La côte de la mode

Quien acostumbra a leer estos artículos o ha leído unos cuantos bien puede saber ya de mi pasión por la moda. Desde mi modesta colección de tacones a mi última fascinación por los broches antiguos. Estos pasados días de agosto frecuentaba, en familia, algunos pueblos de la costa francesa y conocía, por fin, uno de los muchos lugares que han formado parte de mi imaginario viajero en los últimos tiempos: Biarritz.

Biarritz ha sido escenario, a lo largo de su historia, de algunas de las innovaciones y transgresiones más importantes en esta materia. Por un lado, el esplendor decimonónico de la que fuera mujer de Napoleón III, la aristócrata española y última emperatriz francesa María Eugenia de Montijo. Dicen de ella que poseía una extraña belleza que la alejaba de los cánones pero que conseguía embelesar a quien la contemplaba en los salones parisinos de mitad del siglo XIX a los que la acompañaba su madre buscando un matrimonio provechoso. La historia la inmortaliza como una mujer culta, inteligente y extremadamente refinada.

Sería esto, precisamente, y su debilidad por las mujeres lo que hizo que el mismísimo emperador cayera rendido a sus pies, eligiéndola como madre de su futuro y ansiado heredero. Fue entonces, una vez convertida ya en emperatriz, cuando Eugenia coronó a esta ciudad francesa de pescadores como patria de fiestas, lujos y excesos, convirtiéndola en su lugar de veraneo.

Por otro lado, este mismo emplazamiento fue sede y origen de la renovación extrema que Coco Chanel ocasionó en el mundo de la moda. ¿Saben ustedes que la diseñadora francesa abrió tienda en la misma ciudad?

Fue en el verano de 1915 en un local frente al moderno Casino, estilo art déco, que aún exhibe esta localidad, Coco inauguró la primera boutique de Biarritz. Poco eco se escuchaba entonces, por la zona, del reciente estallido de la Primera Guerra Mundial entre Rolls-Royce y nuevas prendas de vestir femeninas que alejaban a la mujer de los opresivos corsés y las convertían en estilosas ‘femme fatale’ con trajes de aires masculinos.

Quizás no elegimos el mejor momento para visitar la ciudad, con una ola de calor de hasta 36º grados diarios que en gran medida entorpece el estilo y la distinción propia de este lugar. Pero, pese al bochorno, Biarritz desprende elegancia y distinción en cada uno de sus edificios y sus gentes. Las pamelas, las gafas de sol y los kaftanes se lucen allí como en ningún otro lugar paseando por unos escarpados acantilados a la brisa de un precioso azul cantábrico.  

La gran fiesta

Esta semana leía casi de pasada en la prensa digital que, como todo, el hielo se encarecía y que en los próximos días podría llegar a cobrarse en bares y restaurantes junto a la bebida a enfriar. A priori, puede resultar curiosa esta subida del agua congelada. Sin embargo, atendiendo a los precios de la electricidad, el transporte y el plástico tiene mucho más sentido. Además, el artículo incluía la reflexión de que la vida post-Covid ha vuelto a traer el regocijo y deleite por las grandes fiestas y celebraciones.

No podía evitar, entonces, acudir a mis referentes culturales sobre magnos eventos y festejos y recordar e imaginar aquellas imponentes fiestas que el autor estadounidense F. Scott Fitzgerald relata en su obra ‘El Gran Gatsby’. La novela, ambientada en los locos años 20, relata una vida de excesos y desenfreno sustentada en el auge de la música jazz, el incremento del contrabando y crimen organizado y el art decó.

Pese a la crítica social a una época que evidencia la que está considerada como una de las mejores obras de la literatura norteamericana de todos los tiempos, no puedo evitar imaginar esas fiestas como las mejores que jamás se hayan celebrado. Con trajes de solapa, perlas, plumas, destellos dorados por todas partes, estatuas de hielo y torres de champagne.

Tampoco se le quedaría muy a la zaga el histórico baile de disfraces ‘Bal Beistegui’ que el millonario mexicano-español Carlos de Beistegui –Charlie para sus amigos –dio en el veneciano Palazzo Labia en 1951 para la ‘Gotha’ –lo que sería algo así como la guía de la nobleza en la que se recogen las dinastías y casas reales desde el siglo XVIII –y todo el cafe society del momento. 

