Amar las cosas

Los objetos cuentan historias. Historias sobre el tiempo: de dónde vienen, cómo han sobrevivido, lo que han recorrido, dónde y cómo han aparecido, y, también, sobre quién los ha poseído. No en vano el célebre Múgica Láinez en su novela ‘El Escarabajo’ contaba como un anillo pude ser testigo de multitud de vidas y sus relatos, pasando por las manos del mismísimo Miguel Ángel Bounarroti, la reina egipcia Nefertiti o una desconocida prostituta de un puerto helénico. Porque si de algo hablan estos objetos es de quienes los poseemos. Nos describen, nos califican, hablan de nuestros gustos y nuestros medios. No sorprende, por ejemplo, que Neruda coleccionase mascarones de proa en su casa de Isla Negra, o un adolescente Darwin piedras, fósiles y esqueletos de animales o insectos.

El primer ‘coleccionismo’, entendido vastamente, se daba ya en la Prehistoria, sobre todo en el Neolítico, cuando se guardaban objetos por su extrañeza, forma o color. Objetos que entonces no servían para ser expuestos o deleitarse con ellos, sino que se escondían en lugares recónditos y posteriormente servían como ajuar funerario. En Egipto esta práctica pasa a ser propia de los poderosos y aunque también servían como ‘equipaje’ de éstos para el más allá ahora tienen un carácter semipúblico, conservaban en la cámara de los tesoros y servían como demostración de riqueza y poder. En la antigua Grecia se toma importancia de la historicidad del objeto, ya no solo se colecciona lo más valioso, sino lo más antiguo. En Roma se copiarán las costumbres griegas y es donde aparece por primera vez la figura del marchante, como especialista en compra/venta de arte griego. Pero es en la Edad Moderna cuando el coleccionismo adquiere un carácter público. Con la llegada del Renacimiento aparecen los cuartos de maravillas o gabinetes de curiosidades, estancias o, a veces, simples muebles, en los que los nobles y burgueses exponían objetos exóticos llegados de todos los rincones del mundo. Serán la antesala de los museos.

La necesidad de poseer belleza está pues en el comienzo de nuestra especie. Su posesión nos reconforta, nos satisface y nos hace recrearnos en ellos. Muchas veces son objetos sin uso práctico. Simplemente sirven para se expuestos. Para verlos y recordarnos que son nuestros. Unos son de gran valor económico, sin embargo no es esto lo que los hace apreciables; es su historia, quizás quienes lo poseyeron, lo que nos atrae es lo que nos hace ir más allá del propio objeto, ya sea una cerámica china o una daga del medievo. Y no es materialismo. Es amar o apreciar el aliento de las cosas, aquello que, no siendo tangible, nos ayuda a vivir.

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