Posparto

Mucho se ha hablado del posparto y, aún así, poco me parece. No se trata, únicamente, de que nuestras hormonas estén completamente alteradas, que también, pues hasta el  mismísimo Punset, con su enervante tranquilidad y todos sus recursos y teorías, cortocircuitaría en más de una ocasión. Es cierto que nuestro organismo está en plena revolución, pero créanme no habría quien se enfrente al posparto saliendo indemne.

Después de un alumbramiento, que es maravilloso pero te rompe en dos, se espera que normalices una situación completamente desconocida, extraña y en muchos casos excluyente del resto de actividades, sobre todo al comienzo, en tu rutina y en tu vida, que ya nunca volverán a ser como antes. Y que lo hagas además en tiempo record, pues en el caso de que trabajes, a los pocos meses, debes incorporar este nuevo acontecimiento a tu faceta laboral y conciliar sin morir en el intento. 

Empezando por la reducción considerable de duchas a la semana (yo que lo hacía a diario y hasta varias veces) y por el look pijamero que predomina en tus estilismos, lo que resultaría más banal de todo, aunque todo suma; y siguiendo por las noches sin dormir, las preocupaciones por la lactancia y un nuevo ser que vive pegada a ti (y a tu pecho) 24 /7, con lo que tienes que hacer malabares hasta para ir al baño.

De la casa ni hablamos, pues si hay que priorizar, aquí debemos aplicar la ley del mínimo esfuerzo. Aunque, a veces, poner una lavadora puede resultar, en medio de la monotonía, incluso una actividad de ocio y esparcimiento. ¿Salir a la calle? No entra en tus planes, pues resulta inviable con la constante demanda de pecho. Y así llevamos un mes, por el momento.

Y si tienes más hijos, ese constante y horrible sentimiento de culpabilidad por desatenderlos resulta, sin duda, una de las peores cargas que nos autoimponemos. Aunque la tristeza de perderte instantes con ellos es completamente real, pero no queda más remedio, el nuevo bebe te requiere y tratas de no castigarte, demasiado, por ello.

Pese a todo, (y como nos repiten para consolarnos y convencernos) estos primeros meses pasan rápido, aunque los días se hacen lentos, y yo me recuerdo a diario que no volverán y que quiero vivirlos como lo que son: unos días para el enamoramiento con tu nuevo pequeño que viene a hacer más familia y a hacer más completo aún todo lo nuestro.

Posición de privilegio

Intento escribir este artículo en el móvil acostada en la cama con mis dos pequeños -por mi empeño a no renunciar a ciertas cosas pese a lo imposibles que puedan resultar a veces- mientras uno se despierta llorando porque se hace pipí al escuchar el estridente llanto de su hermana a la que estoy cambiando el pañal que acaba de manchar. Con los dos, uno en cada brazo, he cruzado la casa para llevarlo al baño. Una vez allí me las he ingeniado para auxiliar al primero en su propósito sin soltar ni un instante a la más pequeña. Y de vuelta a la habitación, como una mamá koala con sus bebés encaramados. Una vez en el nido tratando de retomar mi escritura, a la par que mis hijos hacen lo propio con su sueño, pienso un tanto pesarosa en si es posible atender algo más.

Precisamente, esa misma mañana escuchaba una entrevista en la radio al actor y director Juan Diego Botto en la que reconocía públicamente que había podido desarrollar su carrera, sobre todo en los dos o tres últimos años en los que ha obtenido importantes éxitos tanto en cine como en teatro, gracias a que su compañera, la periodista y escritora Olga Rodríguez, había renunciado a parte de su espacio y tiempo para cuidar de su hija. Hablaba del equilibrio, de corresponsabilidad y también de algo que me ha llamado mucho la atención, de la posición de privilegio.

Para mí es importante que un hombre haga tales confesiones en público, pues pone de manifiesto una realidad muchas veces acallada y silenciada incluso en el seno de las propias parejas. Muchas mujeres asumen, o asumimos, aún hoy el rol de la renuncia y la cesión de forma tácita, dando por hecha esa posición de privilegio a los hombres, por el hecho de serlo, en materia de crianza. Y sólo poder verbalizar esta prebenda ya es algo revolucionario, más aún cuando lo reconoce el propio beneficiario.