El festejo sobre el Gran Canal, para el que las invitaciones se mandaron con hasta seis meses de antelación, contó, entre otros, con disfraces diseñados por el modista y fotógrafo británico Cecil Beaton o el mismísimo Salvador Dalí que vistió ni más ni menos que al diseñador Christian Dior. Precisamente, cuentan que algunos días antes de la cita se pudo presenciar una procesión de Rolls Royces llevando cajas de Dior sobre sus techos hacia el palacio.

Entre los invitados tampoco faltó el actor, director y guionista Orson Welles, quien precisamente también pondría voz al documental que recogió la que ha sido considerada la fiesta más grande el mundo. La celebrada en 1971 por el Shah de Persia para conmemorar los 2.500 años del Imperio Persa, pero que arruinó una improvisada tormenta de tierra que cubrió las finas vestimentas de todos los invitados.

Sea como fuere y sin tanta ostentación, que además no procede, sigamos disfrutando de la gran fiesta que es, sin duda y pese a las desazones y sufrimientos, vivir.

Poderosas

Esos días en los que una se levanta con el pelo revuelto, ojeras y una tez mustia, totalmente falta de brillo y lustre, no puedo evitar pensar en aquellas mujeres que con la cara lavada y una simple coleta lucen absolutamente poderosas. Soy de las que no acostumbra a salir de casa sin algo de maquillaje, al menos rímel y algo de rubor. Verme bien me ayuda a sentirme bien. Y no creo que haya nada de malo en reconocerlo. Quizás, en demasiadas ocasiones, se ha reprobado erróneamente la preocupación por engalanarse –sin llegar, obviamente, a la dismorfobia-.

Creo que en más de un artículo he confesado mi admiración por el modelo de diva italiana. Una mujer bella, sensual, contundente y completamente segura de si misma. Un modelo de belleza que ha resistido a los años y a las modas; que siguió vigente incluso cuando se imponían otros cánones más esbeltos. Un clásico que pocas encarnaron y encarnarán tan bien como la soberbia Sophia Loren. 

La actriz, ganadora de dos Oscar, a sus casi 90 años asegura que ahora se ve incluso más bella, que le gusta la imagen que le devuelve el espejo. Pero, sin poder poner en entredicho su rotunda hermosura, su magnetismo radica en su seguridad y su amor propio, en su determinación y energía.

La protagonista de ‘Matrimonio a la italiana’ que incluso pasó fugazmente por la cárcel, acusada de evasión fiscal, asegura en más de una entrevista que “nunca he renunciado a nada importante. Siempre he afrontado todo lo que me ha venido de manera fuerte y enérgica. Solo así puedes vencer”, reconociendo que ante cualquier miedo ha tenido “una fuerza dentro” que le ayuda a “expulsar cualquier debilidad”.

Fiel sucesora de esta ‘raza’ sería también la italiana Mónica Bellucci, icono de elegancia y estilo de la mano de Dolce Gabbana, quien a sus casi 60 años ha salvado cualquier estigma de la edad para le mujer en el cine defendiendo que “la verdadera belleza es un estado mental”, pues “miras tu cuerpo que va cambiando y piensas que es algo decadente pero por dentro eres igual, sientes tus emociones como antes”.

Decía Coco Chanel que “la belleza comienza con la decisión de ser uno mismo”. Bien, pues yo siempre he pensado que su fortaleza (la de estas mujeres) no estaba, o está, en ser guapa, algo obvio, sino en sentírselo. Eso es lo que las hace, tremendamente, poderosas.

Un mundo por descubrir

Se acerca agosto y para algunos –que aún no las han disfrutado- este mes es sinónimo de vacaciones. De un modo u otro, para este tiempo de tregua todos buscamos esos planes que nos aporten sosiego, desconexión y/o ruptura con lo cotidiano.

Hay quienes aprovechan estos días para el regreso al pueblo y el reencuentro con la familia y, en el mejor de los casos, las noches frescas de tertulia o verbena de verano. También en la Región son muchos los que se decantan por quincenas o semanas en la playa. Cada vez son más lo que optan por una alternativa más ‘low cost’, al menos a priori, en campings o roulottes alquiladas. Y, por supuesto, los que no entienden –o entendemos –las vacaciones sin organizar una nueva aventura o viaje.

