Tengo ganas de llorar

Nada más lejos de mi intención que adoptar un perfil de víctima o despertar la lástima y/o compasión entre quien me lea. Sin embargo, esta ha sido mi realidad a lo largo de una complicada semana en la que al trabajo diario, las labores domésticas, los mil quehaceres y tantas cosas más que tengo que anotar escrupulosamente en mi agenda para no olvidar, se ha sumado un difícil desempeño de la maternidad.

Si ya de por si dicho cometido resulta complejo de forma rutinaria al sumar alguna alteración de los factores que lo componen el resultado puede ser casi catastrófico. Y a esto, además, hay que añadirle un consolidado embarazo con sus necesarias consecuencias físicas y, también, anímicas.

A diario entro a mi puesto de trabajo extenuada tras la maratoniana tarea de llegar al cole a tiempo. Da igual a la hora que me levante, siempre acontece algún contratiempo que acelera mi ritmo cardiaco. Cuando no es una ‘caca’ de última hora, es una vomitera cuando ya está preparado y perfectamente acomodado en la silla del coche o, simplemente, una rabieta o ‘cabezonería’ de última hora. Y este es el día a día de miles de hogares que, por otro lado, ya tenemos normalizado y superado.

Sin embargo, estos últimos días mi pequeño, que nunca ha comido bien -y quien tiene un hijo de estas características sabe lo agotador que puede resultar-, ha estado prácticamente sin probar bocado, por lo que sentarse a la mesa ha resultado una absoluta pesadilla para ambos. Aunque en primer lugar era él quien acaba llorando, el agotamiento y la preocupación acabaron por superarme y también yo me sumaba a su llanto.

Tras descartar problemas físicos que justificasen su comportamiento, finalmente me decidí a pedir ayuda para resolver una dificultad que viene de largo. Sentía que, de algún modo, al nombrarlo lo estaba reconociendo y, quizás y/o seguramente, amplificando y dramatizando. Prefería mantenerlo como algo estrictamente privado y así banalizarlo. Más no podía estar más desacertada, ha sido una liberación compartirlo y, al fin, verbalizarlo.

El caso es que durante los momentos que mi hijo me sentía sollozar, entristeciendo más aún su gesto, me pedía y me suplicaba que parase de llorar que yo era una mamá valiente. No sé de dónde habrá sacado esa idea que, por cierto, yo también he creído siempre cierta. Sin embargo, en esto también erraba y simplemente, quizás, aún no me había enfrentado a molinos que me intimidaran.

La maternidad ha revelado mis debilidades y flaquezas pero, sin duda, también me ha convertido en más superviviente, fiera y leona, porque podrán amedrentar pero jamás paralizar, aunque no me avergüence confesar que muchos días tengo ganas de llorar.

He venido a quererte

Hace un par de domingos pasamos la tarde visitando rincones y paseando las calles de la ciudad que viera nacer a escritores tales como el agudo Arturo Pérez Reverte o la mismísima Carmen Conde, quien fuera la primera académica de número de la Real Academia de la Lengua allá por 1979. Honor y distinción que años después compartiría su paisano que es miembro de la misma desde 2003.

Hacía mucho tiempo que no volvía a Cartagena y es que aunque apenas la separan 50 kilómetros de la capital, a veces, el Puerto de la Cadena puede resultar intimidante. Sin embargo, la Ciudad Portuaria nunca defrauda. Tuve la suerte, durante algunos años, de ser testigo directo de la tremenda transformación que ha sufrido en los últimos años, convirtiéndose, sin duda, en una de las urbes más interesantes de nuestra Región y con más riqueza y diversidad para el visitante.

Cuando llegué, tras aceptar el que sería mi primer trabajo serio como periodista, recuerdo que lo hacía con cierto temor, pues mi madre tenía una visión un tanto arcaica y tremendista del aquel lugar de puerto donde venían a parar marineros y comerciantes. Poco de aquello quedaba entonces.

Sin embargo, ciertos lugares me recordaban a estampas más propias de Beirut tras una guerra civil que duró más de 15 años. Más bastaron 4 días en la ciudad para conquistarme y un par de años en los que sus magnificencia y la tremenda revolución urbanística, cultural y turística que experimentó consiguieran, para siempre, enamorarme.