Es justo reseñar que en los últimos años se están dando algunos avances en materia de igualdad, tanto a nivel legislativo como social. Sin embargo, y aunque excepciones haberlas haylas, a pie de calle el principal peso del cuidado de los hijos se asume desde la maternidad, regalando a los padres esa disposición de libertad para poder continuar con sus vidas.

En este caso, aunque tengo que reconocer su implicación al cargo de nuestro primer hijo y en las tareas del hogar ahora que estamos de posparto y lactancia, mis días han quedado reducidos a pijama y sillón mientras que el Hombre del Renacimiento acude y atiende otros y diversos asuntos.

Y aunque, de algún modo, son momentos de intimidad y cariño únicos y maravillosos que, además, pasarán mas rápido de lo que parece, y que voluntariamente he asumido y hemos acordado, esto no me exime de cierta frustración, incluso llanto, en determinados momentos.

Parir

Con muchos mas miedos, tal y como he confesado en más de una ocasión, afrontaba mi segundo parto. No temía al dolor; sí a dejar por primera vez a mi pequeño a cargo de otros y, por supuesto, a cualquier complicación que me pudiese impedir cuidar de ellos o protegerles, incluso poniéndome en lo peor. Así de traicionera es la mente, a veces.

El pasado jueves día 9 acudía directamente de mi puesto de trabajo al hospital  -como ya vaticinaban algunos compañeros al verme entrar a diario pese a estar casi cumplida – porque sentía ciertas molestias; pero ni yo, ni nadie al verme, hubiera imaginado que podría estar de parto y que tan solo unas horas después tendría ya a mi segunda hija en el regazo.

Con cuatro centímetros de dilatación, y diez en mis tacones (que tuve que llevar extrañamente combinados con las poco favorecedoras batas azules) y sin apenas dolor crucé la puerta de Urgencias; pronto las contracciones se aceleraron, no así el padecimiento. Sin creerme, por tal motivo, las matronas de planta me examinaban para comprobar asombradas que dilataba pese a la sonrisa y al buen humor. Así que, entre charlas y bromas, bajamos a paritorio.

Jamás en mi vida tuve un recibimiento así. Era el único parto en aquel momento y más de 20 personas, entre matrones, residentes, enfermeros y personal sanitario, esperaban mi llegada en silla de ruedas para darme ánimos. Hasta el más cobarde hubiese sentido el arrojo suficiente para lidiar cualquier ingrata misión. Agradecí emocionada aquel empujón.

Ya en paritorio, el número 6, conté con un equipo inmejorable. Manuel, residente, me dio la bienvenida y se encargó de que mi estancia resultase lo más confortable posible. Encarna y Carmen, matronas, completaban el ‘dream team’ que trajo al mundo a mi pequeña Julia. No olvidaré sus nombres, al igual que no he olvidado el de Guadalupe, quien fuera la encargada del alumbramiento de mi primer hijo. Curiosamente todos nombres de advocaciones marianas, y de algún modo así, también, sentí su protección.

A las ocho menos veinte comenzó la expulsión con la rotura de la bolsa y sin epidural; cinco minutos después la pequeña había nacido. Fueron segundos de dolor condensado, de emoción, de cierta violencia, de concentración y en los que todo mi cuerpo se desgarraba, gritaba y empujaba para parir. La vida me regalaba una nueva luz, a pesar de mis miedos.

Palabras para Julia

En muchas  ocasiones, sin un plan trazado ni guión escrito, la vida  nos enreda en tramas maravillosas cuya urdimbre está formada por nosotros mismos, por nuestra propia historia y voz. Tapices polícromos, pues, en un telar inmenso cuyos moradores desconocen el fin para el que fueron tejidos.

No soy Mónica López.  Esto es Café con Moka, pero, por primera y posiblemente única vez,  quien escribe estas palabras no es nuestra periodista y madre; sino el hombre que dibuja la vida a su lado; el padre de sus hijos; aquel a quien ella un día empezó a nombrar, en esta misma sección, como el Hombre del Renacimiento.

