Meter el dedo en la llaga

Siempre he sido muy escéptica. He necesitado ver las cosas no solo para creerlas, sino también para entenderlas. Quizás también por eso me han gustado más las letras, porque las ciencias explican teorías y conceptos que uno no puede ver y que, además, están lejos del simbolismo –propio de la filosofía, las artes y las letras- que no es más que una forma de representar y hacer visible aquello que no se divisa. Así, puedo entender qué es la belleza, el dolor, la vida e incluso la muerte, porque su representación es perceptible, sin embargo los átomos, π, la relatividad o los agujeros negros se encuentran a años luz, nunca mejor dicho, de lo que puede procesar mi mente.

Reconozco que a veces he deseado ser más crédula porque hay cosas que así resultan más sencillas. Pero yo, como Santo Tomás, he necesitado la llaga para ofrecer mi confianza. Por eso con la religión he tenido mis más y mis menos porque aún queriendo creer no veía y cuando ves, a veces, es difícil creer en lo que estás viendo. Pese a todo esto, nunca me he revelado atea, ni siquiera agnóstica. De nuevo como Santo Tomás, pero en esta ocasión de Aquino, he querido creer en un motor primero, una causa incausada, un primer ser necesario, perfecto y/o inteligente –las cinco vías de su Suma Teológica – aunque a mí también me haya costado saber cómo denominarlo.

Siempre he estado más cerca del dios cristiano que de cualquier otro. Lógicamente por cultura, educación y simpatía personal, no hay por qué negarlo. He crecido con las historias de la Biblia y de personajes humildes, bondadosos, carismáticos y sabios –del Antiguo Testamento -que realizaban proezas al ser los elegidos y estando Dios de su lado. Pero sin duda es la semblanza de Jesucristo por la que más me he inquietado y preguntado. En esta sociedad egoísta es casi un escándalo hablar de renuncia. Es un mensaje completamente revolucionario.

Pero incluso a pesar de estas ganas de creer para fiar han sido necesarias mis llagas. Confieso que hacía mucho que no rezaba pero cada vez que me he visto asustada, sobrepasada o angustiada el hablar con este Ser o Causa Incausada reconozco que me ha devuelto la paz y el sosiego que en ese momento mi alma necesitaba. Aún recuerdo cuando nació mi hijo y la alegría y el pánico se mezclaban y llorando pedía a quien desde arriba me escuchara que me diese la fuerza que no tenía y la vida necesaria.

La importancia de llevar bolso

He vuelto al trabajo. Después de diez meses de baja por maternidad, lactancia y excedencia, correlativamente, esta semana volví a abrir la puerta de mi despacho. Y, aunque estos periodos a las mamás siempre se nos harán cortos, me sentí como si llevara años sin hacerlo. Han pasado tantas cosas en mí desde aquel momento en el que lo cerré por última vez que es como si hubiera transcurrido una vida. Y es que jamás seré ya la que meses atrás echó aquella llave. La maternidad es el cambio más brutal que podría haber experimentado.

Confieso que he pasado mi verano contrariada. Sin poder quitarme de la cabeza el momento de la desmembración. Durante sus primeros meses de vida, apenas nos separábamos para que yo hiciese pipí. Con el tiempo aprendí a estar sin él una media de dos horas, y lo echaba de menos. Aún recuerdo el día de mi examen final en la Escuela Oficial de Idiomas cuando la profesora encargada de vigilar a mi grupo me advirtió que si volvía a mirar el móvil tenía que expulsarme de la clase. No se podía hacer una idea de la ansiedad que me provocaba estar cinco horas sin saber de él.

Sin embargo, conforme se acercaba el momento, una parte de mí empezaba a sentir algo distinto. La necesidad de sentirme yo, pero un yo unipersonal. Así que el día de mi regreso madrugué, me duché, me arreglé el pelo y me maquillé, incluso los labios y eso que ahora con las mascarillas es absurdo. Me tomé mi café antes de que nadie más en la casa se levantase. Y conseguí arreglar todo lo que el bebé demanda. Y allí estaba yo, con mis tacones rojos, mi maletín y mi bolso –llevo casi un año sin utilizarlo porque todo cabe en la mochila del carro -esperando que llegase la hora de partir. Una vez en el trabajo me sentí bien: productiva, solvente y en forma. Por muchos meses que hubieran pasado comprobé que aún seguía en la onda.

Sin embargo, no pude evitar la temida ‘ansiedad por desapego’, pero no la del bebé, sino la mía –éste es un trastorno que sufren los pequeños a partir de ciertos meses cuando estar lejos de sus padres les produce un verdadero sufrimiento -. Coordinaba mis tareas y cumplía con mis quehaceres pero no dejaba de mirar el teléfono. Supongo que es natural pensar que nadie lo protegerá como yo lo protejo, pero entiendo que con el tiempo comprobaré que está bien y yo disfrutaré de llevar bolso de nuevo.