Lugar de contrastes: desde la cartaginesa Qart Hadasht a la ciudad cosmopolita que es hoy. Sin olvidar su próspero pasado romano como Carthago Nova, que entre otras muchas cosas le legó el maravilloso Teatro Romano; etapas bizantinas, visigoda y musulmana en las que sufriría cierta decadencia, pero que fueron revertidas al convertirse en zona militar estratégica allá por el siglo XVI; y hasta escenario de una rebelión cantonal.

Será a finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX cuando Cartagena vivirá un gran esplendor económico que la convertirá en referente del modernismo salpicándola de exquisitas construcciones propias de la capital parisina y que la hacen aún hoy, aunque lamentablemente se hayan perdido grandes baluartes de este movimiento, en una ciudad bellísima que ha recuperado en los últimos tiempos el vigor y la algarabía de antaño proporcionando más que un paseo agradable.

Por eso, como escribiría la escritora y poetisa “he venido a quererte, a que me digas tus palabras de mar y de palmeras”, tierra cartagenera.  

Gris oscuro casi negro

A nuestra vuelta de la costa del sur de Francia, este verano, paramos en Madrid para que el trayecto no resultase tan largo y tedioso a nuestro pequeño. Madrid, siempre Madrid. La capital se ha convertido en uno de nuestros eternos lugares de parada y no por ello dejamos de disfrutarla. Cada visita supone una experiencia enriquecedora. Y me consta que no es algo propio y exclusivo, sino que le ocurre a mucha gente. Es de esas ciudades tan vivas que siempre tienen algo que ofrecerte.

En cada nuevo encuentro con la urbe se repiten, de forma alterna, dos rincones, para nosotros casi sagrados: El Museo del Prado y el Museo Sorolla, en los que las horas nos resultan tan fugaces y efímeras. En la última visita a la gran pinacoteca centré mi atención en el Goya más oscuro, apreciando con detalle cada obra y cada referencia de la etapa más tenebrosa del último gran maestro antiguo y, posiblemente, primer pintor moderno (como muchos denominan).

Por otro lado, en la casa-museo que el pintor valenciano tiene en la calle General Martínez Campos disfruté, hace un año, de la grandeza de ‘Sorolla en pequeño formato’ y, en esta ocasión, de ‘Sorolla en Negro’. Tengo que reconocer que me impactaron muchísimo sus lienzos grises, estando más acostumbrada a sus coloridos paisajes y sus luminosas tardes de playa.

Pero si algo me asombró por encima de todo fueron los elegantísimos retratos en gris oscuro de su esposa Clotilde, quien fuera su gran musa. Siempre ataviada con exquisitos modelos de la época rematados con elegantes accesorios y sobrias joyas. En cierto modo, me identifiqué con aquella sobria elegancia.

Son públicas, además, las cartas que el matrimonio se intercambiaba durante las estancias fuera del hogar del pintor, en las que se recoge tanto el cariño que existía entre la pareja como el pilar que suponía la esposa en el trabajo y el desarrollo de la carrera del artista. Por lo que su figura siempre me despertó bastante interés; también alentada e influida por la fascinación que ‘El Hombre del Renacimiento’ ha sentido siempre por Sorolla y el mundo que le rodeaba.

Tal es así que, de forma totalmente sorpresiva –como ocurre con los buenos regalos-, esta última visita a Madrid se cerraba el mes pasado con un maravilloso broche, con motivo de mi último cumpleaños, réplica de una pieza con la que el artista dibujó a su más retratada modelo.

“Estaba de negro, como siempre, porque creía que de negro siempre se estaba bien, y que esto es lo más distinguido”, Marcel Proust, ‘Por el camino de Swan’.

Más allá de una cuestión de cuernos

Pese a la tremenda frivolidad que supone, teniendo en cuenta el desolador y preocupante escenario internacional de las últimas semanas, medio país vive enganchado al drama romántico de la VI marquesa de Griñón que parece recordarnos aquello de que ‘Los ricos también lloran’ –título de aquella telenovela mexicana que causaría furor en los ochenta-; intentando así, quizás, de algún modo olvidar la subida de precios, la guerra en Ucrania o las protestas y represiones en Irán.

