Complejos

IMG_5743A mis años, me han puesto aparato. Una ortodoncia para mover mis dientes y eliminar el hueco que existe entre uno de los incisivos centrales (o palas) y el colmillo, ya que al carecer de estos -en ninguno de los dos casos -la distancia entre mis piezas no es seguramente ni la mas correcta ni la más recomendable estéticamente. Por una extraña herencia familiar, que según algún dentista me ‘diagnosticó’ en la infancia, viene de Mallorca; o eso o intentaba darle un aire más exótico a dicha peculiaridad; mis dientes de leche no dieron paso a nuevas piezas entre las palas y los colmillos. Durante años esta característica no me preocupó demasiado. Sin embargo, con el tiempo comencé a rechazar la imagen de mi sonrisa con semejante agujero negro entre mis dientes y empecé a acostumbrarme a sonreír a medias, sobre todo en las fotos –puesto que es el reflejo propio que más perdura –apretando fuerte los labios como si tuviese miedo de dejar escapar algo. Un gesto muy similar al de la Gioconda, igual ella también tenía complejo.

Vengo arrastrando esta circunstancia desde hace años y son muchas las ocasiones y las personas que me han pedido una sonrisa y no lo he hecho, e incluso aquellas que se han percatado de que no existe ni una sola foto mía en la que se vean mis dientes. Para muchos es un detalle sin importancia, a otros incluso le parece curioso y/o coqueto y, a lo más halagadores, hasta sexy. Hay quien me ha dicho que es un rasgo de mi personalidad y que me imprime carácter. Pero, sinceramente, creo que son excusas y defensas que atienden a que nunca me han visto diferente. No me define un agujero en mis dientes.

Aunque puedo entender que haya a quien no le parezca relevante. Los complejos, como el miedo, son libres y cada uno tiene los que quiere. No atienden a ningún argumento razonable. Probablemente tendré otros ‘defectos’ que puedan ser más importantes o destacables, pero a mis ojos éste sería el que más puede condicionarme. Bien es verdad que no es algo que me haya traumatizado especialmente, pero cuando inicié el desarrollo de mi profesión empecé a considerar que mi agujero y mi obsesión por disimularlo dañaban la seguridad en mí misma. Fue entonces cuando comencé también a preocuparme por solucionarlo, o al menos valorarlo. Más de cuatro años de intentos fallidos para lucir una ortodoncia acabaron hace apenas un par de semanas con la colocación de un aparato para los dientes.

No mentiré. Pese a que los nuevos avances permiten que sea un aparato que apenas se ve, lo que me ha dado el último empujón para decidirme –pues si me condicionaba un agujero entre los dientes, pueden imaginar lo que sería para mi ‘señalizarlo’ –, y mucho más higiénico que los habituales brackets, tampoco ha sido del todo fácil. Pero si las mujeres somos capaces de llevar los incómodos sujetadores, que siempre me han parecido un invento del diablo, no puede haber ningún elemento de tortura que se nos resista, pero de mi amor/odio al sostén hablaré en otro momento.

Los primeros días había dolor y aún hoy tiene ciertas incomodidades, pero he de confesar que empiezo a sonreír de verdad. Y eso que mis dientes, por el momento, siguen estando iguales. Pero está claro que no se trata de lo que yo veo, sino de lo que siento.

¡Y yo con estos pelos!

Me repito una y otra vez que la belleza no es lo más importante, que hay que huir de estereotipos y que la superficialidad no es nada sexy. Sin embargo, por más que una intenta ser racional y madura, aún hoy, un mal peinado o un grano inoportuno puede destrozar mi autoestima y reducir mi seguridad a cenizas en cuestión de segundos. ¡Qué vulnerabilidad la nuestra! Es paradójico, somos capaces de soportar presiones y ataques sin titubear, pero el mal reflejo de una ojeada furtiva a un escaparate caminando por la calle nos gana por KO. Y qué os voy a contar de la báscula… ¡Hay penitencias mucho más livianas!

Bien es verdad que lo mío no es obsesión por la belleza, ni siquiera una excesiva influencia por los cánones fijados, pero que duda cabe que el no sentirme bien afecta a mi ánimo. Os lo digo con toda confianza y pleno conocimiento de causa, ya que esta semana he tenido un compañero de viaje afincado en mi frente, de esos que en cualquier reunión te dejan en segundo plano. Invitados molestos que además no anuncian su llegada y tampoco avisan de cuándo se van, y claro no es cuestión de hacer mucha vida social con tan incomodo huésped.

“Soy una mujer del siglo XXI, independiente, madura, profesional y competente”, suena como un mantra en mi cabeza mientras me siento estúpida por dar tal importancia a semejantes tonterías. Pienso que debo resultar ridícula y que nadie entendería un drama tal. Sin embargo, para mi sorpresa descubro que no soy la única, y no hablo sólo de mi pandilla del café de media mañana y sus dilemas con los calcetines mal combinados, el peinado frizz, las bragas faja o las cejas mal depiladas. Hasta la mismísima Hillary Clinton, una de las mujeres más poderosas del mundo, con el premiso de la señora Merkel, capaz de sobreponerse con asombrosa dignidad a unos cuernos en ‘streaming’, hasta el punto de perdonar al infractor y fagocitarlo con su ascendente carrera política, confesó en una charla a universitarios que su confianza comenzaba cada día por su pelo.

