¿Dónde está mi tribu?

2C7197AE-32C0-478B-9FA4-A51C30C4C73FDice un proverbio africano que “para educar a un niño hace falta una tribu” y, desde luego, no le resta razón. Al menos para no hacerlo a costa de la salud de los progenitores, fundamentalmente de la madre –no nos engañemos -. El confinamiento nos ha robado el mes de abril, como cantaba Sabina, y ya veremos que parte de mayo. Pero también nos ha robado a la tribu. Los más pequeños de la casa, todo el día encerrados, tienen que entretenerse y satisfacer sus necesidades únicamente con la implicación de mamá y papá, también los fines de semana. Lo que hace la tarea de criar menos atractiva para ellos y mucho más pesarosa para nosotros. Y es que esta crisis sanitaria nos ha despojado de los abuelos que, por ser población de riesgo, han sido condenados a vivir sin sus nietos. Ellos están siendo, sin duda, los más castigados por la importante tasa de mortalidad a sus edades y porque además están viviendo este tiempo muy solos y, puedo imaginar, tremendamente asustados cuando ven a los de su quinta marchar.

‘El pequeño ratón’ no cuenta ya, desafortunadamente, con sus abuelos. Ambos nos dejaron demasiado jóvenes. Pero sí podrá disfrutar de dos abuelas: Loli y Emilia, que cada una a su modo enriquecerán su educación y crecimiento, cuando el Coronavirus lo permita.

Mi madre, Loli, con sesenta recién cumplidos, está en primera línea de batalla trabajando en una farmacia más horas de las que su espalda puede aguantar. Es una de las heroínas de esta crisis, la mía particular. Y la de mis sobrinos, que la han pintado para un concurso con el objeto de que sea la protagonista del dibujo impreso de unas conocidas galletas infantiles. Y aunque su tarea la distrae un poco de su aislamiento, no deja de preocuparnos que esté tan expuesta a la enfermedad. Aunque asegura que no le importa el virus, lo que de verdad sufre es la distancia con sus pequeños. A diario, cuando acaba su jornada, nos acompaña en el baño del bebé y así, pantalla a través, lo va viendo crecer.

Por su parte, Emilia, que este año cumple los setenta, sobrelleva la situación en casa repasando fotos de otros tiempos y, como tantas otras señoras, esperando la visita puntual de sus hijos que le llevan la compra y le dan un poco de conversación. Momento que aprovecha para, esta vez de forma digital y en los terminales de los papás, revisar imágenes y vídeos de sus nietos. ‘El pequeño ratón’ es el menor, así que poco puede interactuar, pero las travesuras y ocurrencias de los mayores le aportan más vitalidad. Aunque, por suerte, de eso va sobrada. Hace unos días me confesaba, por teléfono, que había pasado la tarde bailando frente al televisor con las canciones de su época. Mucho mejor así, por su ánimo y nuestra tranquilidad.

Mención merece la ‘chacha Valentina’, hermana de mi madre y como una abuela más, que se ha puesto al día con whatsapp y con baño del pequeño también puede disfrutar. ¿Y los tatos y los primos? ¡Cuánto echamos de menos nuestra tribu!

Lo que puede ser positivo de este ‘cada uno en su casa y Dios en la de todos’, a la hora de criar, es que las mamás primerizas pocas recomendaciones tenemos que soportar. Estamos educando como queremos, sin explicaciones ni consejos que no pedimos y que nos saben a juicio, robándonos así la seguridad. Sin embargo, y pese a esta ventaja, nosotros estamos hechos para vivir en comunidad. Queremos a nuestras abuelas, tatos y primos que nos den el relevo, un poquito, los fines de semana para poder descansar.

A todas las abuelas, jefas de la tribu, que estos días sufren la soledad, porque serlo es una de las dichas más grandes que guarda la edad.

