Pequeñas cosas

El pequeño ratón modelando barro con El hombre del Renacimiento

‘Tempus fugit’ que ya auguraban los romanos haciendo alusión a los versos del poeta latino Virgilio: “Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus” –Pero huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo -. Y es que si, como decimos más coloquialmente, el tiempo siempre vuela, cuando uno parece haber cumplido cierta edad, pisa directamente el acelerador. Echando la vista atrás me pregunto donde están mis últimos diez años, por decir algo. Parecen poco más que un exhalación. De ahí que, cuando me preguntan por alguna fecha, últimamente, soy incapaz de acertar y calcular un año. Y esto se agrava aún más cuando tienes niños porque entonces el tiempo literalmente se escabulle. Sin apenas darte cuenta pasas de tener un bebé entre tus brazos a luchar para que un preadolescente no se te escape de las manos.  Y este tiempo jamás se muestra piadoso, sino que pasa inexorable. Lo que se fue nunca vuelve y lo que se perdió tampoco se hallará.   

Esta fugacidad, por instantes, nos alecciona para deleitarnos con cada momento, pues por simple o sencillo que parezca un gesto, se convertirá en un preciado recuerdo. Así, inmersa en una vida de locura, intentando conciliar vida familiar, laboral, maternal y personal, pienso en las pequeñas cosas que, por falta de tiempo y restricciones COVID, tanto echo de menos. Porque si algo ha puesto de manifiesto esta privación de libertad es que somos capaces de disfrutar con bien poco y que es lo poco, lo pequeño, lo que hemos extrañado más en esos momentos.

 A nuestra edad, ya os habréis dado cuenta  de que ser perenemente feliz no puede ser la meta, porque las utopías quedaron en la veintena y, para los más tardíos, al comienzo de la treintena; aunque hay quien aún las extiende hasta la cuarentena. Sin embargo, con lo años hemos aprendido a ser felices en las pequeñas cosas: en los cafés con libro y manta en las tardes de inverno; en ver la lluvia tras la ventana en primaveras, como ésta, especialmente mojadas; en conversaciones banales, o todo lo contrario, con los amigos de siempre; en el asombro de descubrir nuevos lugares; en la posibilidad de verse en una sonrisa cómplice (sin mascarillas); en contar las horas de la madrugada acurrucada con los tuyos… en saber que la felicidad, como el tiempo, no es eterna pero que, afortunadamente, hemos comprobado y tenemos la certeza de que se puede experimentar la eternidad por momentos. 

Cómo se forma a un lector

Hace unas semanas, celebrábamos el Día del Libro participando en familia en una bonita iniciativa que ponía en marcha una biblioteca local para conocer los relatos favoritos de sus usuarios. Así, libro en mano, buscamos un entorno coqueto para acompañar nuestra puesta en escena y grabar las intervenciones. ‘El hombre del Renacimiento’ eligió para la ocasión, como homenaje al joven poeta fallecido recientemente, un poema del libro ‘Érase una pez. Pequeños poemas para niños gigantes’, de Miki Naranja. Nosotros, ‘El pequeño ratón’ y yo, hicimos lo propio con un cuento de la serie ‘De la cuna a la luna’, de la editorial Kalandraka, que regalamos a nuestro bebé cuando tenía apenas un mes y que, desde entonces, lo han acompañado en casa, siempre visibles y siempre a mano, convirtiéndose en unos de sus preferidos.

Días después, sorprendíamos al pequeño alcanzando el ejemplar de ‘Crimen y Castigo’, de Dostoievski, que su padre tiene en la mesilla intentando, con el gesto serio e incluso en ceño fruncido, imitar la posición y la actitud lectora de papá. Y este hecho nos invitó a hacernos una pregunta: ¿Cómo se forma a un lector?