Dentro de esta última variedad, también hay infinitas posibilidades. Hay quien busca viajes nacionales y quienes los prefieren de larga distancia; los que escogen el todo incluido en grandes hoteles y los que disfrutan comiendo en las calles mientras recorren grandes ciudades. Los viajes de aventura, gastronómicos o culturales. Y, por supuesto, una versión que yo he descubierto en los últimos años y que, aunque tiene sus inconvenientes, se ha impuesto al resto de modalidades: los viajes en familia.

Aunque entiendo perfectamente a las parejas que viajan solas dejando a su prole al cuidado de familiares; de momento no me siento preparada para ‘renunciar’ a su presencia ni durante un espacio tan prolongado, quizás porque aún es muy pequeño, ni en una circunstancia tan excepcional y enriquecedora como puede ser un viaje. Es verdad que viajar con niños tiene sus trastornos y molestias, pero para mí las ventajas y beneficios superan a las complicaciones y dificultades. Y con voluntad uno se adapta y consigue encontrar, incluso, esos momentos de intimidad entre cónyuges.

Si hago un poco de memoria de mis últimos viajes, entre los mejores momentos no faltan anécdotas con mi pequeño. Como aquel mes de agosto, con menos de un año, en el que gateaba por los maravillosos azulejos centenarios de los suelos de las diferentes estancias del Real Alcázar de Sevilla; el mes de octubre, vísperas de Todos Los Santos, cuando cantaba y bailaba ‘This is Halloween’, aún con “lengua de trapo”, a las puertas de la Sacra Basílica del Salvador, en Úbeda; o su primera siesta y baño en la playa en la Cala de Las Mujeres, en Calnegre.

De este tiempo solo lamento que la pandemia por COVID no nos haya permitido viajar más, pero ahora aguardo, con verdadera ansia, nuevos recuerdos en familia en cualquier parte del mundo que él, algún día, también pueda apreciar y rememorar. Y es que los viajes, con niños, están llenos de fantásticas y emocionantes primeras veces: todo un mundo por descubrir.

La perfecta lectura

Estos días he comenzado un nuevo libro. Uno de esos ejemplares concisos y exiguos que uno espera disfrutar a pequeños ratitos en la cama antes de quedar dormido. Ratitos que en ocasiones no van más allá de diez o quince minutos, en función de la intensidad de la jornada, y que se producen siempre mientras mi hijo me acaricia la oreja intentando alcanzar, él también, el sueño.

No tenía más referencias que el que mi hermana, una ávida lectora,  hubiese decido adquirir dicha novela. Así que, una vez más, se lo pedí prestado con el firme propósito de devolverlo cuando lo hubiese terminado. Siempre retorno los libros a sus propietarios ya que me importuna bastante extraviar los míos en estanterías ajenas.

Me llevé una grata sorpresa al descubrir que la historia que protagoniza un apático periodista español está justificada a través de unas cartas de amor que el Novel de Literatura en 1949 William Faulkner escribió a su amante Meta Carpenter durante los más de 30 años que duró su romance. Cartas que son uno de los tesoros documentales del ‘Harry Ransom Center’, en la Universidad de Texas, Austin, espacio que hospeda algunos de los manuscritos, fotografías y obras de arte de los más grandes personajes y artistas del siglo XX.

Entre sus ‘joyas’ se incluye la única copia de la primera fotografía conocida tomada por el ingeniero francés Nicéphore Niépce en 1826 o una de las 21 versiones completas que existen de la Biblia de Gutenberg; así como la herencia personal de personajes como García Márquez, la actriz y productora Gloria Swanson, o el director de cine Alfred Hitchcock. Sin duda, un lugar interesante, un templo de la investigación.

La novela ‘Los días perfectos’, del escritor, guionista y productor Jacobo Bergareche, ahonda en la intensa relación que el autor estadounidense mantuvo con su amante. Concretamente en el relato dibujado, a modo de misiva, de uno de sus ‘días perfectos’. Y a través del que el protagonista se pregunta por cuántas de esas jornadas puede recordar en su anodina vida; más allá de los encuentros clandestinos que, tal y como cuenta la historia, ha mantenido con una arquitecta mexicana durante sus estancias en Austin por un congreso de periodismo.

Aún no lo he finalizado, pero estoy disfrutando de una historia amena y divertida que, también, está muy bien escrita. Y que, entre otras cosas, me ha permitido conocer más sobre el escritor y Nobel estadounidense. Porque si hay algo que aprecio en la literatura es que me resulte didáctica, más allá de entretenida. Para mí leer es aprender y conversar con otros, incluso con los que nos han precedido en el tiempo y solo conocemos a través de las palabras escritas. Es cruzar vidas que no han coincidido en el tiempo.

