
Con ese andar nostálgico y taciturno propio de los románticos se ven deambular aún hoy, tres siglos después, algunos jóvenes por las calles y avenidas de nuestras ciudades. Ensimismados, casi autómatas, caminando por mera inercia mientras sus pensamientos los llevan por alejados y recónditos lugares.
No es lo más común, pero del mismo modo que los hay adolescentes rebosantes de optimismo, vitalidad y frenesí por comerse el mundo o apáticos, indiferentes y renegados de todo; también conviven con quienes hallan en la melancolía su principal seña de identidad y, paradójicamente, el impulso que mueve mansa y lánguidamente su existencia.
Nada tiene que ver este sentimiento con estar deprimido, no es una consecuencia de nada ni siquiera un estado de ánimo. No es otra cosa que una, quizás anacrónica, forma de ser. Un carácter que nos resulta obsoleto y extraño pero que tiene mucho que ver con esa férrea conciencia del yo, del sentido y significado del individuo, con una forma muy particular de ver la vida.
Jóvenes, en muchas ocasiones, incomprendidos, estigmatizados o rechazados que andan a contracorriente en una cultura de la manada. Auténticos lobos esteparios que disfrutan de la soledad, un tanto fría, pero tranquila y grande “como el tranquilo espacio frío en el que se mueven las estrellas”, como escribiría Hesse. Entendiendo y valorando esta soledad como un bien ansiado, un refugio cómodo y seguro.
Auténticos románticos del siglo XXI que encuentran en la música y la literatura, en las artes, su principal forma de interactuar con el resto. Y, además, serán éstos, precisamente, con sus inquietudes más allá de lo mundano los que continúen enriqueciendo y agrandando el maravilloso legado que sus antecesores estrenaron. Porque la creación va íntimamente ligada a esa extrema sensibilidad un tanto denostada en nuestra sociedad.
Es por eso que si tu hijo, alumno o nieto –por decir algo -lee a Poe, Víctor Hugo o Whitman; lejos de sentirte extraño o contrariado y de señalarlo como alguien raro, incentives y estimules sus ‘talentos’ con el único propósito de que sea capaz de entender y, quizás, algún día materializar de forma creativa un rico interior para su edad un tanto insólito o poco común.
Y es que la melancolía suele ser dulce con los artistas. Como decía Baudelaire: “Apenas puedo concebir un tipo de belleza en el que no haya melancolía”. Para el mismísimo Aristóteles, “los grandes hombres son siempre de una naturaleza originalmente melancólica”.