¿Señora o señorita?

Hace algún tiempo, no más de tres o cuatro años, me hubiera sentido agraviada e, incluso, ofendida si alguien se hubiese dirigido a mí como señora, ya que siempre he asociado este término, erróneamente, a una mujer entrada en edad. Sin embargo, hoy más que nunca me reivindico y refuerzo en mi concepción de señora, pues esta expresión, aunque no pueda parecerlo, nos iguala y nos dignifica más que muchas otras medidas o recomendaciones contra el lenguaje sexista. 

La distinción entre señora o señorita proviene del imperativo sociocultural de calificar a las mujeres según y en función de su relación con los hombres. En este caso concreto, diferenciando entre mujeres casadas y solteras, o así lo hacía en su origen, reservando un vocablo concreto para aquellas damas que no habían contraído matrimonio; mientras que en la coyuntura masculina nunca se dio tal especificación.  

En los últimos años, son muchas instituciones las que han advertido de este tipo de ‘micromachismos’ que están incluidos y aceptados en la forma de hablar y actuar de la sociedad y que usamos de forma diaria sin ser conscientes de que son, como otros, una forma de discriminación contra la mujer. Tanto es así que, incluso, desde Naciones Unidas se pidió prescindir del termino para no incurrir en estereotipos de género. Y la propia RAE, que no es sospechosa de ser demasiado transgresora en estos asuntos, en su Nueva Gramática del año 2009 recogía que la oposición entre señora y señorita era considerada “totalmente discriminatoria”, cuando se aplicaba en referencia al estado civil de la mujer. Sin embargo, aún acepta esta acepción cuando hace referencia a la edad. Cosa que, paradójicamente, viene a ser nuevamente discriminatorio.

Me niego, rotundamente, a que nadie me califique en función de mi estado civil o mis relaciones personales. Mi vida privada es mía y ni me nombra ni me define, y mucho menos en un ambiente laboral o profesional.

Como anécdota recordaré que al mismísimo Bobby Deglané, locutor y periodista chileno, su famosa expresión “¿señora o señorita?” al comenzar una entrevista le costó, hace ya más de medio siglo, una sanción por indiscreto.

Bien, pues cuando la comparación se realiza con la total intencionalidad de poner en entredicho la moral, la integridad o la honra de una mujer me resulta aún más frívolo todavía. Y si encima la ofensa viene de otra mujer, sería un agravante. No reparando, además, ésta última en lo ridícula y obsoleta que resulta. Pues incluso para hablar mal de otra mujer hay que ser muy señora.

Siempre fui muy de París

Decía Hemingway en su novela póstuma, publicada en diciembre de 1964, sobre sus aventuras y desventuras en la Ciudad de la Luz, que “si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará donde vayas, todo el resto de tu vida”. Yo no he nacido en París. Tampoco viví allí de joven, y para eso ya llego tarde. Pero tras visitarla, y sólo en una ocasión, no creo que jamás me abandone.

Esta semana una amiga volaba a París. Aunque no soy una persona envidiosa y me alegro del bien ajeno, he de reconocer que no pude evitar cierta dentera al recibir el mensaje informándonos de su aterrizaje en tierras francesas. Y es que, tal y como le contesté de forma instintiva, yo siempre fui muy de París.

Creo que he comentado alguna vez que con algunas ciudades me sucede que me siento, literalmente, como en casa; no me son extrañas. Esto me ocurre con Madrid, Roma o Granada, por ejemplo. Sin embargo, aunque con la capital de Francia no tengo esta familiaridad, me creo de allí –o eso me gustaría -más que de ninguna otra parte. 

Y es que, en ocasiones, me siento tan parisina como la gárgolas de Notre Dame, los croissants de mantequilla, las cuestas de Montmartre, las boinas ladeadas o los atardeceres a orillas del Sena. No es solo por la abrumadora belleza de cada rincón y cada lugar en el bastión del art nouveau, sino también por la forma de ser y de vivir de su gente. Ese savoir faire; gracieja propia y exquisita para disfrutar de la vida y las cosas.   