Dolce far niente

Vivimos un tiempo en el que la improductividad se ha convertido  en poco menos que el octavo pecado capital. Una época en la que parar está socialmente mal visto. Un ritmo vital frenético, el ‘multitasking’, una desmesurada auto exigencia y la angustia por perdernos o renunciar a algo nos han convertido en autómatas aquejados de estrés y ansiedad. Lo dicen las últimas estadísticas sobre salud mental y consumo de determinados fármacos.

Y yo soy la primera que, por más ‘to do’ que elimino de mis listas de tareas pendientes, arrastro un sentimiento de insatisfacción al no cumplir expectativas. A diario escruto las rutinas de las ‘coach’ o diosas de la organización en Instagram intentando descubrir cuál es el secreto para llegar a todo; pensando que en la resolución de dicho acertijo está el secreto de la eterna felicidad. 

En 2020, en plenos juegos olímpicos de Tokyo, era noticia y portada internacional la decisión de la gimnasta Simone Biles de abandonar la competición. Aquella inesperada reacción, cuando se le presumían varios oros, nos frenó en seco e hizo reflexionar a toda la opinión pública sobre la importancia de priorizar la salud mental. Lo que a priori parecía un fracaso se convirtió en una lección de seguridad y confianza personal, convencida de su capacidad y su lugar en la historia del deporte antepuso su bienestar a cualquier logro profesional.

Hace unos días era la interprete del aclamado himno a la maternidad, Rigoberta Bandini, la que confesaba que se retiraría por un tiempo, aún indefinido, a “vivir bajo un cocotero”.

Esta noticia me traía a la mente una de mis expresiones italianas favoritas: il Dolce far niente. No solo me embelesa la maravillosa sonoridad de estas palabras sino que me seduce más aún su significado: lo dulce de no hacer nada. El concepto del placer y el deleite de la ociosidad más absoluta. Es una filosofía, un estado de ánimo, que poco tiene que ver con la holgazanería o la pereza. Es más bien todo lo contrario. Es esa capacidad de disfrutar los momentos de pausa, sabiéndose capaz de afrontar, también, la vorágine de nuestro día a día.

Tampoco es un sinónimo de vacaciones, pues en muchos casos durante este tiempo nuestros horarios y agendas van incluso más apretados por ese afán tan humano de ‘no perder el tiempo’. En los viajes, por ejemplo, apuramos las horas y minutos para ver y visitar más cosas con jornadas completamente extenuantes.

Sin embargo, yo este verano me he propuesto degustar, aunque sea en pequeños terrones, esa dulzura de la ociosidad y regodearme en la belleza de lo simple al más puro estilo italiano.

Voyeurs

Sin duda, la biografía de una persona influye de forma definitiva en su obra, su trabajo y su legado. El mismísimo Andy Warhol reconocería, siendo ya uno de los principales iconos del Pop Art, que el ‘encierro’ que vivió en su infancia por su hipocondría y el rechazo que sufrió en la escuela como consecuencia de la afección que padeció: el ‘mal de San Vito’ o Corea de Sydenham –una enfermedad del sistema nervioso que le provoca espasmos en sus extremidades y la pigmentación de la piel – sería una etapa crucial en el desarrollo posterior de su personalidad, habilidades y gustos. Tampoco, por ejemplo, la producción de Frida Kahlo hubiese sido la misma sin aquel fatal accidente de autobús al volver de la escuela que le provocó una evidente limitación motriz acompañada de fuertes dolencias y constantes operaciones quirúrgicas y tratamientos médicos.

Sin embargo, hay una diferencia insondable entre lo que podemos denominar datos o referencias biográficas de una personalidad y la actual tendencia a usurpar y desnudar la vida privada de cualquier personaje público, sintiéndonos, además, decididamente autorizados por el simple hecho de su popularidad. Sin embargo, a mí, esta práctica tan común, me resulta completamente obscena e indecorosa.

Parece mentira que en la era de las páginas webs, las plataformas de televisión y las redes sociales, con un acceso libre e ilimitado a cualquier tipo de contenido, incluso al erótico o pornográfico –quién se acuerda ya de aquel codificado Canal+ de nuestra infancia y adolescencia – el vídeo íntimo de un presentador de televisión desate tal curiosidad; hasta el punto de correr de teléfono en teléfono como una ‘bomba informativa’. Más allá de las connotaciones delictivas que este hecho pueda tener, me resulta paradójico e inmoral.