La vida en los balcones

La vida no se detiene, pese al Coronavirus. Eso sí, en esta ocasión los recién nacidos llegan al mundo en contextos un tanto más extraños y donde la alegría es contenida por la pena de no poder compartirse. Los abuelos, los mismos que habitualmente hacen más llevadera la carga a los progenitores compartiéndola, están siendo, sin duda, de los más perjudicados. También desde el punto de vista emocional. Confinados, y en muchos casos solos, han sido condenados a vivir sin sus nietos. Y es que estos días apenas tenemos más vida que la que alcanzamos a ver desde nuestros balcones.

Precisamente así, de balcón a balcón, y en mi caso con la duda de si guardamos la distancia mínima de seguridad (pues es una calle estrecha por la que apenas circula un coche), hemos conocido una de estas nuevas vidas. La pequeña Carmen llegaba al mundo hace menos de un mes en medio del caos y el pánico desatado por este virus que ha atropellado nuestras existencias atacándolas en sus imperturbables rutinas. Su padres, Fran y Carmen, a los que tampoco tratábamos antes, la hacen partícipe cada tarde del aplauso a los profesionales que libran la batalla al COVID19. Y así hemos sabido que vino al mundo con una mano delante y que tiene hoyuelos, que su papá quiere ser bombero y que su mami se compra cada año una pañoleta diferente para el Bando de la Huerta; a la par que hemos puesto nombre y rostro a aquellos que vivían tras los cristales. Tras esos cristales y tras muchos otros balcones y ventanas.

Pues si algo ha tenido esta pandemia es que está convirtiendo en familiares aquellos rostros que nos eran totalmente ajenos. En ocasiones, los veíamos cada día pero el vertiginoso ritmo al que nos sometemos nos impedía reparar en ellos. O, incluso, habiendo cruzado nuestras miradas desconocíamos lo que había detrás de estas. Como Ana y su familia, los del segundo izquierda. Me solían auxiliar con el carrito del bebé en las escaleras pero ahora, gracias a las charlas de barandilla, sé que también tuvo problemas para dar el pecho a su hija y que pese a que sus niños quieren otro hermanito, el padre no se ve “con fuerzas para empezar de nuevo”.  En el edificio de enfrente viven Isabel y su hermano Manolo. Ella sufre de dolores de cabeza que, a veces, le impiden salir a las ocho, pero tienen una terraza preciosa llena de plantas y flores. A Inés, la del segundo izquierda, ya la conocía, pero estos días hemos compartido cenas y comidas que nos dejamos a los pies de las respectivas puertas. 

Todos ellos pasaban desapercibidos parar mí, igual que nosotros para ellos. Sin embargo, en estos momentos son los únicos rostros que ve mi pequeño además de los nuestros. Hemos cantado un montón de cumpleaños, por ejemplo al pequeño Julio (del bloque de enfrente), unos se han vestido de nazarenos, otros de huertanos, hay quien hace deporte en su terraza e incluso han tocado las castañuelas y repartido rosas en Domingo de Resurrección.

De balcón a balcón hay sentido de barrio más que nunca. Hemos vuelto al recuerdo que tenía de mi infancia del término vecino.  Una vida que se compartía con las puertas abiertas y en largas noches de bonanza estival entre conversaciones vecinales. Pues si bien este maldito virus “ha cerrado”  nuestro  día a día, nos ha hecho abrir “los ojos de nuestras viviendas” para descubrir una vida que late y bulle en cada ventana .

Lo maravilloso de venir al mundo pese al Coronavirus

a5b173b6-a71f-4612-93ec-4a25c0303447Cada tarde, a las 20.00 horas, los aplausos resuenan en cada calle de cada pueblo y cada ciudad de nuestra Región –como en otras comunidades y países –poniendo así sonido al profundo agradecimiento de cada hogar y cada ciudadano a los profesionales, especialmente los sanitarios, que estos días se dejan la piel y el corazón luchando contra este maldito virus. La piel, como metáfora de la salud, porque muchos de ellos han resultado también víctimas. El corazón, porque estoy segura de que de una experiencia así no se sale indemne. Por la responsabilidad sobre las vidas de otros. Por la culpabilidad y la impotencia al sentir que uno ya no pueden más, tras interminables jornadas de trabajo, dicho sea de paso. Por no poder ver a los tuyos por el miedo a dañarles. Y porque, a falta de otros familiares, se están convirtiendo en consuelo de enfermos y en la mano que aprietan los moribundos. No. Uno no puede ser el mismo después de algo así.