Manifiestamente tachada de ‘niña pija’ desde su tierna infancia, en los últimos años Tamara Falcó ha sabido desligarse de este estereotipo tras su paso y victoria por ‘MasterChef Celebrity’, una colaboración semanal en el programa de Pablo Motos y el estreno de su propio reality Netflix. Convertida en una de las solteras de oro de la jet set española, la hija de Isabel Preysler sorprendía hace unos tres años anunciando su romance con un joven ingeniero y empresario madrileño.

Hasta aquí todo parecía idílico. Incluso su mediática pedida de mano con un exclusivo anillo de diamantes de la firma italiana Repossi que rondaría los 15.000 euros. Sin embargo, pocas horas después del anuncio de compromiso vería la luz un controvertido vídeo del ya ex de ‘La Falcó’ besando a otra mujer durante un selecto festival de música en Nevada.

Pese a que las evidencias no muestran más que unos segundos de beso (un pico), Tamara se ha mostrado totalmente inflexible frente a esta traición rompiendo su relación ipso facto. Y es que hay quien apunta a que estas imágenes no han sido más que una prueba manifiesta de la fama del joven en la noche madrileña.

Sin embargo, intuyo que su rotundidad se ha debido más a la humillación pública que ‘La Marquesa’ ha sufrido y la falta de respeto de quien esperas mayor honestidad; independientemente de si se trató de un mimo de “un nanosegundo en el metaverso” o una tórrida noche de romance.

Y es que, aunque hay evidencias de parejas que han salvado sus matrimonios y han salido triunfantes de una situación semejante: como el binomio Beckham, tras el affaire con la niñera, o el sonado escándalo entre Bill Clinton y la becaria; no debe resultar sencillo reponerse a tal agravio.

En un tiempo en el que numerosos programas en ‘prime time’ hacen apología manifiestamente visible de la infidelidad  creo que la decisión de la marquesa de Griñón va mucho más allá de una simple cuestión de cuernos dando una lección de amor propio.

Burda algarabía

No diré que la humanidad me ha decepcionado, porque suena demasiado tremendista y porque por mi vida han pasado, y siguen pasando, personas extraordinarias y no deben pagar justos por pecadores. Sin embargo, sí es cierto que cada día percibo con mayúsculo asombro un altísimo grado de irritabilidad, egocentrismo e ingratitud generalizado. No soy experta en sociología por lo que no sabría identificar las causas pero, desde luego, no me gustan las consecuencias.

Se olvidan a diario, por completo, los principios de respeto, educación y civismo que deben regir la convivencia –pacífica- entre personas. Nos dirigimos a los demás (y uso el plural mayestático por corrección) con agresividad e insolencia en cualquier contexto y sobre cualquier asunto. Interactuamos desde una posición de defensa, cuando quizás aún no ha habido ataque ni lo habrá. Hemos copiado las peores formas de los programas de ‘prime time’ en televisión y nos hemos convertido en maleducados y groseros tertulianos que viven de la crítica, la burla y la murmuración.

Además, nos hemos instalado en la intolerancia y la intransigencia y todo nos molesta; desde los ladridos del perro del vecino, el ruido de la puerta de garaje del de al lado o cualquier contrariedad que pueda producirse en nuestro entorno incluso de forma accidental. En los restaurantes y cafeterías, muchos comensales, te miran mal tan solo al verte entrar con un niño. Y que conste que yo soy de las que trato de que mi hijo no resulte molesto para nadie, de una forma razonable.

En este contexto, las redes sociales, como altavoz que son, han favorecido la proliferación de este tipo de mensajes de encono y enemistad resultando la plataforma perfecta para aquellos sin demasiados argumentos sólidos pero con manifiesta beligerancia y mucho rencor. Me resulta incomprensible como hay quien se retrata en las mismas, usando sus perfiles personales o incluso escribiendo en perfiles más públicos y notorios, con semejantes testimonios y peor vocabulario. Me producen sonrojo.

Y es que pienso que aquellos que gozan de pruebas y argumentos no suelen hacer uso de esa hostilidad porque no la necesitan, sus razones son de justicia y no necesitan entrar a la gresca. Ni que decir tiene que también pienso que cualquiera con cierta educación huye horrorizado de tan ordinaria y vulgar algarabía y enredo.

Si al comienzo decía que desconocía las causas, tampoco tengo receta mágica para la solución; pero debe pasar, sin duda, por un autoexamen de conciencia y mucha más empatía y humanidad. Mientras tanto intento aplicar la máxima del filósofo oriental Lao Tse: “Responde de forma inteligente incluso a un trato poco digno”.

