es lo bueno de cuidar las prendas y no cambiar de talla -, aunque durante mi adolescencia fue un ‘must’ en las conversaciones con mis amigas.

Recientemente recuperaba esta expresión tras el alumbramiento. Y es que si hay algo que pueda alterarte las hormonas al nivel de la adolescencia eso es el postparto, que hace estragos con nuestros cuerpos pero también con las emociones. ¡Y yo que pensé que nunca volvería a la edad del pavo! En esta ocasión la acepción era probablemente una de las más utilizadas, no se trata de que en tu vestidor haya más o menos conjuntos o estilismos, como se dice ahora, adecuados para tus necesidades, es más bien una falta de autoestima encubierta o rechazada. No es que no tuviese nada que ponerme, más bien se trataba de que no era capaz de verme bien con nada. Amén de que por aquel entonces las prendas me quedaban bastante más apretadas. La prueba irrefutable de esta teoría está en que con el mismo ‘look’ me he sentido tan diosa como ridícula en según qué ocasiones. Porque no se trata del modelito sino de la seguridad (o la falta de la misma) con la que lo llevaba.  

Pero este no es más que otra de las pruebas que afronta una post-embarazada. La maternidad no es fácil, desde luego, una suma a ‘sus cosas’ la responsabilidad de sacar un bebé adelante colmada de miedos, dudas y ansiedades; la falta de ayuda para conciliar la vida de madre con cualquier otra faceta que antes se ejercitara; la incomprensión, muchas veces, de pareja y familia cercana y la nueva organización de una vida en la que da la sensación que no eres más que una invitada, donde todo te parece extraño y a la que tendrás que adaptarte de la noche a la mañana. Pero, el trance se pasa y resurgimos de nuevo más fuertes, más enérgicas y más reforzadas. Siendo una nueva versión de nosotras, si cabe, mejorada. Y, por que no decirlo, con el tiempo y una vez la figura recuperada, con un armario lleno de prendas que sentiremos como recién estrenadas en cada paso firme de esta nueva etapa.