No solo no me interesa con quien mantiene relaciones el susodicho, siéndole infiel o no a su mujer o si mantienen o no una relación abierta, mucho menos me apetece ser espectadora de sus encuentros furtivos.

Y lo peor de todo es que detrás de este interés no se esconde ningún tipo de excitación o placer sexual, como en el caso de un voyeur, sino que la única necesidad que se cubre es la del fisgoneo y la intromisión más cutre. Siendo, además, un gesto de mala y poca educación.

No confundamos, por ejemplo, indagar en la biografía de Picasso para entender y explicar su obra, con bucear en el morbo de sus múltiples relaciones ‘amorosas’. Como decía Cicerón, ya hace milenios, “quien cuida su huerto, no hace daño en huerto ajeno”. Así que: ¡A nuestros quehaceres, hortelanos!

Sueño con serpientes 

Plenitud. Según la RAE, sustantivo femenino que define la “totalidad, integridad o cualidad de pleno”; “apogeo, momento álgido o culminante de algo”. 

Pasamos la vida buscando, anhelando y esperando que llegue dicho periodo o lapso de tiempo. Consolándonos en las desventuras, adversidades y fracasos, confiando en una época más propicia. Sin embargo, siendo realistas, ese esplendor y plétora no arraigan en nosotros y apenas subsisten un instante. 

Tras las limitaciones y reservas en plena pandemia, creímos que aprenderíamos a apreciar más las pequeñas cosas, a complacernos en lo sencillo, a ser felices en lo simple o simplemente felices. Pensamos que sabríamos disfrutar de aquello que nos habían negado como si nunca antes lo hubiésemos experimentado. Un sencillo café en compañía, un paseo compartido o un franco apretón de manos. Sin embargo, cuan pronto olvidamos. Nuestros corazones ávidos, insatisfechos y caprichosos aspiran a la perfección, la simetría y la magnificencia en nuestras vidas; siendo así, prácticamente imposible, el contentamiento y el agrado. 

Nuestra existencia está plagada de disgustos, inquietudes y angustias que, sin ser en muchas ocasiones enormes dramas, consiguen apenarnos, robarnos la paz y agobiarnos. Así, aguardamos salir de alguno de esos trances para relajarnos y disfrutar, sin ser conscientes de que el siguiente infortunio, prácticamente, ya nos ha alcanzado. 

Recuerdo así una canción de Silvio: “sueño con serpientes, con serpientes de mar” (…) “La mato y aparece una mayor”. 

Es por eso que, para mí, la virtud está en aquellos con la capacidad de vivir en paz en medio de la tormenta y la tribulación. Aquellos que son capaces de seguir bailando, aunque no todo esté a su gusto. Aquellos que han hecho del agradecimiento su forma de vida. ¡Cómo los envidio! 

Yo, que pierdo la paz rápidamente viendo a mi hijo con unas décimas o un leve resfriado, confieso que en esos momentos necesito retroceder en mi vida y hacer historia para valorar justamente y seguir confiando. 

Hace tan solo unos meses llegaba a mis manos el último libro de Lucía Benavente (Lucia Be). Apenas lo leí, lo lloré y lo reí en dos días. Son los borrones, apuntes y pensamientos de quien se ha enfrentado cara a cara a la enfermedad y a la muerte y, sin embargo, incluso en su particular “subida al Everest” ha podido continuar gritando ‘Gracias vida’. 

Esa es la clase de persona que aspiro a llegar a ser algún día; esa clase de persona que no espera al momento adecuado y es capaz de confiar en mitad de la adversidad viviendo, cada día, la alegría de lo cotidiano.

El día más feliz del año

Con estos sofocos estivales es difícil creer que aún no haya llegado el verano. Menudo infortunio comprobar que cada vez se adelantan más las altas temperaturas en nuestra tierra. Si julio viene siendo el mes más caluroso en la Región, esta última quincena de junio no se queda a la zaga. A ver cómo justifican este hecho los escépticos con el cambio climático. Hoy, cuando tan sólo quedan un unos días para celebrar el solsticio de verano –próximo martes 21 de junio – comparto con vosotros uno de mis últimos hallazgos y descubrimientos.

