Parir

Con muchos mas miedos, tal y como he confesado en más de una ocasión, afrontaba mi segundo parto. No temía al dolor; sí a dejar por primera vez a mi pequeño a cargo de otros y, por supuesto, a cualquier complicación que me pudiese impedir cuidar de ellos o protegerles, incluso poniéndome en lo peor. Así de traicionera es la mente, a veces.

El pasado jueves día 9 acudía directamente de mi puesto de trabajo al hospital  -como ya vaticinaban algunos compañeros al verme entrar a diario pese a estar casi cumplida – porque sentía ciertas molestias; pero ni yo, ni nadie al verme, hubiera imaginado que podría estar de parto y que tan solo unas horas después tendría ya a mi segunda hija en el regazo.

Con cuatro centímetros de dilatación, y diez en mis tacones (que tuve que llevar extrañamente combinados con las poco favorecedoras batas azules) y sin apenas dolor crucé la puerta de Urgencias; pronto las contracciones se aceleraron, no así el padecimiento. Sin creerme, por tal motivo, las matronas de planta me examinaban para comprobar asombradas que dilataba pese a la sonrisa y al buen humor. Así que, entre charlas y bromas, bajamos a paritorio.

Jamás en mi vida tuve un recibimiento así. Era el único parto en aquel momento y más de 20 personas, entre matrones, residentes, enfermeros y personal sanitario, esperaban mi llegada en silla de ruedas para darme ánimos. Hasta el más cobarde hubiese sentido el arrojo suficiente para lidiar cualquier ingrata misión. Agradecí emocionada aquel empujón.

Ya en paritorio, el número 6, conté con un equipo inmejorable. Manuel, residente, me dio la bienvenida y se encargó de que mi estancia resultase lo más confortable posible. Encarna y Carmen, matronas, completaban el ‘dream team’ que trajo al mundo a mi pequeña Julia. No olvidaré sus nombres, al igual que no he olvidado el de Guadalupe, quien fuera la encargada del alumbramiento de mi primer hijo. Curiosamente todos nombres de advocaciones marianas, y de algún modo así, también, sentí su protección.

A las ocho menos veinte comenzó la expulsión con la rotura de la bolsa y sin epidural; cinco minutos después la pequeña había nacido. Fueron segundos de dolor condensado, de emoción, de cierta violencia, de concentración y en los que todo mi cuerpo se desgarraba, gritaba y empujaba para parir. La vida me regalaba una nueva luz, a pesar de mis miedos.

Palabras para Julia

En muchas  ocasiones, sin un plan trazado ni guión escrito, la vida  nos enreda en tramas maravillosas cuya urdimbre está formada por nosotros mismos, por nuestra propia historia y voz. Tapices polícromos, pues, en un telar inmenso cuyos moradores desconocen el fin para el que fueron tejidos.

No soy Mónica López.  Esto es Café con Moka, pero, por primera y posiblemente única vez,  quien escribe estas palabras no es nuestra periodista y madre; sino el hombre que dibuja la vida a su lado; el padre de sus hijos; aquel a quien ella un día empezó a nombrar, en esta misma sección, como el Hombre del Renacimiento.

Hemos vivido hace unos días el alumbramiento de nuestra hija Julia, ese pequeño ser que viene a sumarse a nuestra familia, nuestra historia, nuestro singular tapiz . Una nota de ternura, quizás beige con suaves malvas, en mi paleta de pintor, sobre un lienzo de mullido algodón.

 He sido testigo, por segunda vez , de lo tremendo que es ver nacer a un nuevo ser. Como ese rito -atávico y primigenio- que es ”el parir”, no deja de renovarse ante los ojos de cada hombre, acto brutal  y sobrecogedor en su aullido de vida.  Vida que va mezclada con sufrimiento desde el primer instante.  Al ver a tu madre partirse, en girones de sangre, luz y dolor, venían a mi mente, de manera intermitente, pensamientos dispares -lejanos en el tiempo y cercanos en presencia- ¿Cuánto de mí tuvo que ocurrir y no al mismo tiempo para que tú, hija mía, estuvieras aquí? ¿Quién susurró tu nombre de juventud y dicha antes de que yo soñara con acunarte en mis brazos? Porque tu llanto al nacer, pequeña mía, es la brisa que besa nuestros ojos en este febrero frío.

Me ha acompañado durante estos días de hospital un libro maravilloso y terrible. Un libro forjado al amparo del dolor más agudo que quizá pueda un hombre sentir. Francisco Umbral enterró a su único hijo a los cinco años, Mortal y rosa es la bellísima elegía que el escritor dedicó a su hijo “Pincho” como salvación, quizás, de su  propia alma tras su muerte.

El tiempo nos envidia y acecha, Julia, porque somos eternos. Eternos en nuestra caducidad y espera. Eternos en nuestra pequeñez, gigantes en nuestros deseos y sueños.  Escribe con el más hermoso de los azules tu nombre en esta historia, hilvana con hilos de plata y oro tu verdad en este tapiz al que has llegado. Bienvenida, hija mía.