Y es que, además de librar en las trincheras la batalla al COVID-19, en muchos casos y muchas otras áreas están obligados a mantener la normalidad en la retaguardia, mostrando la entereza y el equilibrio que garantice el correcto funcionamiento de los principales servicios. Sea este el caso de los hospitales maternales, por ejemplo. Porque, gracias a Dios y afortunadamente, se sigue naciendo. Y es que ahora, en medio de todo lo que está ocurriendo, es más necesario que nunca sentir esa tranquilidad y esa serenidad durante el alumbramiento. Hablaré de lo que conozco, y me consta que en el Hospital Virgen de la Arrixaca todo el personal de maternidad y paritorios sigue trabajando para que nosotras, las mamás, sintamos que nuestro parto es único; y ellos, los bebés, vengan a este mundo ajenos a la locura que ha desatado este virus.

No sé si lo he contado ya, creo que no, pero jamás olvidaré aquellas horas y aquellas caras. Ni tampoco sus nombres. Recuerdo como el domingo 20 de octubre entraba sola –el ‘Hombre del Renacimiento’ había ido a aparcar -por la puerta de Urgencias del Hospital Maternal con mi bolso en la mano y muerta de vergüenza por el reguero que iba dejando a mi paso. Jamás había estado hospitalizada, por lo que llegaba con cierto recelo. Los nervios se me intuían en una media sonrisa que no me podía quitar de la cara. Y encima, como ya sabéis, iba sin plan de parto. Pero totalmente dispuesta a ir reaccionando según la situación lo requiriese.

Ya en monitores las enfermeras me ayudaron con la ropa, pues perdía mucho líquido y no podía dejar de presionar para desvestirme. Y desde ese momento, nunca me he sentido mejor tratada. En planta, mientras esperaba a dilatar, la matrona María Ángeles Gil me acompañó en cada centímetro con reconocimientos que apenas sentía. Ella se sorprendía de cómo podía mantener la sonrisa y bromear mientras los hacía. Lo que no sabía es que yo solo me contagiaba de su energía.

Cuando llegaron las horas más críticas, en paritorios, me creí literalmente bendecida. Jesús Soler o Jesús ‘Matrón’, como es cariñosamente conocido, me procuró todo tipo de atenciones, incluso respondiendo a mis temerosas preguntas de primeriza e intentando que en aquella habitación no faltase ni el humor. Haciendo, sin duda, mucho más llevadera la vela.

A las cuatro de la mañana comenzaba el trabajo de parto. Me asistió una matrona con nombre de Virgen: Guadalupe de Alba y Vega. No sabiendo ella que desde hace algún tiempo tengo especial debilidad por esta representación de Nuestra Señora, con su manto lleno de estrellas. No creo que fuesen casualidades. El alumbramiento no fue fácil. El pequeño no quería salir y se escondía una y otra vez tras enseñar su pelo moreno a los presentes. Y cuando apareció su cabecita hubo que maniobrar para liberarlo del cordón. No olvidaré jamás la serenidad, la paz y la ternura en las palabras de aquella mujer, seria y contenida, pero tremendamente profesional y empática. Y así se lo hice saber a ella y al todo el equipo. De forma un poco cómica, el ‘Hombre del Renacimiento’ siempre relata como, mientras otras mujeres gritan toda clase de improperios, yo repetía, medio ‘drogada’ por la anestesia y por el fervor del momento, que jamás olvidaría sus caras y que les estaba tremendamente agradecida.

Pues hoy, cinco meses y pico después, cada vez que salgo al balcón también aplaudo por ellos. Por los que se enfrentan a lo excepcional pero también por aquellos que, incluso ahora mantienen con su trabajo lo más ordinario: lo maravilloso de venir al mundo, pese al Coronavirus.