Burda algarabía

No diré que la humanidad me ha decepcionado, porque suena demasiado tremendista y porque por mi vida han pasado, y siguen pasando, personas extraordinarias y no deben pagar justos por pecadores. Sin embargo, sí es cierto que cada día percibo con mayúsculo asombro un altísimo grado de irritabilidad, egocentrismo e ingratitud generalizado. No soy experta en sociología por lo que no sabría identificar las causas pero, desde luego, no me gustan las consecuencias.

Se olvidan a diario, por completo, los principios de respeto, educación y civismo que deben regir la convivencia –pacífica- entre personas. Nos dirigimos a los demás (y uso el plural mayestático por corrección) con agresividad e insolencia en cualquier contexto y sobre cualquier asunto. Interactuamos desde una posición de defensa, cuando quizás aún no ha habido ataque ni lo habrá. Hemos copiado las peores formas de los programas de ‘prime time’ en televisión y nos hemos convertido en maleducados y groseros tertulianos que viven de la crítica, la burla y la murmuración.

Además, nos hemos instalado en la intolerancia y la intransigencia y todo nos molesta; desde los ladridos del perro del vecino, el ruido de la puerta de garaje del de al lado o cualquier contrariedad que pueda producirse en nuestro entorno incluso de forma accidental. En los restaurantes y cafeterías, muchos comensales, te miran mal tan solo al verte entrar con un niño. Y que conste que yo soy de las que trato de que mi hijo no resulte molesto para nadie, de una forma razonable.

En este contexto, las redes sociales, como altavoz que son, han favorecido la proliferación de este tipo de mensajes de encono y enemistad resultando la plataforma perfecta para aquellos sin demasiados argumentos sólidos pero con manifiesta beligerancia y mucho rencor. Me resulta incomprensible como hay quien se retrata en las mismas, usando sus perfiles personales o incluso escribiendo en perfiles más públicos y notorios, con semejantes testimonios y peor vocabulario. Me producen sonrojo.

Y es que pienso que aquellos que gozan de pruebas y argumentos no suelen hacer uso de esa hostilidad porque no la necesitan, sus razones son de justicia y no necesitan entrar a la gresca. Ni que decir tiene que también pienso que cualquiera con cierta educación huye horrorizado de tan ordinaria y vulgar algarabía y enredo.

Si al comienzo decía que desconocía las causas, tampoco tengo receta mágica para la solución; pero debe pasar, sin duda, por un autoexamen de conciencia y mucha más empatía y humanidad. Mientras tanto intento aplicar la máxima del filósofo oriental Lao Tse: “Responde de forma inteligente incluso a un trato poco digno”.

La ternura

Precisamente hoy, 17 de septiembre, cumplo años. Cumplo 39 años, para ser más exactos. Estoy en la frontera de la cuarentena y esperando volver a ser madre. Y, pese a algunos contratiempos y reveses que he podido sufrir a lo largo de todo este tiempo, me atrevo a decir que me siento afortunada por la vida que he tenido y la que hoy día tengo.  

Mi infancia y adolescencia, aunque en su momento quizás no lo sentí con la misma intensidad, fueron maravillosas. Hoy echo la vista atrás y tengo tantos y tan gratos recuerdos. Algo que sin duda le debo, en gran medida, a mis padres. A él ya no le tengo a mi lado y eso me entristece cada día, pues hay tantas cosas que me gustaría compartirle. Sin embargo, no dejo que eso (como otros sinsabores) ensombrezca lo que sí puedo gozar y lo que, en su día, gusté de él.

Paradójicamente esta impresión de dicha y ventura, al hacer el balance propio de los aniversarios, se me tornaba en un sentimiento agridulce al conocer, también esta misma semana, el fallecimiento de una mujer que no tendría muchos más años que yo. No la conocía personalmente, pero sí era alguien cercano y recurrente en mi día a día.

Pocas veces interactúe con ella, pero nunca encontré más que tristeza en su rostro, quizás también algo de turbación y desconcierto. Con el tiempo supe de los muchos infortunios y desdichas que había padecido desde su niñez.

Si no hace más de dos semanas me preguntaba, también en estas líneas, cómo podría influir el acoso y la persecución en el entorno escolar en la vida, el sino y el devenir de una persona, cuánto más lo harán los abusos e injusticias infringidos por tu entorno más cercano.

Quizás, como han comentado algunos, por fin su alma descansa; aunque no deja de ser un trágico final para una vida de padecimiento. Y es que no sé si resulta pueril o inocente imaginar otro desenlace que la hubiese librado de tanta amargura y dolor, pero sí sé que es el final que me hubiese gustado y, sin duda, el que hubiese merecido. Algo de ternura que redimiese todo el tormento. No hay demasiado que, en muchos casos, podamos hacer para aliviar angustias ajenas, pero si algo he aprendido es a mirar con empatía, a tratar con amor  y a hablar con respeto. Quizás eso consiga una sonrisa, un momento dulce o un bonito recuerdo que merezca la pena a alguien para quien todo ha sido sufrimiento.