Seguramente este ‘saber-hacer’ se remonta a épocas de esplendor, exuberancia y deleite como La Belle Époque, con sus cafés, cabarets y galerías de arte, y los felices o locos años veinte, alejados de cualquier tipo de límite creativo o moral; y en las que la moda fue uno de los catalizadores de todos esos cambios sociales y económicos. Ambiente bohemio, libertino y despreocupado que bien refleja la galardonada, incluso con un Oscar a Mejor guión original, ‘Midnight in Paris’ de Woody Allen.

Sea como fuere, no soy francesa, ni tampoco parisina. C’est la vie! Y por ello tengo que conformarme con poder escapar (o soñar), de vez en cuando –y espero que sea mas a menudo- , a esta ciudad y… Oh lá lá! Sorprenderme con cada una de sus maravillas. Porque ‘París es siempre una buena idea’.

Estoicismo caduco

Mi abuela fue una mujer de las de antes, muy de las de antes. Su sentido de la honra, la familia y el esfuerzo fue férreo e inamovible hasta el fin de sus días. Pequeñita en las hechuras pero sólida y densa en el carácter. Vivió siempre de negro, o al menos yo así la recuerdo. Enlutó con el fallecimiento de su madre, allá por el año 82 y pocos días antes de la boda de su hija (mi madre), por lo que declinó su asistencia a los festejos posteriores al casamiento; y desde entonces encadenó una perdida tras otra vistiendo de un riguroso azabache que contrastaba con su cano pelo.  

Aún guardo en mi memoria cuando murió mi abuelo y su casa se cerró a cal y canto a la luz del sol en señal de duelo. Las persianas no sobrepasaban el metro del suelo, la tele jamás volvió a encenderse en aquel apartamento y nosotras, sus tres hijas y algunas nietas, pasábamos las tardes de marzo en torno a las enaguas de una mesa de camilla y su brasero.

No tuvo afición alguna, ni hobbies o pasatiempos. Cosía como forma de vida y, sumado al cuidado de su familia, vivía para ello. Si con algo la vi disfrutar, ya en su ancianidad, fue con las visitas al Mercadona que hacía de forma diaria adquiriendo en cada viaje no más de uno o dos efectos, con lo que se aseguraba una excusa perfecta para regresar, a por lo que faltaba, en cualquier otro momento. Supongo que para ella, que vivió una guerra y su desabastecimiento, la contemplación de aquel surtido y disponibilidad le suponía cierto gusto y regodeo.

A nosotras nos quiso más que a su vida, pero a los hombres (yernos y nietos políticos) siempre les guardó recelo. Con cierta gracieta mi padre la comparaba, en familia, con Bernarda Alba por su forma de acatar la tradición y la moral, desde un matriarcado que imponía respeto y sometimiento.

Pocas veces la vi disfrutar en público, quizás algo con los nietos y bisnietos pues, en su doctrina del sacrificio, el gozo y el deleite eran poco menos que un error o un tropiezo.  Y creo que de ahí nos viene a las ‘Abellán’ esa tediosa propensión a un caduco estoicismo, que en mayor o menor medida hemos heredado, con una inclinación a la culpabilidad frente al placer o divertimento.

Y es que aquel sentimiento, tan propio de una época, se ha convertido para las mujeres de este tiempo en un lastre del que aún tratamos de desprendernos.

Pequeños gigantes

En la iconografía cristina hay una representación que me cautiva por encima de las demás. Quizás, y entre otras cosas, porque es una de las menos cruentas y feroces; o más bien todo lo contrario, despierta y provoca cierto afecto y ternura. La imagen de San Cristóbal portando al pequeño Jesús a sus hombros es una de las más delicadas del santoral católico.

Mientras que, por ejemplo, a San Bartolomé se le reconoce por los jirones de piel ensangrentados relativos a su agónico martirio, y a Santa Águeda por sus pechos amputados; al patrón de los viajeros se le suele encarnar; fruto de la hagiografía (historia de la vida de un santo) que de éste se recoge en la célebre ‘Leyenda Dorada’, obra del arzobispo genovés Santiago de la Vorágine en el siglo XIII; como a un coloso con la ropa mojada y un cayado que transporta, quizás con cierta abrumación en sus rostro, a un Cristo niño que lleva el orbe entre sus manos en su espalda.