Y así te das cuenta de como tus temores más idiotas y tus inseguridades más absurdas son compartidas por la mayoría de tus semejantes. Y no hablo de la influencia externa que los demás ejercen sobre ti, sino de la auto evaluación que nosotros mismos nos imponemos, que habitualmente suele ser la más estricta, y si somos mujeres más aún. Perdónenme los caballeros, pero nosotras somos más exigentes y extremas, también a la hora de complicarnos la existencia.

Lo bueno de todas estas problemáticas es que nos ‘joden’ la mañana, pero no nos quitan el sueño, al menos no más de dos noches seguidas.

Llevo un día de locos

Los lunes suelen ser en todos los hogares el día de máxima locura. En mi caso, poner al día la agenda de la semana de mis varias ocupaciones laborales, cerrar el guión del espacio de radio (Murcia Más Cerca) de los martes, programar los post del blog y el artículo de mi columna en La Opinión, y planificar los menús (truco que explicaba en este post) y tareas de casa me suele llevar gran parte de la jornada. Todo ello, además de llevar a cabo las tareas habituales del estricto horario laboral. Con lo que no se me ocurre mejor forma de empezar la semana que con el siguiente post. 

trabajando en casa

Moka Home Office improvisada en la cocina

Quienes me conocen, trabajan o han trabajado conmigo en los últimos tiempos saben que ésta es una de mis muletillas o recursos lingüísticos más utilizados –hay entre ellos quienes me imitan, incluso con el tonito de desesperación que utilizo al verbalizar esta idea –. Y es, que como una gran parte de la población mundial, sufro una de las enfermedades más de moda, el síndrome de la ‘sobreocupación’ o patología de la tarea desmesurada. Este mal puede tener varias y diferentes causas, pero en mi caso los principales factores de riesgo son mi incapacidad para decir no y mi necesidad constante de estar haciendo cosas. No es fácil estarse quieto cuando va en contra de la naturaleza propia. Como tampoco lo es negarse a las peticiones, solicitudes o demandas de las personas que tienes cerca. Como consecuencia de esto, una de mis alocuciones recurrentes también es: “No te preocupes, yo me encargo”. Y de verdad que lo hago con gusto, porque la suerte de todo esto (algo bueno tiene que tener el estar en constante ocupación) es que disfruto con mi trabajo.

12113470_1131849516845150_7742543040641267443_oAsí, sin darse una cuenta, al final se encuentra con dos trabajos, en una radio y un ayuntamiento, una colaboración semanal en un periódico regional, un blog personal y un proyecto de blog compartido con mi hermana, que por falta de tiempo no termina de ver la luz, como tantas otras aspiraciones: el inglés, el gimnasio, aprender cocina, fotografía… Ni que decir tiene que además hay que ejercer de mujer, amiga, hermana, hija… y no se cuantos calificativos más de los cuales no quiero acordarme ¡No sé cómo lo hacen las que además son madres! Ya que a todas estas ocupaciones suman una tarea, y qué tarea, más. No se a ustedes, pero a mí me faltan horas al día –frase que también repito, y escucho, constantemente –.

IMG_2489Y como todo siempre puede ir a peor, desde verano ya no cuento con la ayuda doméstica que una señora me prestaba, previo pago de su importe, una vez por semana para aliviar los quehaceres domésticos. Con lo que añado mi versión más ‘maruja’ a todo lo anterior. Cosa que aunque me quita muchísimo tiempo, me ayuda en ocasiones para liberar estrés y despegarme del ordenador, e incluso me sirve como equivalente al gimnasio. Y así, entre calendarios, horarios y listas de tareas pendientes y ‘to do’ que empapelan mi casa y mi lugar de trabajo, he pasado a medir mi nivel de ocupación semanal en función de la montaña de ropa que tengo por planchar. Y si les digo que aún hay en la base de la misma prendas del viaje de verano que hice en agosto se podrán hacer una idea de cuan locos son mis días.

Pero aunque sea de tontos, la verdad que me consuela saber que este es mal de muchos; o más bien de muchas. Y es que la población de riesgo en esta enfermedad es la femenina, y discúlpenme caballeros, pero haciendo un pequeño estudio y encuesta demoscópica entre mis allegados descubro que estos síntomas son más propios de las mujeres, quizás por nuestra inclinación y querencia a controlarlo todo. Así, bromeando con mi hermana nos reíamos pensando o imaginando que si fuésemos presidentas del Gobierno, por no delegar, acabaríamos limpiando hasta La Moncloa, y los fines de semana el Congreso y el Senado.

Hace unos días leía las declaraciones de un amigo (Nacho Ruiz) en su Facebook en las que aseguraba que a él le gustaría ser rico para poder levantarse por las mañanas y leer la prensa tranquilamente con un café tras otro, indicando, al contrario de lo que reza un conocido eslogan publicitario, que “tengo sueños baratos”. Yo, sueño con tiempo…

¡Alto la Guardia Civil!