Hemos vivido hace unos días el alumbramiento de nuestra hija Julia, ese pequeño ser que viene a sumarse a nuestra familia, nuestra historia, nuestro singular tapiz . Una nota de ternura, quizás beige con suaves malvas, en mi paleta de pintor, sobre un lienzo de mullido algodón.

 He sido testigo, por segunda vez , de lo tremendo que es ver nacer a un nuevo ser. Como ese rito -atávico y primigenio- que es ”el parir”, no deja de renovarse ante los ojos de cada hombre, acto brutal  y sobrecogedor en su aullido de vida.  Vida que va mezclada con sufrimiento desde el primer instante.  Al ver a tu madre partirse, en girones de sangre, luz y dolor, venían a mi mente, de manera intermitente, pensamientos dispares -lejanos en el tiempo y cercanos en presencia- ¿Cuánto de mí tuvo que ocurrir y no al mismo tiempo para que tú, hija mía, estuvieras aquí? ¿Quién susurró tu nombre de juventud y dicha antes de que yo soñara con acunarte en mis brazos? Porque tu llanto al nacer, pequeña mía, es la brisa que besa nuestros ojos en este febrero frío.

Me ha acompañado durante estos días de hospital un libro maravilloso y terrible. Un libro forjado al amparo del dolor más agudo que quizá pueda un hombre sentir. Francisco Umbral enterró a su único hijo a los cinco años, Mortal y rosa es la bellísima elegía que el escritor dedicó a su hijo “Pincho” como salvación, quizás, de su  propia alma tras su muerte.

El tiempo nos envidia y acecha, Julia, porque somos eternos. Eternos en nuestra caducidad y espera. Eternos en nuestra pequeñez, gigantes en nuestros deseos y sueños.  Escribe con el más hermoso de los azules tu nombre en esta historia, hilvana con hilos de plata y oro tu verdad en este tapiz al que has llegado. Bienvenida, hija mía.

Alumbramiento

Mientras lee estás líneas puede que yo esté exactamente dando a luz a mi segundo hijo, en este caso niña, pues estaría en mi fecha prevista de parto. También podría ser que Julia, como se llamará la pequeña, se hubiese adelantado unos días y ya esté con nosotros. O, quizás, aún no haya llegado. El caso es que de un modo u otro, mientras lee esto mi situación vital habrá cambiado o estará a punto de hacerlo de forma drástica por segunda vez en mi vida. Y aunque en estos instantes reconozco que siento miedo y preocupación, sé que (si todo va bien) será el segundo mejor día de mi vida y rememoraré una de las experiencias más intensas y brutales que podré recordar nunca.

Precisamente esta semana venía a mi cabeza algo que escribía no hace mucho cuando un pequeño terremoto nos despertaba de madrugada en casa y yo, sin pensarlo dos veces, cubría el cuerpo de mi niño con el mío intentando protegerlo de lo que pudiera ocurrir. El pánico me invadió en ese momento y no pude pegar ojo en toda la noche pensando en qué podría haber ocurrido y en cómo podría mitigar o evitar las drásticas consecuencias de un acontecimiento así.

Todo esto, mientras visualizaba las terribles imágenes que llegan estos días, a través de los medios de comunicación, del devastador seísmo en Turquía y Siria y me volvía a preguntar cómo puede el ser humano aguantar tanto dolor. Cómo una población y un país que agoniza por culpa de una guerra civil que se libra desde hace casi 12 años, y que ha dejado casi 400.000 muertos y más de 200.000 desaparecidos, puede ahora, prácticamente sumido en la desolación, hacer frente a la catástrofe humanitaria y social que lo deja en la ruina.

Reconozco que me causan tremendo dolor y tormento las fotografías de niños atrapados, desconcertados, solos, cenicientos y, también, muertos en medio de tal horror. En mi situación, imagino que es normal empatizar más con los padres y madres de esos pequeños. Y entre tanta crueldad alguna imagen también para el aliento, como la de ese recién nacido venido al mundo en medio de los escombros y la destrucción. Un alumbramiento como símbolo de la esperanza, la luz y la nueva vida que se abre paso en mitad del espanto.

Y entonces todo cambia, y yo pienso, como comentaba al inicio, que en unas horas o días estaré dando a luz en un hospital más que preparado, rodeada de profesionales, y que mi hijo (el primero) estará al cuidado de las personas que más lo quieren, además de sus padres, y siento la contrariedad de mi fortuna y su injusticia.