La ternura

Precisamente hoy, 17 de septiembre, cumplo años. Cumplo 39 años, para ser más exactos. Estoy en la frontera de la cuarentena y esperando volver a ser madre. Y, pese a algunos contratiempos y reveses que he podido sufrir a lo largo de todo este tiempo, me atrevo a decir que me siento afortunada por la vida que he tenido y la que hoy día tengo.  

Mi infancia y adolescencia, aunque en su momento quizás no lo sentí con la misma intensidad, fueron maravillosas. Hoy echo la vista atrás y tengo tantos y tan gratos recuerdos. Algo que sin duda le debo, en gran medida, a mis padres. A él ya no le tengo a mi lado y eso me entristece cada día, pues hay tantas cosas que me gustaría compartirle. Sin embargo, no dejo que eso (como otros sinsabores) ensombrezca lo que sí puedo gozar y lo que, en su día, gusté de él.

Paradójicamente esta impresión de dicha y ventura, al hacer el balance propio de los aniversarios, se me tornaba en un sentimiento agridulce al conocer, también esta misma semana, el fallecimiento de una mujer que no tendría muchos más años que yo. No la conocía personalmente, pero sí era alguien cercano y recurrente en mi día a día.

Pocas veces interactúe con ella, pero nunca encontré más que tristeza en su rostro, quizás también algo de turbación y desconcierto. Con el tiempo supe de los muchos infortunios y desdichas que había padecido desde su niñez.

Si no hace más de dos semanas me preguntaba, también en estas líneas, cómo podría influir el acoso y la persecución en el entorno escolar en la vida, el sino y el devenir de una persona, cuánto más lo harán los abusos e injusticias infringidos por tu entorno más cercano.

Quizás, como han comentado algunos, por fin su alma descansa; aunque no deja de ser un trágico final para una vida de padecimiento. Y es que no sé si resulta pueril o inocente imaginar otro desenlace que la hubiese librado de tanta amargura y dolor, pero sí sé que es el final que me hubiese gustado y, sin duda, el que hubiese merecido. Algo de ternura que redimiese todo el tormento. No hay demasiado que, en muchos casos, podamos hacer para aliviar angustias ajenas, pero si algo he aprendido es a mirar con empatía, a tratar con amor  y a hablar con respeto. Quizás eso consiga una sonrisa, un momento dulce o un bonito recuerdo que merezca la pena a alguien para quien todo ha sido sufrimiento.

Hermanos

No es fácil tomar decisiones. Mucho menos cuando las mismas implican, conciernen y corresponden a más de una persona. La vida en pareja –y en familia –está llena de decisiones difíciles. Y en todas ellas uno encuentra motivos y razones para ponderar hacia un lado u otro. Eso las hace más complejas aún.

Nunca me resultó cómodo o sencillo decidir, pues la elección implica desechar conscientemente una serie de circunstancias imprecisas que ya nunca jamás sucederán. Y eso asusta. Ese jamás… Quizás sea esa la razón por la que en algunas ocasiones, incluso tratándose de asuntos delicados, he dejado obrar de algún modo al destino o la providencia. Y, sinceramente, no creo que me haya ido mal.

El miedo es, sin duda, el peor enemigo de la determinación. El miedo nos detiene, nos impide y nos encierra en un status estanco; seguro pero estéril, yermo. A lo largo de mi vida el miedo me ha entorpecido para muchas cosas: nunca aprendí a patinar, por ejemplo. Sin embargo, cuando logré vencerlo conseguí y alcancé retos y desafíos.

La maternidad se ha manifestado con miedos y temores mucho mayores de los que hasta ahora pude tener. Turbaciones por no poder mantener una integridad propia que me permita cuidar y proteger y, por supuesto, por la fortuna y el bienestar de las crías. También me ha supuesto el mayor ejercicio de paciencia y, seguramente, renuncia que haya podido hacer a lo largo de mi vida.

Es por eso que, para mí, la decisión de volver a ser madre es más difícil de tomar una vez que ya lo has sido. Piensas en que todo aquello que te preocupa se multiplica exponencialmente. Por suerte, también la dicha, la ternura y esa forma de amar como no hay otra.

