No por casualidad

Se lamentaba Rick Blaine –o lo que se lo mismo Humphrey Bogart – a Sam en la legendaria película en blanco y negro ‘Casablanca’, devastado y entre un trago y otro sentado en una mesa de su mítico local: “De todos los cafés del mundo, ella entra en el mío”. Murmurando así contra la casualidad, la ventura o la fatalidad, cuando es indudable de que ni él mismo cree en lo azaroso o fortuito de las peripecias y andanzas del hombre y, mucho menos, de su encuentro con Ilsa –o la cautivadora Ingrid Bergman -.

El caso es que yo tampoco he creído nunca en las casualidades; más bien he podido experimentar que las cosas ocurren como consecuencia o resultado de muchos otros acontecimientos previos. Incluso aunque en algunas ocasiones no alcanzamos a imaginar cuán lejanas en el tiempo se sitúan las primeras reacciones que nos llevaron al lugar en el que estamos.

Tú – mi Hombre del Renacimiento –has mantenido también a lo largo de toda una vida la firme convicción de que tras cada suceso, anécdota o eventualidad está la providencia, sin creer demasiado en el caprichoso azar.

Así, tras unas agitadas y pletóricas juventudes la causalidad, que no casualidad, nos unió de la forma inesperada. Cada vez que recordamos todo aquello que debió pasar en nuestras historias personales para encontrarnos en aquel momento nos reafirmamos en que tan perfecto plan no pudo ser fruto de la suerte o la fortuna.

Decía el médico español Santiago Ramón y Cajal, hombre de ciencia y de certezas, que “la casualidad no sonríe al que la desea, sino al que se la merece”, haciendo alusión a que ésta no es más que la consecuencia de una acción o actitud previa, el destino.

De este modo, tengo la certidumbre de que ambos merecíamos la bonita ‘casualidad’ que un día me llevó a trabajar a un lugar del que nunca antes había escuchado y a ti a mantener aquel pie dentro de tu pueblo pese a que vivías, prácticamente, viajando.

Así, abandonados a la deriva nos dejamos mecer por un sino que tras movernos e incluso, en ocasiones, vapulearnos de uno a otro lado nos arribó al puerto en el que hoy habitamos.

Pues como apunta el poema de Miguel Ángel Herranz (Requisitos para ser un naufrago) yo mantenía “la esperanza abierta, remota, de que alguien, algún día por razones que se nos escapan se salga de su ruta habitual nos mire, nos vea y quizás nos rescate”. Y sin duda tú de algún modo, y no por casualidad, me has rescatado.

¡Feliz cumpleaños, amor!

Regreso a los clásicos

Decía el escritor, poeta y diplomático mexicano, Octavio Paz, que no sabía si la modernidad era una bendición, una maldición o las dos cosas; pero lo que sí alcanzaba a distinguir es que ésta era un destino. En esta ocasión, se refería al sino de su propio país, pero esta certera reflexión se puede aplicar al porvenir de cualquier otro aspecto o elemento.

Así, aquellos que ven en lo moderno un peligro o eventualidad no temen más que a lo que desconocen y de ahí ese rechazo que les condena al status quo y la obsolescencia. Sin embargo, los que sucumben únicamente al atractivo de lo vanguardista y contemporáneo, olvidan que cualquier nueva corriente u obra bebe y se nutre, siempre, de los clásicos. Que fueron éstos los que sentaron las bases y los principios de cualquier disciplina. Es por eso que considero de vital importancia que, sobre todo, los jóvenes continúen acudiendo a éstos como fuente de conocimiento e inspiración.

Tal es mi convencimiento que, aunque suelo sentirme atraída por lo transgresor e inesperado de la vanguardia, intento mantener siempre una estrecha relación con lo clásico: revisándolo, redescubriéndolo y, en algunos casos, experimentándolo por primera vez.

El pasado fin de semana, por ejemplo, era testigo de como en el propio patio de mi casa –un espacio a medio camino entre un carmen granadino y un patio cordobés –acontecía una adaptación de la obra de Zorilla, Don Juan Tenorio, adecuada a todos los públicos. Dos pases, de hora y media, sirvieron para que más de 120 personas re-visionaran o, incluso, vieran por primera vez este clásico de la literatura española y universal.

Es el séptimo año que se representa en este entorno gracias a una pequeña compañía de actores que hace unos años iniciaban en Caravaca de la Cruz este proyecto con el objetivo de acercar esta obra al gran público y hacerlo, además, recorriendo los lugares más bonitos y emblemáticos de la localidad. El formato funcionó y han peregrinado por media Región y provincias limítrofes con su espectáculo; llegando incluso a este peculiar rincón que habitamos.

Esta propuesta, más breve y amena de la pieza del autor vallisoletano, consiguió embelesar incluso a mi hijo de tres años que, desde entonces, ya sabe quién es Doña Inés y que, aunque a ratos no lo parezca, Don Juan Tenorio resulta ser bueno, tras redimirse de sus muchas fechorías.

Desconozco que quedará en su recuerdo de estos días de teatro con el paso de los años, pero de lo que estoy segura es de que esta experiencia, junto a otras, le permitirá algún día valorar ese ‘regreso a los clásicos’.