Clásicos

Si he disfrutado de algo a lo largo de mi vida ha sido, entre algunas otras cosas, del cine. Y aunque lo aprecio a través de cualquier medio o plataforma, reconozco mi debilidad por la gran pantalla. Ir al cine siempre ha supuesto, para mí, mucho más que entretenerse con una buena película. Es un ceremonial, con su propio protocolo, en el que me ha gustado regodearme. Desde la elección del pase o la compañía, la oscuridad de la sala y volumen envolvente de la misma, hasta los comentarios posteriores a la sesión haciendo de aficionados críticos de cine.

Aún recuerdo cuando, durante mis años en Madrid, acudía semanalmente a alguna sala de la capital y, en la mayoría de ocasiones, lo hacía incluso en solitario. O cuando descubrí en los bajos de la Facultad de Ciencias de la Información, en la que estudiaba, una videoteca con un extensísimo repositorio de obras de todos los tiempos que podía visionar in situ gracias a pequeños y antiguos televisores con auriculares. Allí pasé muchos ratos muertos entre clase y clase y conocí y descubrí a grandes clásicos del cine que habían sido auténticos desconocidos para mí. Entre ellos el que se convirtió en mi director fetiche por mucho tiempo y que fue uno de los iniciadores y principales representantes de la Nouvelle Vague: Truffaut.

He de reconocer que, para entonces, mi cultura cinematográfica ya era quizás más rica que la de algunos compañeros, sobre todo si hablábamos de películas de otros tiempos, pues mi padre en esto también nos hizo, a mi hermana y a mí, de mentor.

Así, con poco más de 15 o 16 años ya habíamos disfrutado de piezas en blanco y negro como ‘Casablanca’, ‘La fiera de mi niña’, ‘Que bello es vivir’, ‘Gilda’ o ‘Matar a un ruiseñor’. Y lejos de espantarnos este formato, sin color, aprendimos a apreciarlo. Algo que, por lo que vengo observando, no ocurre con los jóvenes y los adolescentes del momento.

Pero no es solo la escala de grises lo que niegan o rechazan sino, en general, la producción de otro tiempo que consideran anticuada, obsoleta y técnicamente deficiente. Sin embargo, en esta negación se están perdiendo los grandes referentes de la cinematografía de los que se nutre y alimenta la actual producción.

De este modo, la mayoría de chavales jamás han oído hablar de ‘Rebeca’, ‘Lo que el viento se llevó’, ‘Ben-Hur’ o ‘El apartamento’; perdiéndose así frases tan icónicas como “Francamente, querida, me importa un bledo’ o ‘Creo que este es el inicio de una gran amistad”. 

Sin prisas

A veces tengo la sensación de que me paso la vida corriendo. Corro por las mañanas para llegar a tiempo a dejar a mi hijo al cole –y da igual a la hora que me levante, al final siempre termino corriendo -; corro para entregar en plazo mis artículos y otras tareas laborales; corro al llegar a casa para preparar las comidas, recoger la cocina, poner lavadoras, tener tiempo para dedicar a mi familia, acabar las cosas pendientes de la mañana; y cuando oscurece esprinto para, después de todo eso, ser capaz de llegar a tiempo a dar la cena y dormir a mi pequeño. Y así un día tras otro.

En esta premura en la que vivo, o vivimos, en ocasiones tomo conciencia de la escasez de momentos de los que llego a disfrutar plenamente en mi rutina al realizarlos de forma inconsciente y mecánica, incluso aunque sean instantes pensados o dedicados a mí. No recuerdo el tiempo que hace que no me deleito saboreando un café de sobremesa tranquilamente mientras leo, escribo algo o simplemente no hago nada más. Reconozco que me cuesta estar  parada y que me hace sentir tremendamente bien saberme productiva, pero intuyo que debe haber un equilibrio más saludable.

En los últimos tiempos, por ejemplo, he renunciado drásticamente a sentarme una noche a ver cine ya que, entre otras cosas, llego tan exhausta que cualquier película tendría que verla en capítulos. Incluso con la lectura he tenido mis etapas de abandono, aunque intento no alargarlas demasiado y retomar el último libro que hubiese dejado a medias.

