La belleza de la palabra

Decía Vargas Llosa que aprender a leer era lo más importante que le había pasado en la vida. Yo no sería tan categórica, pero sí creo que mi admiración por la literatura determinó, en gran medida, mi profesión. Y es que, aunque no la tuve especialmente clara desde el principio, mi vocación siempre zigzagueó en torno al mimo y al cuidado de la palabra; desde Filología Hispánica o Inglesa a Periodismo. Y eso que de niña fui, con éstas, algo caótica y despistada. Recuerdo a ‘la seño’ reprobarme con cierta frecuencia por copiar las palabras de la pizarra con faltas de ortografía. Quizás por aquel entonces aún no había descubierto la belleza de las palabras.

Sin duda, sería la lectura lo que despertó mi asombro por los vocablos. Mi fascinación por la elección y la combinación exquisita de los mismos en el ilustre ejercicio de tratar de contar algo. Según la RAE la belleza es la “proporción noble y perfecta de las partes con el todo; conjunto de cualidades que hacen a una cosa excelente en su línea”; y en el caso de las palabras ésta se completa en tres: la belleza formal, la belleza conceptual y la belleza ética o espiritual.

A lo largo de los años, he disfrutado y contemplado composiciones hermosísimas. Una de las últimas este trocito de “Mi resumen” del fallecido Premio Miguel de Cervantes, Francisco Brines:

«Como si nada hubiera sucedido». 

Es ese mi resumen 

y está en él mi epitafio.

Habla mi nada al vivo 

y él se asoma a un espejo 

que no refleja a nadie.

Pero no solo son hermosas las composiciones. También acostumbro a rebuscar entre los textos nuevas palabras que anoto por su hermosa sonoridad o por su precioso simbolismo. Entre ellas, guardo algunas con especial apego.

Por su sonido, destacaría cairel, esas pequeñas piezas de cristal que cuelgan de candelabros o lámparas de araña; y petricor, que es el nombre del olor que produce la lluvia al caer en los suelos secos, lo que conocemos como ‘olor a lluvia’ o ‘a tierra mojada’ sin embargo, aún no estaría tipificada en la RAE; y enagua, que es aquella antigua prenda interior femenina que se llevaba bajo la falda.

Por ser bellas más allá de su sonoridad, desde en punto de vista más conceptual, me quedaría con inmarcesible, dícese de aquello que no se puede marchitar, y sempiterno, que dura para siempre, habiendo tenido principio, no tendrá fin. Será, esta elección, por la inmortalidad que para mí tienen las palabras. Palabras que se hacen eternas en la memoria de la belleza.