
Decía el escritor, poeta y diplomático mexicano, Octavio Paz, que no sabía si la modernidad era una bendición, una maldición o las dos cosas; pero lo que sí alcanzaba a distinguir es que ésta era un destino. En esta ocasión, se refería al sino de su propio país, pero esta certera reflexión se puede aplicar al porvenir de cualquier otro aspecto o elemento.
Así, aquellos que ven en lo moderno un peligro o eventualidad no temen más que a lo que desconocen y de ahí ese rechazo que les condena al status quo y la obsolescencia. Sin embargo, los que sucumben únicamente al atractivo de lo vanguardista y contemporáneo, olvidan que cualquier nueva corriente u obra bebe y se nutre, siempre, de los clásicos. Que fueron éstos los que sentaron las bases y los principios de cualquier disciplina. Es por eso que considero de vital importancia que, sobre todo, los jóvenes continúen acudiendo a éstos como fuente de conocimiento e inspiración.
Tal es mi convencimiento que, aunque suelo sentirme atraída por lo transgresor e inesperado de la vanguardia, intento mantener siempre una estrecha relación con lo clásico: revisándolo, redescubriéndolo y, en algunos casos, experimentándolo por primera vez.
El pasado fin de semana, por ejemplo, era testigo de como en el propio patio de mi casa –un espacio a medio camino entre un carmen granadino y un patio cordobés –acontecía una adaptación de la obra de Zorilla, Don Juan Tenorio, adecuada a todos los públicos. Dos pases, de hora y media, sirvieron para que más de 120 personas re-visionaran o, incluso, vieran por primera vez este clásico de la literatura española y universal.
Es el séptimo año que se representa en este entorno gracias a una pequeña compañía de actores que hace unos años iniciaban en Caravaca de la Cruz este proyecto con el objetivo de acercar esta obra al gran público y hacerlo, además, recorriendo los lugares más bonitos y emblemáticos de la localidad. El formato funcionó y han peregrinado por media Región y provincias limítrofes con su espectáculo; llegando incluso a este peculiar rincón que habitamos.
Esta propuesta, más breve y amena de la pieza del autor vallisoletano, consiguió embelesar incluso a mi hijo de tres años que, desde entonces, ya sabe quién es Doña Inés y que, aunque a ratos no lo parezca, Don Juan Tenorio resulta ser bueno, tras redimirse de sus muchas fechorías.
Desconozco que quedará en su recuerdo de estos días de teatro con el paso de los años, pero de lo que estoy segura es de que esta experiencia, junto a otras, le permitirá algún día valorar ese ‘regreso a los clásicos’.