Así, hace una semana recuperé una novela que me había prestado mi hermana de una autora moldava de la que no había oído hablar nunca antes: Tatiana Tîbuleac. Al reiniciarlo recordé que sus primeras páginas no habían conseguido engancharme y que quizás por eso lo descuidé. Su literatura me resultó facilona y quizás poco cultivada, al igual que los personajes. No había avanzado demasiado en la trama aún, pero aún así decidí continuarlo.

La sorpresa llegó cuando a mitad de libro el devenir de los acontecimientos retuerce la vida de los protagonistas y, entonces sí, atrapan al lector acompañándolo a través de una serie de emociones que van desde el odio y el resentimiento, hasta la ansiedad, la tristeza, la culpa, la remisión, el amor y el perdón.

‘El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes’ es la historia de una reconciliación, un tanto atípica, que ha conseguido que, por momentos, deje de correr y sin prisas, simplemente, disfrute.

Très chic

Alguna vez oí, no recuerdo dónde ni a quién y tampoco si era exactamente así la afirmación (aunque su sentido era el mismo), que quien posee la verdadera elegancia ha olvidado que la tiene. Y es que ésta es, sin duda, una gracia natural porque no hay nada que resulte menos elegante que la galantería y la galanura impostada, por lo tosca y ridícula que puede llegar a ser y porque es imposible mantener la pose sine die, evitando todo descuido, cuando no es ‘il tuo modo di essere o fare’, que dirían los italianos, o el clásico ‘savoir faire’ francés.

Hasta la mismísima Marlene Dietrich, icono de la distinción allá por los años 20, revelaría, como hipérbole de lo laborioso de esta virtud, que no solía desmayarse porque no estaba segura de caer con elegancia. El garbo va mucho más allá de la vestimenta y los atuendos, tiene más que ver con la forma de hablar, de mirar, de moverse, de actuar y  sentirse que con aquello que se lleva puesto. De ahí la dificultad de aparentarlo o simularlo con relativo éxito.

Así, por ejemplo, más allá de sus casi 90 años, mi admirada Sophia Loren jamás ha sido pillada en un renuncio a lo largo de su dilatada carrera y su intensa exposición en los medios. Además, a su edad, aún sigue afirmando que se gusta al mirarse al espejo porque aunque el cuerpo cambia, no así la mente. Y ahí reside su salvaje y bárbaro magnetismo.

Al igual ocurriría, también, con la actriz y cantante Ana Belén a quien el paso de los años no ha restado elegancia, más bien todo lo contrario, ganando en madurez, templanza, matices y maneras que la hacen aún más interesante, destacando la belleza de su conversación y de su característica expresión o mueca.

La elegancia no es, en ningún modo, escandalosa ni excesiva sino sutil y natural, de ahí su dificultad para interpretarla. Es un ligero y voluptuoso movimiento que emana y se escapa de algunos seres sin la necesidad de pensarla, buscarla o forzarla. El très chic francés es actitud, carácter, ademán y conducta; que se percibe por el resto con cierta admiración, deleite y, también, anhelo o codicia.

Y es que según el dramaturgo y novelista francés Honoré de Balzac, representante del realismo del siglo XIX, “elegancia es la ciencia de no hacer nada igual que los demás, pareciendo que se hace todo de la misma manera que ellos”.

Plan de parto

A menos de un mes de mi fecha prevista de parto y en plena euforia de anidación o síndrome del nido; tan propio de las últimas semanas en las que una energía sin precedentes ni explicación científica, pues es cuando más pesadas nos encontramos, se apodera de nosotras y desmantelamos y organizamos la casa al completo para la llegada del futuro bebé; yo empiezo a ser más consciente que nunca de mi estado.

Este segundo embarazo, por diversas y lógicas circunstancias, ha resultado mucho menos disfrutado y considerado. No por falta de ilusión, todo lo contrario, más bien por carecer del tiempo y el ímpetu necesario. Ser mamá a jornada completa de un pequeño de tres años, la casa y el trabajo han supuesto obligaciones suficientes que no han dejado hueco prácticamente para nada más, ni siquiera para el regocijo de un deseado estado de buena esperanza.

