Cuando tiemblan los cimientos

La pasada madrugada del jueves, en casa, como en otros hogares de la Región, nos despertábamos sobresaltados, en torno a las tres de la mañana, con el estrepitoso sonido y sobrecogedor movimiento de un terremoto que no por breve resultó sutil. Con una magnitud de 3,3 su epicentro se ubicaba a pocos kilómetros de nuestra vivienda; información que obtuve casi en tiempo real al entrar en la página web de Instituto Geográfico Nacional. Ésta es, sin duda, una de las prácticas que aún mantengo de mis años en prensa escrita como redactora y jefa de redacción: cuando el hecho ocurre no puedo descansar hasta obtener los datos y la información. Imagino que, más allá de una deformación profesional, también habrá cierta inclinación en mi carácter.

Tras el incidente; momento en el que instintivamente me proyecté sobre mi hijo con el firme propósito de que nada le hiriese, en el caso de que hubiese desprendimientos; no conseguí conciliar el sueño. Durante los primeros minutos, tracé un plan y protocolo en mi cabeza de cómo actuar en caso de que el temblor repitiese, pues en este tipo de fenómenos son bastante habituales las réplicas. Todos hemos oído o leído, teniendo en cuenta que vivimos en una Región con bastante actividad sísmica, cuáles son los lugares a evitar y cuáles los refugios recomendados para sortear daños personales.

Una vez que tuve claro nuestro refugio me asaltó el miedo. Curiosamente, ya no el miedo a lo que podría ocurrir, me había ocupado en diseñar nuestra guía de salvamento, sino a lo que podía haber ocurrido. Fue como si la sacudida me hubiese recordado la fragilidad de nuestros días y nuestra vida. La incerteza de lo que está por acontecer y la inestabilidad de lo que pensamos nuestra seguridad.

Siempre, cuando ocurre alguna calamidad, y últimamente nos estamos malacostumbrando, solemos re visionar nuestra existencia y pese a las preocupaciones y disgustos, pues todos los tenemos, tendemos a agradecer ese contexto cotidiano al que restamos importancia por frecuente y familiar. Y es que pensar que un solo segundo basta para devastarnos desde los cimientos es espeluznante.

Precisamente ese es el terror al que se enfrentan miles de familias desterradas de sus raíces, sus principios y sus orígenes por la guerra. Familias que dejan atrás hogar y estirpe para comenzar a construir pilares en un nuevo lugar en el que no tienen arraigo ni sentimiento de pertenencia.

Ayudemos a cimentar esas ‘lastimadas’ vidas de nuevo desde la base de la fraternidad y el entendimiento.

La dura maternidad

Ser madre es, sin vacilación alguna, el trabajo más sufrido y arduo  que he realizado jamás. Pese a mi pronto ingreso en el mundo laboral y variadas experiencias profesionales, en ocasiones con jornadas de hasta doce horas de trabajo a lo largo de once días ininterrumpidos, creo que nunca había sentido, como en este contexto, la extenuación.

Sin duda, hoy alcanzo a apreciar con justicia el trabajo que hicieron nuestras madres y siento que, con las limitaciones de cada una y las dificultades de otros tiempos, no pudieron hacerlo mejor.

Y es que en la maternidad no hay jornadas reducidas, ni intensivas, ni, tan siquiera, partidas. Es una guardia de 24 horas perpetua. Y, aunque gozamos de más información y más recursos que nuestras predecesoras, también nos exigimos más y nos juzgamos más duramente. Ser madre supone, en algunos círculos, un derroche de cualidades, atributos y procederes que te capacitan, o no, para el puesto. Y vivimos angustiadas por alcanzar, en dicha materia, la excelencia. Ni que decir tiene que la teoría es bastante más sencilla que la práctica.

Esta rigidez en las formas, con un entorno severo e implacable, está pasando factura a nuestras emociones y nuestra mente, convirtiéndonos en un objetivo frágil y evidente. Haciendo de la culpa un sentimiento constante. Se nos exige, entre otras cosas, que trabajemos como si no fuésemos madres y que criemos como si no trabajásemos. Mientras que con los años se le ha otorgado a la educación de nuestros hijos una magnitud y trascendencia incomparable y extraordinaria, que celebro; se ha descuidado el bienestar, la confianza y la seguridad de la madre.

Y es que no atender a tus necesidades, por priorizar la crianza, no te hace mejor madre. Solo una madre más frustrada. No ceder o conceder con el móvil, tampoco te hace mejor madre si te convierte en alguien atormentado, irritable o colérico. Como apuntan en #lavidamadre –realista cuenta de Instagram sobre este ejercicio – “la leche materna es increíble pero nada sustituye a tu salud mental”.

Es el momento de olvidar aquella madre que querías ser, porque ésta no era madre, y saber que, paradójicamente, “detrás de cada niño feliz hay una madre que piensa que está fallando”.  “Si estás dando lo mejor de ti, estás dando lo mejor a tus hijos. No dejes que ‘lo mejor’ de otra persona te haga creer que no eres suficiente”.

La maternidad se te hace dura porque lo es, no porque estés fallando.