De este modo, y conscientes de las dificultades, El hombre del Renacimiento y yo asumimos hace unos meses el reto de ampliar la familia. Sin que eso se convirtiese en una obsesión; más bien volviendo a confiar en lo que nosotros entendemos como providencia.

Hoy, unos meses después, esperamos un nuevo bebé que estará con nosotros en febrero. Por supuesto, han vuelto las inquietudes y los desvelos en cada ecografía, en cada prueba y ante cualquier síntoma de alarma. Mentiría si no lo reconociera. Pero también la ilusión, esta vez más madura y reflexiva, de poder ver crecer a nuestros pequeños juntos y darles aquello que para nosotros ha sido lo más preciado en nuestra vida: los hermanos.

Ni víctima, ni verdugo

Hay situaciones que, en determinados momentos, nos perturban, nos impresionan, nos sobresaltan e incluso agitan en nosotros sentimientos y emociones del pasado. Esta semana era testigo de forma involuntaria, seguramente como muchos de ustedes, de una terrible situación de acoso a un menor como consecuencia de la viralización, en redes sociales, de un video con el que se pretendía denunciar dicha agresión.

Independientemente de la conveniencia o no y de la legitimidad para publicarlo –creo que proviene del propio entorno del niño –, el mismo evidencia firmemente la necesidad de visibilizar y concienciar de un tipo de comportamientos, mucho más comunes en las aulas de lo que sospechamos, que traslucen un grave e inconcebible fallo o error en nuestro modo o fórmula de educación. Como verán, he evitado conscientemente la palabra sistema educativo pues esta problemática trasciende al mismo concerniéndonos y comprometiéndonos a toda la sociedad. Y aunque suelo evitar asuntos delicados en estas líneas, no he podido eludir, esta vez, hacer referencia al mismo.

Reconozco que asistí horrorizada al hostigamiento que recibía el menor por parte de algunos compañeros de clase en el día de su cumpleaños. Y que incluso reconocí, con mayor espanto y consternación aún, ciertas circunstancias de mi pasado. Nunca viví el acoso en primera persona, pero sí fui testigo de injusticias y, aunque en aquel tiempo no fui consciente, seguramente mucho sufrimiento. Entonces callé y consentí, pero esta vez no lo podía y no lo debía hacer.

Muchas veces me he preguntado si los insultos y desprecios constantes condicionaron la vida de aquella compañera de clase. Si de algún modo, mi actitud neutral ayudó a reforzar las conductas de otros y si, quizás, algún gesto de apoyo, acercamiento o aprecio hacia ella hubiera tenido algún efecto y otras consecuencias. Es algo con lo que vivo desde ese momento.

Hoy, muchos años después de aquello, soy madre y mi hijo comienza el colegio en unos días. No me gustaría verme jamás en el papel de la madre de este pequeño; pero sin intención de criminalizar al resto de menores, pues seguramente no alcanzan a imaginar la importancia y trascendencia de sus actos, sí su comportamiento, de igual modo me espantaría ser la progenitora de éstos.

Por eso, esta vez quiero redimirme y comprometerme educando a mi hijo en valores de respeto que garanticen una convivencia bonita y pacífica con sus iguales. Un propósito que para mí es mucho más importante que la memorización de las tablas de multiplicar y que creo, sin ninguna duda, que debería ser la primera máxima y competencia en cualquier aula de este país. Para ello, menos pasividad y mucho más compromiso de todos para no hablar ni de victimas ni de verdugos.  

¡Vamos al cole!

El tiempo, cíclico, repite momentos, etapas y estaciones que se van dando paso las unas a las otras invariable y perennemente. Pasamos del invierno a la primavera para alcanzar, después, el verano, que viene seguido del otoño; terminando, de nuevo, en la estación invernal. Año a año el mismo transitar tan manifiesto en la naturaleza, en los árboles, en las plantas y, hasta, en nuestra huerta.

Al igual que las estaciones, fruto del movimiento de traslación de la tierra, cada añada trae consigo nuevas épocas y periodos. Así, de forma generalizada, enero supone la opción de un nuevo comienzo. Aunque ésta no es la única oportunidad que ofrece el año. Cada vez somos más los que optamos por hacer esta depuración y regeneración en septiembre, con motivo del inicio del curso escolar, para unos, y la vuelta de vacaciones, para otros. Si septiembre siempre ha sido mi momento de catarsis por excelencia –coincidiendo además con mi cumpleaños -, el mundo laboral y, ahora, la entrada al colegio de mi pequeño agudizan más aún esta sensación.