He estado mucho más cansada pero, paradójicamente, también más activa (por lo anteriormente expuesto), y aunque con más experiencia, en estos últimos días, bastante más preocupada. No sé si es porque la lucidez ha venido de golpe y me ha sobrepasado o porque es natural una vez llegado este estadio de gestación. El caso es que me desvela el parto, algo que en mi anterior embarazo jamás me inquietó.

Recuerdo, como si fuese ayer, cuando saliendo, aún en cama, de paritorio en mi primer y único alumbramiento aseguraba tajantemente que pariría mil veces. Me resultó una experiencia fascinante, brutal, estremecedora y atávica. Y así lo sigo pensando. Sin embargo, ahora me impacienta. Según aseveró mi ginecólogo, en la última ecografía, es algo completamente habitual pues uno conoce su destino y, además, ya tiene alguien a su cargo, una responsabilidad que lo cambia todo, incluso lo personal y exclusivo que puede llegar a ser un segundo parto.

Lo único que no ha variado, con respecto al primero, es mi absoluta confianza en el equipo médico y mi voluntad de ponerme en sus manos. Al igual que ocurrió entonces, esta vez tampoco he preparado el tan de moda plan de parto. Aunque entiendo a quien pueda dar seguridad, considero que las circunstancias pueden ser tan diversas que prefiero ir con la mente abierta y sin condicionar para ir tomando decisiones según se vayan planteando.

En estos días que restan, sean cuantos sean, espero ir mitigando o ahuyentando el miedo para disfrutar, como merece, la extraordinaria aventura de un segundo alumbramiento y, esta vez, partirme en tres –porque ya nunca jamás volveré a sentirme una-.

Juego que me regalo un 6 de enero

“Aunque sin Rey Mago sigo en pie”, que canta el célebre Silvio Rodríguez en su ‘Juego que me regalo un 6 de enero’. Recién pasada la euforia de la visita de los Magos de Oriente a nuestros hogares, siento y compruebo que todos, de una u otra forma, necesitamos creer en el encanto y milagro que les acompaña. Quizás ya no de un modo tan inocente y cándido como en nuestra infancia, pero sí en esas fuerzas magnánimas que ejercen y operan para hacernos bien. Incluso de una forma completamente práctica, y también muy nostálgica, aludiendo al esfuerzo y dedicación de nuestros padres por cumplir aquellos deseos de niños en forma de sorpresas y regalos.

Hoy me toca a mi ejercer ese amparo y seguridad con mi pequeño y experimentar la magia desde el encargo y el trabajo de ofrecerle lo mejor, no ya desde el punto de vista material. Así, sin poder obviar la realidad de una guerra que sigue acongojándonos y afligiéndonos, mi hermana quiso trasladar esta responsabilidad también a sus tres retoños, sabiendo que esto les serviría para crecer en humanidad, caridad y ternura. De este modo, y haciendo extensiva la propuesta a mi hijo, les expuso muy didácticamente que Sus Majestades tienen en esta ocasión el importante encargo de reconstruir los colegios y hogares de los niños ucranianos que han sido destruidos y devastados por las bombas, por lo que para colaborar con esta causa, y que puedan destinar más recursos a ese bonito fin, sus cartas podrían ser más breves. Y una vez más la empatía de los niños nos sorprendió. Hubo menos regalos pero no se perdió ni una pizca de la emoción de esa excitante noche y su alegre mañana.

Yo, en medio de este contexto abrumador y cruel para muchas familias y hogares, necesitaba más que nunca esa esperanza e ilusión propia de la Epifanía. Necesitaba y necesito creer que nuestros deseos serán también una realidad, de la forma más mágica o más práctica, pero que se cumplirán. Que habrá alguien o algo esmerándose en que así sea. Por lo que en mi carta no había nada material, solo pedí el final de una guerra, salud para los míos, y, teniendo en cuenta mi estado, un feliz alumbramiento.

Evidentemente mis deseos no estaban bajo el árbol en la mañana de ayer, pero sigo soñando que, con Rey o sin él, éstos también puedan ser mi regalo (atrasado) de un 6 de enero.