Alumbramiento

Mientras lee estás líneas puede que yo esté exactamente dando a luz a mi segundo hijo, en este caso niña, pues estaría en mi fecha prevista de parto. También podría ser que Julia, como se llamará la pequeña, se hubiese adelantado unos días y ya esté con nosotros. O, quizás, aún no haya llegado. El caso es que de un modo u otro, mientras lee esto mi situación vital habrá cambiado o estará a punto de hacerlo de forma drástica por segunda vez en mi vida. Y aunque en estos instantes reconozco que siento miedo y preocupación, sé que (si todo va bien) será el segundo mejor día de mi vida y rememoraré una de las experiencias más intensas y brutales que podré recordar nunca.

Precisamente esta semana venía a mi cabeza algo que escribía no hace mucho cuando un pequeño terremoto nos despertaba de madrugada en casa y yo, sin pensarlo dos veces, cubría el cuerpo de mi niño con el mío intentando protegerlo de lo que pudiera ocurrir. El pánico me invadió en ese momento y no pude pegar ojo en toda la noche pensando en qué podría haber ocurrido y en cómo podría mitigar o evitar las drásticas consecuencias de un acontecimiento así.

Todo esto, mientras visualizaba las terribles imágenes que llegan estos días, a través de los medios de comunicación, del devastador seísmo en Turquía y Siria y me volvía a preguntar cómo puede el ser humano aguantar tanto dolor. Cómo una población y un país que agoniza por culpa de una guerra civil que se libra desde hace casi 12 años, y que ha dejado casi 400.000 muertos y más de 200.000 desaparecidos, puede ahora, prácticamente sumido en la desolación, hacer frente a la catástrofe humanitaria y social que lo deja en la ruina.

Reconozco que me causan tremendo dolor y tormento las fotografías de niños atrapados, desconcertados, solos, cenicientos y, también, muertos en medio de tal horror. En mi situación, imagino que es normal empatizar más con los padres y madres de esos pequeños. Y entre tanta crueldad alguna imagen también para el aliento, como la de ese recién nacido venido al mundo en medio de los escombros y la destrucción. Un alumbramiento como símbolo de la esperanza, la luz y la nueva vida que se abre paso en mitad del espanto.

Y entonces todo cambia, y yo pienso, como comentaba al inicio, que en unas horas o días estaré dando a luz en un hospital más que preparado, rodeada de profesionales, y que mi hijo (el primero) estará al cuidado de las personas que más lo quieren, además de sus padres, y siento la contrariedad de mi fortuna y su injusticia.

Clásicos

Si he disfrutado de algo a lo largo de mi vida ha sido, entre algunas otras cosas, del cine. Y aunque lo aprecio a través de cualquier medio o plataforma, reconozco mi debilidad por la gran pantalla. Ir al cine siempre ha supuesto, para mí, mucho más que entretenerse con una buena película. Es un ceremonial, con su propio protocolo, en el que me ha gustado regodearme. Desde la elección del pase o la compañía, la oscuridad de la sala y volumen envolvente de la misma, hasta los comentarios posteriores a la sesión haciendo de aficionados críticos de cine.

Aún recuerdo cuando, durante mis años en Madrid, acudía semanalmente a alguna sala de la capital y, en la mayoría de ocasiones, lo hacía incluso en solitario. O cuando descubrí en los bajos de la Facultad de Ciencias de la Información, en la que estudiaba, una videoteca con un extensísimo repositorio de obras de todos los tiempos que podía visionar in situ gracias a pequeños y antiguos televisores con auriculares. Allí pasé muchos ratos muertos entre clase y clase y conocí y descubrí a grandes clásicos del cine que habían sido auténticos desconocidos para mí. Entre ellos el que se convirtió en mi director fetiche por mucho tiempo y que fue uno de los iniciadores y principales representantes de la Nouvelle Vague: Truffaut.

He de reconocer que, para entonces, mi cultura cinematográfica ya era quizás más rica que la de algunos compañeros, sobre todo si hablábamos de películas de otros tiempos, pues mi padre en esto también nos hizo, a mi hermana y a mí, de mentor.

Así, con poco más de 15 o 16 años ya habíamos disfrutado de piezas en blanco y negro como ‘Casablanca’, ‘La fiera de mi niña’, ‘Que bello es vivir’, ‘Gilda’ o ‘Matar a un ruiseñor’. Y lejos de espantarnos este formato, sin color, aprendimos a apreciarlo. Algo que, por lo que vengo observando, no ocurre con los jóvenes y los adolescentes del momento.

Pero no es solo la escala de grises lo que niegan o rechazan sino, en general, la producción de otro tiempo que consideran anticuada, obsoleta y técnicamente deficiente. Sin embargo, en esta negación se están perdiendo los grandes referentes de la cinematografía de los que se nutre y alimenta la actual producción.

De este modo, la mayoría de chavales jamás han oído hablar de ‘Rebeca’, ‘Lo que el viento se llevó’, ‘Ben-Hur’ o ‘El apartamento’; perdiéndose así frases tan icónicas como “Francamente, querida, me importa un bledo’ o ‘Creo que este es el inicio de una gran amistad”.