En nuestro caso, quizás, no ha sido una decisión meticulosa y concienzuda pero, descuidada y naturalmente, los libros siempre han estado a su alcance y muy presentes. Los nuestros, por supuesto, que toman posiciones y coronan cada una de las estancias y muebles –e incluso el suelo –de nuestro, temporalmente, pequeño apartamento. Pero también los suyos propios. Esa pequeña biblioteca improvisada que hemos instalado en la mesita auxiliar junto al sofá y en la que los cuentos, amontonados y desordenados, están a su disposición para que pueda cogerlos, examinarlos y hojearlos. Los conoce perfectamente: el de ‘El Monstruo de los colores’, el del ‘Cocodrilo’, ‘El Pollito Pepe’ o ‘La oruga glotona’. Para que así, entre dibujos y juegos, nuestro hijo se vaya asomando al maravilloso cosmos de la literatura.

Estos últimos meses, también, ha venido aprendiendo que los libros hay que cuidarlos, que son objetos importantes, que hay que tratarlos con mimo y que, además, tienen su lugar en la casa. Así, ha descubierto que hay otro tipo de cuentos que, aunque ya llaman su atención, custodiamos para cuando pueda apreciarlos y entenderlos. Uno de los primeros que le regalamos fue un libro de poemas de Antonio Machado que compramos en una visita, en Sevilla, al Palacio de Las Dueñas, donde naciera el escritor 1875.

Y es que, como han repetido innumerables autores, un libro puede ser el mejor amigo del hombre. Ojalá, estos pequeños compañeros de viaje que hoy ponemos a su mano, en forma de cuentos, se conviertan, algún día, en los inmensos y maravillosos universos que la literatura puede regalarle.

La Belleza

Siempre pienso en lo mucho que me hubiese gustado tener algún talento. Y, cuando digo esto, me refiero a algún talento artístico. Reconozco que soy capaz de realizar con cierta soltura y destreza unas cuantas ocupaciones y labores; pero, lamentablemente, no he conseguido dominar el arte en ninguna de sus facetas. Si hay algo que debería evitar en público, por vergüenza propia y ajena, es cantar o, incluso, tratar de entonar cualquier pieza. Aunque, desde que soy madre, parezco haberlo olvidado por momentos, para desgracia de los que me rodean. Y eso que mi madre se esforzó apuntándome a solfeo cuando aún iba al colegio. Pero después de varias semanas intentándolo le pedí que me ‘sacara’ porque no fui capaz de diferenciar entre una corchea y una negra. Es simplemente una anécdota que ella dice que ya ni recuerda, pero marcaría para siempre mi incapacidad y mi complejo con la música. Si hablamos de pintura, tengo que reconocer que fue con aquel truco del 6 y el 4, que me enseñó mi abuelo, con el que dibujé mis mejores retratos. También intenté escribir poemas, pero esta vez fue mi profesor de Literatura quien sutilmente me animó a dedicarme a los comentarios y críticas, pues no se me daban mal, y dejara a otros las rimas y la métrica. Con los años estudié periodismo, quizás –o no –fruto de aquel encargo.  

Mi carrera profesional, por suerte, me ha acercado a tantos artistas que he disfrutado del arte y de las obras de otras muchas formas y maneras. Sin ser ni artista ni experta. También por mi trabajo, he coqueteado con la fotografía asumiendo que no soy más que una aficionada que, objetivo en mano, a veces incluso acierta. Pero, poco o a poco, asumí, con cierta pena, que las bellas artes no estaban al alcance de mis habilidades y destrezas.

Sin embargo, no he dejado que mi manifiesta insolvencia artística influyese en mi preparación para acercarme y apreciar la belleza. Mi ‘complejo’ artístico jamás ha impedido que leyese, escuchase música, acudiese a museos e, incluso, ahora esté estudiando ‘Historia del arte’ como segunda carrera. Porque, aunque considero que la sensibilidad artística es un don con el que algunos cuentan, no tengo duda de que hay que cultivarla desde la formación y la aproximación a sus diversas expresiones y estéticas. Y, con el tiempo, he descubierto que mi insatisfacción se calma y se serena contemplando y disfrutando la belleza que otros crean; porque la belleza siempre genera belleza. Será por eso, quizás, que puse un artista en mi lecho, en mi alma y en mi cabeza; porque, como cantaba Aute, yo también emprendo ese viaje de contar con la certeza de encontrar en su mirada ‘La Belleza’.

