
Mientras que en estas fechas a muchos les (nos) preocupa el fin del verano o de las vacaciones; mi madre, con sus calamitosos augurios, anda turbada por los episodios que podrían estar vaticinando el fin de los tiempos. Hace algunas mañanas, durante el desayuno, y coincidiendo con uno de esos atípicos días estivales en los que el cielo se ensombrece y el ambiente se enturbia, me comentaba que se estaban sucediendo acontecimientos pre-apocalípticos. Catástrofes como el desastre ecológico del Mar Menor o el terremoto de Haití que evidencian una absoluta falta respeto y responsabilidad con el medio ambiente. Pandemias mundiales en las que contamos las pérdidas de vidas por millones. Y la situación política y el caos en Afganistán que derivan en una nueva crisis humanitaria, que se suma a las tragedias migratorias en las fronteras y océanos y de los campos de refugiados. Entiendo que para mi madre todo esto resulte dantesco y propio de relatos sobre el fin del mundo.
Si hay una situación que me resulta especialmente estremecedora son las imágenes en la frontera Afgana. Bebés alzados de mano en mano esperando el ‘rescate’ de las tropas. Algo que he experimentado en este tiempo es que el sentimiento de protección de una madre está por encima de cualquier otra cosa. Ese instinto animal que te hace estar en guardia permanente y asumir que ningún otro lugar será tan seguro para tu hijo como tus propios brazos. De ahí, que ver a una madre como ‘entrega’ a su pequeño a extraños, sin más que lo puesto, sin saber qué será de ellos ni quien los protegerá al otro lado del muro y con la incertidumbre de no saber si lo volverán a ver; me hace entender el terror que deben estar viviendo.
Hace unos días mi hermana comentaba que éste le parecía un tremendo gesto de amor; pues son capaces de pasar por encima de las propias necesidades de proteger y cuidar de nuestros hijos; vencer el miedo a separarnos de ellos asumiendo un riesgo incierto y un dolor insoportable el resto de nuestra existencia, con la esperanza de ofrecerles una vida mejor o, simplemente, una vida.
Quizás esto no hable de finales apocalípticos, como auguraba mi madre, pero si de un final de la humanidad en el sentido más profundo de la palabra, donde la falta de amor, empatía, solidaridad y respeto nos convierte en absolutos destructores de nuestro entorno y de otras vidas.