Pequeños gigantes

En la iconografía cristina hay una representación que me cautiva por encima de las demás. Quizás, y entre otras cosas, porque es una de las menos cruentas y feroces; o más bien todo lo contrario, despierta y provoca cierto afecto y ternura. La imagen de San Cristóbal portando al pequeño Jesús a sus hombros es una de las más delicadas del santoral católico.

Mientras que, por ejemplo, a San Bartolomé se le reconoce por los jirones de piel ensangrentados relativos a su agónico martirio, y a Santa Águeda por sus pechos amputados; al patrón de los viajeros se le suele encarnar; fruto de la hagiografía (historia de la vida de un santo) que de éste se recoge en la célebre ‘Leyenda Dorada’, obra del arzobispo genovés Santiago de la Vorágine en el siglo XIII; como a un coloso con la ropa mojada y un cayado que transporta, quizás con cierta abrumación en sus rostro, a un Cristo niño que lleva el orbe entre sus manos en su espalda.

Representaciones de este Santo hay muchas, desde la pintura mural de la catedral de Toledo, del pintor Gabriel de Rueda, o la de Murcia, a las diversas imágenes que atesora el museo de El Prado, como los lienzos de Borgianni o de Ribera, siendo esta última una de mis favoritas. Imagen que, durante los meses de encierro, recreamos en casa a través de la propuesta #Confinarte lanzada en redes sociales por alumnos y profesores del IES Arzobispo Lozano de Jumilla.

Lo que realmente me fascina de esta estampa es la humildad del grande, al menos físicamente, dejándose guiar por el pequeño. El rendimiento y la reverencia al Niño, al que se hace pequeño, como recogerá San Mateo en las escrituras: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.

Y es que, si algo he aprendido como madre, es que nuestros hijos tienen mucho que enseñarnos. No hay corrupción alguna en sus sentimientos y sus actos son nobles, instintivos y sencillos, alejados de la pompa y la doblez propia de la madurez. Son nuestras miradas, condicionadas, las que, en ocasiones, ven vileza o pillería en sus acciones. De ahí que me sea grato y también necesario, de vez en cuando, recordar la verdadera grandeza de este gigante y practicar la sencillez de lo pequeño.

Como decía Víctor Hugo: “Cuando un niño rompe un juguete, parece que anda buscándole el alma”.