Unas horas antes de esta llegada ‘oficial’ de la temporada estival, se celebra el ‘Yellow Day’, o lo que es lo mismo: el día más feliz del año. Si esto no les suena demasiado, quizás sí hayan oído hablar de ‘Blue Monday’, lo que vendría a ser su antagónico, ya que se hizo más popular a través de una campaña publicitaria para una compañía de vuelo. Bien, pues ambas efemérides son obra del mismo psicólogo y experto en motivación, el británico Cliff Arnall, y se vienen conmemorando desde 2005.

En los dos casos, estas citas surgen de una fórmula matemática que relaciona diversas variables que pueden tener sus efectos en el carácter y el estado de ánimo. El ‘Blue Monday’ se fecha el tercer lunes de enero y es consecuencia del mal clima, la cuesta de enero, la vuelta a la rutina tras la Navidad, haber fallado ya a los propósitos de año nuevo, la falta de motivación y la necesidad de actuar ante esto.

Por el contrario, el ‘Yellow Day’ se sustenta en la defensa del clima y la luz solar como principios de la felicidad. Así, el 20 de junio es  una de las jornadas con más horas de sol de todo el año, más de 15 horas en cualquier punto de España. Los días más largos también facilita más vida social y en la calle, lo que suele ponernos contentos. La proximidad de las vacaciones y los planes que ya vamos organizando, la jornada intensiva –en algunos casos –y la proximidad de la paga extraordinaria serían el resto de factores.

Estas ‘fórmulas’, que cuentan con el rechazo absoluto de la comunidad científica y académica, sí que sirven para ponen de manifiesto la búsqueda y necesidad biológica y emocional de bienestar y placidez que, en ningún caso, determina una fecha o algoritmo.

En mi caso, y más aún desde que soy madre, es un efecto de sentirse en paz, viendo a los tuyos sanos y seguros y dejándose llevar por lo extraordinario de las pequeñas cosas. Si atesoras esto, cualquiera puede ser el día más feliz del año.

La belleza de la palabra

Decía Vargas Llosa que aprender a leer era lo más importante que le había pasado en la vida. Yo no sería tan categórica, pero sí creo que mi admiración por la literatura determinó, en gran medida, mi profesión. Y es que, aunque no la tuve especialmente clara desde el principio, mi vocación siempre zigzagueó en torno al mimo y al cuidado de la palabra; desde Filología Hispánica o Inglesa a Periodismo. Y eso que de niña fui, con éstas, algo caótica y despistada. Recuerdo a ‘la seño’ reprobarme con cierta frecuencia por copiar las palabras de la pizarra con faltas de ortografía. Quizás por aquel entonces aún no había descubierto la belleza de las palabras.

Sin duda, sería la lectura lo que despertó mi asombro por los vocablos. Mi fascinación por la elección y la combinación exquisita de los mismos en el ilustre ejercicio de tratar de contar algo. Según la RAE la belleza es la “proporción noble y perfecta de las partes con el todo; conjunto de cualidades que hacen a una cosa excelente en su línea”; y en el caso de las palabras ésta se completa en tres: la belleza formal, la belleza conceptual y la belleza ética o espiritual.

A lo largo de los años, he disfrutado y contemplado composiciones hermosísimas. Una de las últimas este trocito de “Mi resumen” del fallecido Premio Miguel de Cervantes, Francisco Brines:

«Como si nada hubiera sucedido». 

Es ese mi resumen 

y está en él mi epitafio.

Habla mi nada al vivo 

y él se asoma a un espejo 

que no refleja a nadie.

Pero no solo son hermosas las composiciones. También acostumbro a rebuscar entre los textos nuevas palabras que anoto por su hermosa sonoridad o por su precioso simbolismo. Entre ellas, guardo algunas con especial apego.

Por su sonido, destacaría cairel, esas pequeñas piezas de cristal que cuelgan de candelabros o lámparas de araña; y petricor, que es el nombre del olor que produce la lluvia al caer en los suelos secos, lo que conocemos como ‘olor a lluvia’ o ‘a tierra mojada’ sin embargo, aún no estaría tipificada en la RAE; y enagua, que es aquella antigua prenda interior femenina que se llevaba bajo la falda.

Por ser bellas más allá de su sonoridad, desde en punto de vista más conceptual, me quedaría con inmarcesible, dícese de aquello que no se puede marchitar, y sempiterno, que dura para siempre, habiendo tenido principio, no tendrá fin. Será, esta elección, por la inmortalidad que para mí tienen las palabras. Palabras que se hacen eternas en la memoria de la belleza.