El dolor de los demás

Es cierto que las redes sociales han traído a mi vida una importante cantidad de escenas esperpénticas, rocambolescas y de mal gusto que se cuelan en mi día a día a través de los muros y perfiles de algún conocido o allegado. Recibiendo así, aunque no veo la televisión, los ecos de una trasnochada y vulgar programación que no me aporta nada. Reconozco que ante la ramplonería reiterada de la que algunos usuarios hacen gala he decidido eliminarlos. No tengo edad, tiempo, ni ganas para tolerar o aguantar determinados comportamientos o conductas que me avergüenzan o me dañan.

Sin embargo, no todo es negativo. Gracias las redes sociales, y en mi nueva faceta de madre, he descubierto tanto perfiles de profesionales, con información útil que me ayuda a orientarme, como cuentas personales de madres y padres de familia que enfrentan situaciones parecidas y con los que, pese a no conocerles, consigues empatizar y acercarte. Mamás primerizas que están igual, o más asustadas, de lo tú entonces lo estabas. Madres de familias numerosas que cuentan calcetines sucios, cada día, por pares. Pero sin dudas, en el ranking de heroínas en mis redes sociales están las mamás de niños enfermos que han visto convertida su existencia en un deambular por la cuerda floja sin red ni arnés que las apuntale.

Si duro y agotador debe ser ‘llevarlo’, imagino que tampoco será sencillo hacerlo público y contar detalles de una agónica supervivencia entre ingresos, UCIS y noches en vela. Y aunque a alguien pueda parecerle frívolo -está en su derecho-, creo que esta decisión es un gesto de amor y generosidad con el resto. Yo, que me asomo a esos dramas solo a veces y desde fuera, hay ocasiones en las que no soporto el dolor de esos pequeños y esas familias que viven en la incertidumbre y en la esperanza imperecedera. No sé si será la maternidad o ya la madurada conciencia pero cada vez me lastima más el dolor impropio y con más facilidad hago propias las penas ajenas.

Pero lo que de verdad me maravilla de esto es ver como esas mamás no se ahogan en el victimismo y la tristeza. Como dan lecciones de valentía y de entereza. A mí, que me saltan las lágrimas con el ‘culete’ irritado de mi pequeño y que he llevado ‘importantes retrasos’ en el calendario de vacunación por no querer ver como pinchaban sus muslitos. No sé si ellas serán de otra pasta, o es la situación la que te endurece, pero agradezco cada día que me hagan visible como se puede ganar la batalla a la angustia y al desconsuelo pese a vivir el más hondo sufrimiento.

Ser madre

Cuando hace un tiempo me preguntó un amiga cómo era ser madre, le contesté con absoluta franqueza y rotundidad que era sensiblemente más duro de lo que jamás hubiese imaginado. Nada te prepara para ser madre por primera vez, solo haberlo sido antes te otorga cierto grado de control y dominio de las circunstancias; o, al menos, eso espero –por si decido repetir-. Para una primeriza cualquier escenario es sobrevenido.

Su cara mostró, entonces, cierta extrañeza por mi respuesta. Por lo que añadí, también, que era extraordinariamente fascinador. Y, precisamente, de idéntico modo recuerdo que describí mi parto, hace ya más de un año, en este mismo espacio. Esas horas de intensidad suma sintiendo no son más que el preludio de lo que está por llegar, esta vez, de forma más dilatada, pero no por ello menos extrema. Pero, por si aún no le había quedado bien claro, insistí: “repetiría una y mil veces más” –lo que obviamente era solo una forma de hablar porque no hay cuerpo ni equilibrio mental que lo resista-.