Desde la infancia recuerdo estos días con cierta exaltación preparando material escolar y forrando libros, para castigo de mi pobre madre que pasaba veladas enteras intentando dejarlos totalmente lisos, cuando eran de aquellos que iban en rollo y se pegaban a la portada y la contra. Ahora es a mí, y al Hombre del Renacimiento, a quienes nos toca jugar este rol y hacerlo, además, por primera vez, con lo que los nervios y el desasosiego están, como pueden imaginar, a flor de piel.

La elección de centro educativo es, siempre, una decisión importante. Uno se pregunta una y mil veces, incluso cuando ya está la suerte echada, si habrá acertado. Reza porque su nueva maestra sea cariñosa y capaz de entender las necesidades de cada niño; circunstancia cada vez más presente en las aulas españolas, con profesionales formados, preparados y muy concienciados y sensibilizados. Por supuesto, también te preocupan los compañeros y la relación que tu hijo establezca con éstos. Sin duda, aún son muy pequeños para ciertas conductas reprobables, sin embargo ya puede haber comportamientos que sean germen de éstas.

Es por eso que, además de preocuparme por tener a punto todo su material, estos días previos trato de explicar y enseñar a mi hijo valores que le permitan disfrutar de una bonita convivencia entre iguales como base de su primer aprendizaje.

Como decía al comienzo, el tiempo es cíclico, y ahora soy yo la que me sorprendo manteniendo aquellas mismas conversaciones y discursos que un día protagonizó mi madre y que, sin duda, han contribuido en demasía a lo que soy, y confío en que así sea, también, para mi pequeño.

Los días perfectos

Leyendo a ratitos el último libro que he pedido prestado a mi hermana: ‘Los días perfectos’, de Jacobo Bergareche, una novela cortita y ligera para el verano; recordaba un pensamiento del escritor portugués Fernando Pessoa que expresaba de forma tremendamente acertada uno de los vicios de la condición humana. “Para ser feliz es preciso no saberlo”.

Hace tan solo unos meses leía o escuchaba una reflexión muy parecida que, no por ser quizás más mundana, dejaba de ser igual de intensa, profunda y atinada; además de dolorosamente sincera. Era la confesión de una madre que hacía menos de un año que había perdido a su hijo. En una entrevista, la actriz y presentadora Ana Obregón aseguraba que: “Lo que me mata de pena es saber que yo era tan feliz y no lo sabía”.

Aquella declaración no me dejo indiferente en ese momento y no lo ha hecho desde entonces. Es algo que tengo presente y que, en determinadas ocasiones, vuelve a rondarme el pensamiento de forma más aguda y precisa. Como en la mayoría de ocasiones vivimos esperando una hilarante y convulsiva felicidad sin ser conscientes de que precisamente en esa armonía y quietud diaria es cuando somos verdaderos moradores del bienestar y la prosperidad.

Aguardamos grandes acontecimientos que nos hagan sentir pletóricos entre los aprietos y apuros propios del suceder, pensando que son esos momentos fugaces los que nos hacen felices, los que justifican nuestra existencia. Sin embargo, son, lamentablemente, los grandes infortunios los que nos demuestran cuan agradable o plácida era nuestra sencilla y rutinaria vida.

Por eso, desde hace algún tiempo trato, como si fuese una imposición, de disfrutar y deleitarme en la belleza de las pequeñas cosas; con el anhelo de no tener que lamentar, algún día, el no haber apreciado la vida que tenía. Intentando agradecer cuanto tengo y me sucede. Sin que ello suponga, en ningún caso, renunciar a otros sueños; pero dando a cada cosa el valor que tiene.

Si comenzaba con una reflexión del poeta lisboeta, acabaré también con otra afirmación suya. “Tenemos, todos los que vivimos, una vida que es la vivida y otra vida que es la pensada, y la única vida que tenemos es esa que está dividida entre la verdadera y la errada”.

Bien, pues a eso aspiro en mi existir, a ser capaz de acopiar una vida equilibrada que no olvide ni la vivida ni, por supuesto, la soñada; y a no llevarme a la tumba, cuando llegue mi momento, el lamento por no haber apreciado cuantos ‘días perfectos’ se me han regalado.