Con la muerte en los talones

Aunque la escena de un enchaquetado Gary Grant huyendo de los disparos desde una avioneta en el thriller del director londinense que consagró el cine de suspense y el terror psicológico Alfred Hitchcock pueda resultar un tanto surrealista o inverosímil; no hay duda de que el simbolismo de esta imagen no puede ser más acertado pues todos andamos ‘con la muerte en los talones’.

Acabamos de conmemorar la festividad de Todos los Santos, una de las pocas licencias que hay para abordar la muerte en nuestra sociedad que, a diferencia de otras culturas, esconde, evita y trata como un tema casi tabú esta irrevocable partida. Imagino que el recelo a pensar, imaginar o conjeturar qué ocurrirá con nosotros nos resulta incómodo y nos aleja de esta rotunda realidad.

Sin embargo, la necesidad de seguridad y control propia de nuestra especie implica que sean cada vez más personas las que, en un intento de contar con cierta certeza, organizan escrupulosamente cada detalle de su partida. Yo, que no tengo prisa en irme, mantengo esta asignatura pendiente; pero teniendo en cuenta algunos de los periplos de los cadáveres de muchos de los personajes más ilustres de todos los tiempos hasta este ineludible final puede resultar de lo más incierto y fortuito.

La periodista y escritora Nieves Concostrina dirigió durante años un espacio radiofónico en Radio 5 ‘Polvos eres’ en el que recogía algunas de las anécdotas más surrealistas de insignes figuras de nuestra historia. Así, descubrí, por ejemplo, que la tumba de Jim Morrison se convertiría en una de las más ‘molestas’ del parisino cementerio de Père Lachaise ya que los muchos seguidores del cantante aprovechan la visita para tomar unas cervezas y fumarse algún que otro porro junto al mausoleo del músico, aprovechando los sepulcros colindantes a modo de bancos, con el consiguiente escándalo que esto implica para el resto de paseantes.
O como los huesos de Evita Perón estuvieron más de veinte años dando tumbos por el mundo hasta que recibieron sepultura, pues eran unos restos incómodos políticamente. También, y curiosamente, Cristóbal Colón viajó más veces en muerte que en vida a América. Por no hablar de los ataúdes en los que hay huesos de sobra o, incluso, en falta.

Sea como fuere, y paradójicamente con mas o menos paz y descanso, como decían en la Roma Antigua ´Memento Mori’ (recuerda que morirás) tendiendo así siempre presente que la condición mortal es infranqueable.

De naturaleza melancólica

Con ese andar nostálgico y taciturno propio de los románticos se ven deambular aún hoy, tres siglos después, algunos jóvenes por las calles y avenidas de nuestras ciudades. Ensimismados, casi autómatas, caminando por mera inercia mientras sus pensamientos los llevan por alejados y recónditos lugares.

No es lo más común, pero del mismo modo que los hay adolescentes rebosantes de optimismo, vitalidad y frenesí por comerse el mundo o apáticos, indiferentes y renegados de todo; también conviven con quienes hallan en la melancolía su principal seña de identidad y, paradójicamente, el impulso que mueve mansa y lánguidamente su existencia.

Nada tiene que ver este sentimiento con estar deprimido, no es una consecuencia de nada ni siquiera un estado de ánimo. No es otra cosa que una, quizás anacrónica, forma de ser. Un carácter que nos resulta obsoleto y extraño pero que tiene mucho que ver con esa férrea conciencia del yo, del sentido y significado del individuo, con una forma muy particular de ver la vida.

Jóvenes, en muchas ocasiones, incomprendidos, estigmatizados o rechazados que andan a contracorriente en una cultura de la manada. Auténticos lobos esteparios que disfrutan de la soledad, un tanto fría, pero tranquila y grande “como el tranquilo espacio frío en el que se mueven las estrellas”, como escribiría Hesse. Entendiendo y valorando esta soledad como un bien ansiado, un refugio cómodo y seguro.

Auténticos románticos del siglo XXI que encuentran en la música y la literatura, en las artes, su principal forma de interactuar con el resto. Y, además, serán éstos, precisamente, con sus inquietudes más allá de lo mundano los que continúen enriqueciendo y agrandando el maravilloso legado que sus antecesores estrenaron. Porque la creación va íntimamente ligada a esa extrema sensibilidad un tanto denostada en nuestra sociedad.

Es por eso que si tu hijo, alumno o nieto –por decir algo -lee a Poe, Víctor Hugo o Whitman; lejos de sentirte extraño o contrariado y de señalarlo como alguien raro, incentives y estimules sus ‘talentos’ con el único propósito de que sea capaz de entender y, quizás, algún día materializar de forma creativa un rico interior para su edad un tanto insólito o poco común.

Y es que la melancolía suele ser dulce con los artistas. Como decía Baudelaire: “Apenas puedo concebir un tipo de belleza en el que no haya melancolía”. Para el mismísimo Aristóteles, “los grandes hombres son siempre de una naturaleza originalmente melancólica”.