Representaciones de este Santo hay muchas, desde la pintura mural de la catedral de Toledo, del pintor Gabriel de Rueda, o la de Murcia, a las diversas imágenes que atesora el museo de El Prado, como los lienzos de Borgianni o de Ribera, siendo esta última una de mis favoritas. Imagen que, durante los meses de encierro, recreamos en casa a través de la propuesta #Confinarte lanzada en redes sociales por alumnos y profesores del IES Arzobispo Lozano de Jumilla.

Lo que realmente me fascina de esta estampa es la humildad del grande, al menos físicamente, dejándose guiar por el pequeño. El rendimiento y la reverencia al Niño, al que se hace pequeño, como recogerá San Mateo en las escrituras: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.

Y es que, si algo he aprendido como madre, es que nuestros hijos tienen mucho que enseñarnos. No hay corrupción alguna en sus sentimientos y sus actos son nobles, instintivos y sencillos, alejados de la pompa y la doblez propia de la madurez. Son nuestras miradas, condicionadas, las que, en ocasiones, ven vileza o pillería en sus acciones. De ahí que me sea grato y también necesario, de vez en cuando, recordar la verdadera grandeza de este gigante y practicar la sencillez de lo pequeño.

Como decía Víctor Hugo: “Cuando un niño rompe un juguete, parece que anda buscándole el alma”.

A pasar la primavera

Granada. Quién no ha soñado alguna vez, como en su día hiciera el mismísimo emperador Carlos V, fijar en ella su residencia o morada. Y es que tras una luna de miel, que supuso uno de los momentos más felices de la pareja formada por el descendiente de Juana y Felipe de Castilla e Isabel de Portugal, el emperador mandó construir el Palacio que lleva su nombre al arquitecto toledano Pedro Machuca, un enamorado del Renacimiento italiano que plasmaría en esta imponente obra, que se suma al legado musulmán, lo mejor de esta corriente artística en España. Convirtiendo así este complejo monumental, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1984, en uno de los más visitados del mundo y erigiendo a la ciudad Nazarí como icono del turismo internacional, también impulsado por su famosa estación de esquí en Sierra Nevada.

Pero si hay algo que hace única a esta urbe andaluza es su capacidad de asombrar y seducir con infinitos, y algunos poco conocidos, lugares y recodos. En cada visita, en cada escapada, descubro fascinada un nuevo rincón favorito. Desde los significativos cármenes, típicas viviendas granadinas, que salpican barrios como el del Realejo, Albaicín o Sacromonte convirtiéndolos en huertos y jardines infinitos, solo flanqueados por sus austeras tapias blancas; a los casi relicarios en los que se convierten algunas capillas, iglesias o conventos con una virguería y exquisitez en su ornamentación y arquitectura propia de la mejor orfebrería.

En mis últimas estancias, el Carmen de los Mártires, ese vergel urbano ubicado en el entorno de la Alhambra, es  -junto al paseo de la Fuente del Avellano, al que concurro en mis ratos de descanso disfrutando la brisa, el sombraje de su arbolea y la lectura de los poemas que delimitan el camino – una visita inevitable.

Hace tan solo unos días, y después de varios intentos, conocía la Biblioteca del Hospital Real, construido bajo el reinado de los Reyes Católicos y actual sede del Rectorado de la Universidad de Granada. Un espacio único, con elementos góticos, renacentistas y mudéjares, para la imprimación de saberes bajo su artesonado y cúpula y con espacios de esparcimiento como los cuatro claustros que componen el edificio.

Así, versionando a Juan Ramón Jiménez cuando visitando los cementerios de Nueva York decía que daban “ganas de alquilar una tumba sin criados para pasar la primavera”, aludiendo al caos de la ciudad, el Hombre del Renacimiento afirmaba, bajo el violáceo firmamento de glicinias en el Paseo de los Tristes: “Dan ganas de quedarse aquí a pasar la primavera”.