
En los últimos años, afortunada y justamente, se están empezando a reconocer las figuras de ciertas mujeres cuyas vocaciones, carreras y legados han sido acallados, ninguneados e, incluso, sepultados a conciencia. Ciertos movimientos y la implicación de grandes instituciones han sido clave en la restitución de estas memorias y, aunque queda mucho por hacer, nuestra generación y nuestro siglo está viviendo ese necesario empoderamiento femenino.
Así, hoy se está dando el valor que merecen a muchas obras y aportaciones de éstas a lo largo de la historia. Marie Curie, por ejemplo, ha sido considerada una de las mujeres más influyentes de todos los tiempos, habiendo destacado en el campo de la ciencia, pero curiosamente no solo por su intelecto ya que fue una mujer de acción: en plena I Guerra Mundial ayudó a equipar ambulancias e incluso las condujo en el mismo frente de la batalla. Otras, también sobresalieron en las artes y humanidades y ya no se las soterra o esconde bajo alias o pseudónimos.
Pero si bien aceptamos la genialidad o excelencia de las mujeres en diferentes ámbitos; puede que, sin embargo, no ocurra lo mismo con el poder que éstas puedan ejercer sobre los demás, sobre todo cuando se refiere a gran escala. Aún hoy nos resulta curioso o anecdótico el gobierno de un país por parte de una mujer. Aunque ejemplos, sin duda, haberlos haylos. Hace tan solo unos meses enterrábamos a Isabel II de Inglaterra con el segundo reinado más largo de la historia, pisándole los talones al mismísimo Luis XIV (Francia) que gobernó más de 72 años. O la propia Margaret Thatcher que fue primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, siendo la persona que más tiempo asumió dicho cargo durante el siglo XX y la primera mujer que ocupó este puesto en el país.
A este respecto, hace tan solo unos días, llegaba a mis manos un artículo de la que fue, posiblemente, la primera mujer empoderada de la historia, desafiando un mundo completamente masculino en torno al año 1.500 a.C. Reinó (y se autoproclamó Faraón) durante casi 20 años en el país más rico y avanzado de aquella época: El antiguo Egipto. Su nombre fue Hatshepsut y a pesar de haber construido uno de los templos más bellos de aquella civilización, tras su muerte, hubo grandes intentos por borrar su memoria, su legado y su gobierno. No lo consiguieron.
Su historia es similar a la de otras mujeres que brillaron con luz propia y fueron enterradas y reducidas al silencio por la mediocridad del pensamiento sexista que ha existido a lo largo de todos los tiempos y que, pese a los muchos avances, aún hoy persiste. Mas dichosamente poco a poco estamos desenterrándolas.