Hermanos

No es fácil tomar decisiones. Mucho menos cuando las mismas implican, conciernen y corresponden a más de una persona. La vida en pareja –y en familia –está llena de decisiones difíciles. Y en todas ellas uno encuentra motivos y razones para ponderar hacia un lado u otro. Eso las hace más complejas aún.

Nunca me resultó cómodo o sencillo decidir, pues la elección implica desechar conscientemente una serie de circunstancias imprecisas que ya nunca jamás sucederán. Y eso asusta. Ese jamás… Quizás sea esa la razón por la que en algunas ocasiones, incluso tratándose de asuntos delicados, he dejado obrar de algún modo al destino o la providencia. Y, sinceramente, no creo que me haya ido mal.

El miedo es, sin duda, el peor enemigo de la determinación. El miedo nos detiene, nos impide y nos encierra en un status estanco; seguro pero estéril, yermo. A lo largo de mi vida el miedo me ha entorpecido para muchas cosas: nunca aprendí a patinar, por ejemplo. Sin embargo, cuando logré vencerlo conseguí y alcancé retos y desafíos.

La maternidad se ha manifestado con miedos y temores mucho mayores de los que hasta ahora pude tener. Turbaciones por no poder mantener una integridad propia que me permita cuidar y proteger y, por supuesto, por la fortuna y el bienestar de las crías. También me ha supuesto el mayor ejercicio de paciencia y, seguramente, renuncia que haya podido hacer a lo largo de mi vida.

Es por eso que, para mí, la decisión de volver a ser madre es más difícil de tomar una vez que ya lo has sido. Piensas en que todo aquello que te preocupa se multiplica exponencialmente. Por suerte, también la dicha, la ternura y esa forma de amar como no hay otra.

De este modo, y conscientes de las dificultades, El hombre del Renacimiento y yo asumimos hace unos meses el reto de ampliar la familia. Sin que eso se convirtiese en una obsesión; más bien volviendo a confiar en lo que nosotros entendemos como providencia.

Hoy, unos meses después, esperamos un nuevo bebé que estará con nosotros en febrero. Por supuesto, han vuelto las inquietudes y los desvelos en cada ecografía, en cada prueba y ante cualquier síntoma de alarma. Mentiría si no lo reconociera. Pero también la ilusión, esta vez más madura y reflexiva, de poder ver crecer a nuestros pequeños juntos y darles aquello que para nosotros ha sido lo más preciado en nuestra vida: los hermanos.

Ni víctima, ni verdugo

Hay situaciones que, en determinados momentos, nos perturban, nos impresionan, nos sobresaltan e incluso agitan en nosotros sentimientos y emociones del pasado. Esta semana era testigo de forma involuntaria, seguramente como muchos de ustedes, de una terrible situación de acoso a un menor como consecuencia de la viralización, en redes sociales, de un video con el que se pretendía denunciar dicha agresión.

Independientemente de la conveniencia o no y de la legitimidad para publicarlo –creo que proviene del propio entorno del niño –, el mismo evidencia firmemente la necesidad de visibilizar y concienciar de un tipo de comportamientos, mucho más comunes en las aulas de lo que sospechamos, que traslucen un grave e inconcebible fallo o error en nuestro modo o fórmula de educación. Como verán, he evitado conscientemente la palabra sistema educativo pues esta problemática trasciende al mismo concerniéndonos y comprometiéndonos a toda la sociedad. Y aunque suelo evitar asuntos delicados en estas líneas, no he podido eludir, esta vez, hacer referencia al mismo.

Reconozco que asistí horrorizada al hostigamiento que recibía el menor por parte de algunos compañeros de clase en el día de su cumpleaños. Y que incluso reconocí, con mayor espanto y consternación aún, ciertas circunstancias de mi pasado. Nunca viví el acoso en primera persona, pero sí fui testigo de injusticias y, aunque en aquel tiempo no fui consciente, seguramente mucho sufrimiento. Entonces callé y consentí, pero esta vez no lo podía y no lo debía hacer.

Muchas veces me he preguntado si los insultos y desprecios constantes condicionaron la vida de aquella compañera de clase. Si de algún modo, mi actitud neutral ayudó a reforzar las conductas de otros y si, quizás, algún gesto de apoyo, acercamiento o aprecio hacia ella hubiera tenido algún efecto y otras consecuencias. Es algo con lo que vivo desde ese momento.

Hoy, muchos años después de aquello, soy madre y mi hijo comienza el colegio en unos días. No me gustaría verme jamás en el papel de la madre de este pequeño; pero sin intención de criminalizar al resto de menores, pues seguramente no alcanzan a imaginar la importancia y trascendencia de sus actos, sí su comportamiento, de igual modo me espantaría ser la progenitora de éstos.

Por eso, esta vez quiero redimirme y comprometerme educando a mi hijo en valores de respeto que garanticen una convivencia bonita y pacífica con sus iguales. Un propósito que para mí es mucho más importante que la memorización de las tablas de multiplicar y que creo, sin ninguna duda, que debería ser la primera máxima y competencia en cualquier aula de este país. Para ello, menos pasividad y mucho más compromiso de todos para no hablar ni de victimas ni de verdugos.