Observo a las mujeres de mi generación, y me observo a mí misma, y me doy cuenta que la evolución nos ha convertido en algo bien parecido a las multiusos o navajas suizas. La adaptación femenina al entorno social ha culminado en un ejemplar camaleónico, multidisciplinar, altamente preparado, siempre ocupado y, por consiguiente, profundamente estresado. Históricamente no sólo hemos tenido que igualar al hombre, sino superarlo para merecer el mismo reconocimiento en determinados contextos. Y este nivel de auto exigencia mantenido en los años ha provocado serios trastornos en nuestro género. No digo que esto sea del todo negativo, pues el nivel de competencia en cada vez más áreas nos hace un rival fuerte en el mundo profesional. Pero también me doy cuenta que mal llevado o comprendido puede degenerar en frustración y ansiedad. Ésta última es la dolencia femenina por excelencia del siglo XXI.
Y es que, poniendo por ejemplo, mi rutina diaria; que imagino que será muy parecida a la del resto de mi género; me levanto a las siete de la mañana y sin prácticamente dar los buenos días, me meto en la ducha con el único anhelo de conseguir abrir los ojos del todo. Después, y si hacemos caso a todas las recomendaciones de revistas y blogueras para además de competentes mantenernos guapas y tersas, comienza la rutina de cuidados empezando por la crema corporal, limpieza facial y maquillaje, y el posterior secado y planchado de pelo. Una vez abandonamos el cuartel general que es nuestro baño, corriendo a la habitación para hacer la cama, vestirse y colocar la ropa. Incluso hoy, por ejemplo, y antes ni siquiera de desayunar, ya había puesto dos lavadoras, tendido las sábanas que iban en una de ellas y puesto otra secadora. Llega el momento de preparar el desayuno, con tostadas y zumo natural todos los días, vamos como en los hoteles. Cinco minutos para degustarlo, y a fregar los platos antes de marchar.
Todo esto en el mejor de los casos, y que no tengas que equipar también a los pequeños de la casa.
Y tras esta yincana a la que nos enfrentamos cada mañana durante hora y media, hay que irse a trabajar. ¡Como si ya no hubiéramos sudado bastante! Aunque realmente para muchas, y pese al estrés y las complicaciones del trabajo, estas horas en la oficina a veces resultan un remanso de paz comparadas con las trincheras de los hogares con mucha familia. A la vuelta, parada en el súper, en doble fila y con los cuatro intermitentes, rezando para que no te multen, para comprar. Cocinar, comer y fregar en un espacio de hora y media (como mucho) y vuelta al curro, porque hoy con un sueldo de media jornada no da para vivir. Y es que antes al menos, cuando una trabajaba por encima de sus posibilidades al menos el sueldo le daba para tener ayuda en casa; pero ahora dos horas a la semana y porque es la única forma de sobrevivir.
Pero no crean que todo termina al cierre de la jornada laboral. Cuando estamos de vuelta, no sólo hay que finalizar las tareas domésticas y preparar la cena, sino que hay que sacar tiempo para ir a pilates o yoga, pues es lo que está de moda, consultar las páginas sobre tendencias para estar a la última, tuitear, cambiar el estado en Facebook, compartir una foto en Instagram y postear en tu blog personal. Una vez hemos cumplido con nuestra actividad social virtual, es el momento del ponerse el pijama, desmaquillarse y tumbarse en el sofá esperando no contar con ninguna tarea más en la lista de pendientes, cosa poco realista, ya que, al menos en mi caso, resulta imposible llegar a todo. Todo esto sin añadir que ahora ejercemos de manitas en casa, montamos muebles de Ikea y hasta cambiamos las ruedas del coche.
No es de extrañar que últimamente mi estado a partir de las diez de la noche sea KO en el sofá.