Ser madre es mal dormir entre desvelo y desvelo. Es normalizar las manchas que luces en tus camisetas, faldas y vaqueros. Es asumir que para volver a entrar sola al baño aún va a pasar algún tiempo. Ser madre es sorprenderte sola en el coche cantando algún temazo de ‘Nene León’ o del ´Cantajuegos´. Es desayunar de pié un café rápido en la cocina para conseguir salir de casa a tiempo. Es creerte en un spa el día que puedes entretenerte usando acondicionador en el pelo. Es acostumbrarte al caos y al desorden. Ser madre es repetir aquellos ‘mantras’ maternos aunque te juraste nunca hacerlo: “No me he sentado todavía”, “voy todo el día detrás de ti” o “no se te ocurre nada bueno”. Es rezar esperando que no lo pille durmiendo el timbrazo del mensajero. Pero, para mí, lo más duro de ser madre ha sido enfrentarme a los peores miedos. Desde conseguir garantizar su supervivencia, aquellos primeros días del pasado invierno, a desafiar, a diario, nuevas luchas y retos sin manual ni tutorial que te ayude a resolverlos. Sabiendo, además, que jamás nada te dolerá tanto como aquello que haga sufrir, lo más mínimo, a tu pequeño.

Sin embargo, y aunque no soy talibana de la maternidad, reconozco que es ahora cuando mi ciclo vital está completo. Es ahora cuando soy capaz de proyectarme en alguien que, confío, será infinitamente mejor, y entender a mi madre quien en su día en mí se mejoró y proyectó y poder, ahora, agradecérselo. ¡Feliz Día de la Madre!

¡Cuánto odio gratuito!

Quizás no sea propio de mí el desánimo que impregna los artículos de las dos últimas semanas, pero me enfrento a situaciones que me provocan esa languidez anímica que trato de equilibrar con los milagros cotidianos que, por suerte y en mi entorno, también contemplo a diario. Si el sábado pasado me lamentaba por la falta de empatía de aquellas personas que resultan rudas o groseras de forma rutinaria; hoy elevo aún más este sentimiento hasta alcanzar la antipatía, el odio y, e incluso, el desprecio. Y es que, aunque lamento enormemente reconocerlo, hay en la condición humana, y en el carácter mediterráneo, ciertas hebras de codicia, envidia y rivalidad que afean y envilecen nuestro temperamento. Aún recuerdo cuando, al comienzo de esta dilatada pandemia, la humanidad parecía haber hecho un frente común y los encierros rotos por los compartidos aplausos al caer la tarde pronosticaban una ciudadanía mejor; más humana, más social y más empática. Sin embargo, un año después, seguimos cómo estábamos. Tristemente, ni los muertos han conseguido cambiarnos; como profetizaba Abraham al joven rico que pedía que enviase a Lázaro a su casa para salvar a su familia en el Evangelio según San Lucas.

Así, contemplo a diario injustificadas y gratuitas faltas de respeto al ser humano que no pueden hablar más que de un oscuro y profundo vacío. Comportamientos que, como ha ocurrido con tantos otros, las redes sociales han popularizado y generalizado al dar un altavoz y un medio a todo el mundo. Que conste que no estoy en contra de este tipo de plataformas que, en parte, han contribuido a la democratización de la información; pero sí del mal uso que algunos individuos hacen de éstas. Creo que se están perdiendo las formas y que ciertos discursos del odio están calando en la población, provocando que la manifestación de una opinión contraria incluya y acuda, directamente, al insulto, a la ofensa y la injuria. No por discrepar o disentir se debe despreciar. Sin embargo, se ha confundido la libertad de expresión con la absoluta ausencia de prudencia y discreción. Y si a esto se le suma la privación de cultura y educación y ese carácter cainita, del que a veces hacemos gala en este país, se cometen auténticos atentados contra el honor de algunas personas. No es necesario tanto odio gratuito. Y es que algunos, o algunas, no saben que no hay mayor muestra de honor y grandeza que la de quien manifiesta respeto y consideración por su rival.