Hay días en los que te sientes superada por cosas tan estúpidas que hasta te da vergüenza. Te da vergüenza llorar, aunque es lo que realmente te apetece. Además, la mayoría de veces ese llanto, escondido, resulta sanador. Pero a ver cómo explicas –a quien pudiera sorprenderte –que estás llorando porque una tapadera de cristal se ha caído y al hacerse pedazos ha roto una lata de cerveza que ha acabado por toda la cocina o que lloras porque la montaña de ropa sucia es tal que alcanza la altura de la cómoda, donde deberían acumularse limpias, planchadas y bien dobladas todas esas prendas. Yo suelo estar bien y ser resolutiva el 99% del tiempo, incluso aunque no haya dormido, tolero bastante bien la falta de sueño; pero también tránsito, casi siempre en silencio, esos abatidos momentos. No me duran mucho, pero al contrario de lo que cantaban los Monty Python, no siempre se puede mirar al lado brillante de la vida.
Sé que mis razones son absolutamente ridículas y que hay hogares con un montón de niños y en los que el trabajo y la vida familiar se enfrentan en un escenario que queda muy lejos de lo que debería entenderse por conciliación. Sin ir más lejos, mi hermana –mamá de tres y abogada autónoma –me decía el otro día que le daba envidia mi baja. Tener una baja de maternidad, por escasa que nos resulte y sea, es al fin y al cabo tener un espacio en el que tu única preocupación sois tú y el bebé; sin verse obligada a compartir esos primeros instantes con la redacción de demandas y escritos para tus clientes. Yo me siento muy afortunada de haberla podido disfrutar. Y la lactancia. Y los tres meses de excedencia que me ha facilitado mi responsable, Joaquín Hernández, alcalde de Lorquí, en mi lugar de trabajo. Porque la conciliación no se defiende proclamándola sino ejerciéndola y practicándola. Y es que cualquiera que haya sido padre entenderá porque en muchos países del norte y centro de Europa se dedica un año completo, con respaldo institucional, a la crianza, porque es un acontecimiento tal que pone toda tu vida patas arriba. Y aunque mis circunstancias resulten más favorables que las de otras familias con más cargas, la presión sobre la nueva madre antes o después acaba por derrotarla.
En algunas ocasiones esta presión puede ser también externa, pero casi siempre es autoimpuesta. Y así lo es en mi caso. Presión por ser la madre que deseas, presión por equilibrar la maternidad con tu yo más personal, presión por no exasperar al papá, presión por no sentir que abandonas nada de aquello que de forma previa abarcabas, por regresar a una figura que empiezas a extrañar, por llevar la casa, la familia y el trabajo. Pero en esos momentos, en los que no consigues llegar a nada, la pregunta sólo debería ser: Pero y quién te va a juzgar.
La teoría es sencilla, pero como todo, en la práctica se complica. Yo, que llevo varias semanas estudiando para certificar mi inglés en la EOI, he tenido que acostumbrarme a vivir en el caos de casa que esta nueva dedicación mía implicaba. Una vez pasado el examen confías en que la serenidad regrese, de alguna forma, a tu vida. Pero nunca es así. Os pongo un ejemplo. Yo que soy un poco maniática del orden, pero sobre todo de las cosas limpias, siempre sueño con que algún día conseguiré tener el hogar organizado, el coche lavado y la depilación hecha. Pues bien, siempre falla algún miembro de la ecuación: tengo la casa patas arriba, el coche no sólo está sucio sino que está sin batería y no arranca y, menos mal, que la depilación sí está a punto para la temporada.
Pero tranquilos, lo que me pasa no es mal de morir y mi dolencia con un poco de cama y descanso quedará seguro más que aliviada, porque son pequeños contratiempos que con los días destiñen, pues la cocina ya está limpia y la ropa próximamente estará lavada. Y cuando los días no brillen, como hace mi sobrina Manuela, un poquito de purpurina y tienes brilli brilli (por la casa) para toda la semana.


No recuerdo la primera vez que fui a un museo. Probablemente no era demasiado pequeña; sin embargo, no lo logro recordar. Lo que sí recuerdo es la primera vez que me emocioné en uno. Fue en el Louvre, en París, cuando después de una mañana caminando por la ciudad de la luz entramos en aquel espacio y, tras pasar las ‘taquillas’, en lo más alto de una escalera (aún mantiene esta ubicación) localicé ‘La Victoria de Samotracia’. Para mí era significativo encontrarme con aquella obra que había estudiado meticulosamente poco tiempo antes para la Selectividad. La reconocía, podía hablar de ella e incluso podría haber explicado aquella escultura helenística de bulto redondo a cualquier visitante reproduciendo, casi con exactitud, las palabras de mis apuntes. Después, días más tarde, descubriría que en el de Orsay, que alberga la mayor colección de obras impresionistas del mundo, sería tremendamente feliz. Sin olvidar todas y cada una de mis tardes de domingo en el Prado –cuando vivía en Madrid –frente a las más importantes piezas y autores de la historia de la pintura europea: Rogier van der Weyden, Rembrandt, Leonardo da Vinci, Rafael, Tiziano, El Bosco, Goya, Velázquez, El Greco, Rubens, Murillo… y tantos otros más. Fue así, y en los museos, como descubrí el efecto que el arte tendría sobre mí.

Las casas cuentan tanto de nosotros. O quizás somos nosotros los que intentamos contar algo a través de ellas. Esos mensajes, esos códigos encriptados en objetos, suponen la diferencia entre una vivienda cualquiera y un hogar propio. Hay casas llenas de recuerdos hasta el exceso; otras, en su defecto, son prácticas, asépticas y parcas en elementos. Éstas son capaces de desvelar, de un solo vistazo, el tipo de vida de sus moradores. Muchas se han convertido en extensiones de sus propios dueños. Hay casas célebres, que trascienden a sus habitantes, casas malditas o encantadas, casas que se han convertido en escenario de importantes acontecimientos y casas que formarán parte del imaginario colectivo de todos los tiempos gracias al cine y la literatura.
La permanencia en el constante aprendizaje es algo que ha marcado mi vida personal y profesional. Siempre me he preocupado por seguir adquiriendo nuevos conocimientos y capacidades. Casi como una especie de adicción. Incluso aunque estos hayan resultado de escasa o nula practicidad para mi realidad, como aquel curso de prevención en riesgos laborales en el entorno de la construcción que completé mientras estudiaba Periodismo en Madrid y me ganaba un dinero extra realizando trabajos puntuales, casi siempre de encuestadora, para una ETT. ¡Nunca se sabe! El caso es que me gusta aprender y, aunque suene extraño, también me ha gustado estudiar. Lo que no quita que haya habido épocas en las que, por el volumen de materias o por éstas en sí mismas, me haya resultado tedioso.