IMG_2431Tengo que confesar que soy de aquellas personas tardías a la hora de ‘sacarse’ el carné de conducir, pues entre carrera y trabajos a jornada completa completísima tuve que esperar a encontrarme en situación de desempleo para poder dedicarme a este tipo de menesteres. Nunca es tarde si la dicha es buena.

El caso es que mientras uno no lo tiene, no lo ‘echa en falta’ –que tanto se dice por aquí –sin embargo, ahora que soy conductora no me hago a la idea de cómo he podido vivir todos estos años sin medio de transporte que no sean mis dos ‘patitas’. A lo bueno, se acostumbra una pronto. Aunque he de reconocer que soy de las que saca el automóvil sólo cuando es absolutamente necesario, disfruto caminando, es el único momento del día en el que puedo ocupar mi mente con pensamientos superfluos y frívolos sin sentimiento de culpa por no estar aprovechando el tiempo.

Bien, una vez en posesión de la licencia, no diré que soy una conductora fabulosa, algo que en mi experiencia se considera a si mismo todo el mundo -¿Por qué será que nos cuesta tanto reconocer que no somos perfectos al volante? -pero me defiendo y, sobre todo, me mantengo sin ningún percance, que no es poco, al menos por el momento. Vamos, que soy una conductora del montón como la mayoría, aunque os cueste reconocerlo. Pero ahora es cuando viene la gran pregunta… ¿Cuál es el promedio de ‘altos’ de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado al año? Y es que en el poco tiempo que tengo el carné han debido de tocarme a mí todos los controles.

Mi primera vez, la recuerdo perfectamente, fue durante mi primer mes de trabajo en el ayuntamiento de un municipio de la Región. Yo, doblaba una esquina a la derecha mientras intentaba avisar por teléfono de que ya salía para casa; él, aguardaba al comienzo de la vía a la que yo me incorporaba. Nos miramos fijamente y, dada la trayectoria de mi giro, se vio obligado a pararme y no pasar por alto que llevaba el móvil en una mano y que, consecuentemente, para dar la curva había invadido gran parte del sentido contrario. En dicha ocasión, mi estrategia fue la de reconocer toda mi culpa. “Tiene usted razón agente, está mal hecho. No tengo excusa”. ¿Sobreactuada? No se, el caso es que funcionó y, tras aleccionarme, me dejo marchar sin ‘pena’. Casualidades del destino, ahora a ese mismo agente me lo cruzo habitualmente en el trabajo y siempre me saluda y sonríe con una miradita cómplice con la que me viene a recordar que me perdono la vida, exagerando un poco.

Yo achaqué su proceder a la buena voluntad de aquel policía y a mi cara de no haber roto un plato. Sin embargo, mi entorno masculino aseveraba rotundamente que me había escapado por ser mujer. Diferentes puntos de vista.

La segunda ocasión fue culpa de la placa de la matrícula, que según parece no se lee bien. Situación que yo achaqué a la popular técnica de aparcar al toque. Pero en esta ocasión sí que escurrí el bulto y culpé a mi querida hermana, de la que yo heredaba el automóvil.

Esta vez fue la Guardia Civil quien me dio el alto y por aquello de lo que impone un uniforme se me caló el coche al estacionar a la derecha, donde uno de los agentes me había indicado con el brazo. Su compañero se acercó hasta mi ventanilla y con tono socarrón comentó: “¿Señorita, ha parado usted el coche de golpe o se ha puesto nerviosa al vernos?”. Yo reconocí lo segundo, no sin cierta extrañeza por su comentario. El caso es que no sólo no me multó, sino que además la conversación se extendió algo más de 10 minutos en los que el agente se puso al día de mi situación personal, laboral y hasta de mis aficiones. Tanto es así que incluso acabó pidiéndome consejo sobre la posibilidad de desplazar su lugar de residencia a Caravaca de la Cruz, mi ciudad natal. Idea que desestimó cuando yo le comenté que, pese a que era un lugar bonito y con todos los servicios, no disponía de salas de cine, algo para mí imprescindible, pero eso él ya también lo sabía pues venía de la charla anterior.

No tardé en compartir y reproducir la conversación completa con mis allegados, sorprendida por la amabilidad de los agentes, con el objetivo de conocer si ésta era la tónica general. Una vez más oí aquello de ‘por ser mujer’. Algo a lo que ciertamente, en esta ocasión concreta, sí puedo dar más credibilidad.

El caso es que me han parado unas cuantas veces más, siempre por la dichosa plaquita –que sí, que sé que tengo que cambiar –pero jamás me han multado. Sin embargo, esta semana volvían a hacerme el ‘alto’ y aunque yo volvía a marcharme de rositas –sin librarme de la frasecita: “la placa tiene que cambiarla” -, sí que sancionaban al copiloto por no llevar el cinturón. Un hombre, para ser más exactos.

Y esto es sólo mi experiencia, no supongo ni presupongo nada, sólo expongo.

Artículo publicado el 26 de Septiembre de 2014 en el Diario La Opinión.