Mucho más de lo que hacemos

Ayer, tras volver al coche después de dejar a mi hijo en la puerta del colegio y mientras llovía, me cruzaba con los padres, madres y abuelos que llegaban con el tiempo justo y aceleraban el paso en los últimos metros para no llegar tarde. Sentada ya, y antes de reemprender la marcha para acercar a mi otra pequeña a la guardería, pensaba en que ninguno éramos conscientes en ese momento del privilegio que supone poder llevar a nuestros hijos a la escuela.

Sin duda, son actividades tan cotidianas, tan rutinarias y tan normalizadas que no nos damos cuenta de la enorme suerte de haber nacido y vivido de este lado del mundo. 

Confieso que, últimamente, convivo con un enredo de sentimientos que tambalean mi estabilidad emocional. Por un lado, la gratitud de una existencia cómoda y segura para criar a mis niños, que combate constantemente con un sentimiento de culpa al contemplar la desventura y las fatalidades de tantísimos miles de personas, y en especial niños, en todo el mundo. Lo que, a su vez, me provoca una profunda tristeza existencial.

Me pregunto constantemente cómo podemos seguir viviendo después de ser testigos de aterradoras imágenes de niños muriendo a consecuencia de una guerra de la que entienden muy poco o nada. Una guerra que los está asesinando con estrepitosos y vergonzosos ataques pero también a través de una silenciosa, deshonesta y agónica hambruna.

No alcanzo a imaginar el tormento de esas madres al ver a sus hijos consumirse por desnutrición; al verles morirse de hambre. Cuánta impotencia y cuánto dolor. Escuchar sus llantos reclamando algo para comer y beber. Sus gritos desesperados. Sus miradas confundidas.

Los niños, la población civil, jamás deberían ser un objetivo bélico; ni el hambre un arma de guerra. Y para ello hay organismos que deben velar por el cumplimiento de los derechos humanos. El silencio no es una opción. La inacción no es una alternativa.

A veces siento, también, una profunda decepción con una humanidad deshumanizada. ¿Puede ser tal la oscuridad moral en la que vivimos que no nos importen las vidas ajenas? Confío en que esto no sea así. Y, aunque las evidencias parecen apuntar a lo contrario, tengo la esperanza en una reacción rotunda, en un basta ya que debería haberse producido hace mucho tiempo.

Esta sensación me resulta ya familiar. Me asedian las mismas emociones que lo hicieron en su día, allá por 2011, con la guerra civil Siria y la consecuente crisis humanitaria que se desataba. Fue entonces cuando reforcé mi colaboración con organizaciones no gubernamentales que realizan labores de ayuda sobre el terreno. Apoyo que trato de seguir manteniendo.

Así que, ojalá seamos muchos los que nos sintamos tristes, culpables y abatidos con lo que ocurre en lugares como en Gaza. Ojalá seamos conscientes de la suerte que vivimos. Y, ojalá, esto nos mueva y nos remueva para hacer mucho más de lo que hacemos.  

Un pueblo

Desde hace algún tiempo vivimos en un pueblo. Un pueblo pequeño. Nunca antes, desde que dejé Caravaca para estudiar en Madrid, había residido en una población tan pequeña. Siempre he ido mudándome de ciudad en ciudad desde la capital de España: Granada, Jaén, Cartagena, Murcia… Y, sin duda, ahora estoy conociendo las muchas bondades de vivir en un pueblo.

Imagino que aquellos que lo han experimentado sabrán de qué hablo. A diario nos movemos, incluso con los pequeños, en bici o andando. Guardo fotografías, que con los años serán maravillosos recuerdos, de nocturnos picnics improvisados en la puerta de algún vecino. Por las mañanas, se escuchan -sólo- los pájaros desde el patio. El sonido de las campanas de la única iglesia va desvelando las horas del día, y la noche. De todos es sabido, además, que hay menos contaminación ambiental y el aire es más puro y más fresco.

Pero es que, además, este pueblo tiene sus virtudes particulares. Estar a 15 minutos de Murcia ciudad facilita que sigamos disfrutando del ocio y tiempo libre que nos interesa y nos divierte sin tener que renunciar a un tipo de hogar y vivienda que en mitad de la urbe sería impensable.

Las inversiones e infraestructuras megalíticas de las ‘cities’ se suplen con espacios adaptados, actuales y sostenibles; con proyectos de recuperación patrimonial e histórica y con creativas e ingeniosas propuestas.

Así, por ejemplo, en nuestras salidas al parque por la tarde podemos ir leyendo, de camino, las decenas de poemas que salpican todo el centro con textos de muchos de los más grandes autores de la literatura universal: Lorca, Quevedo, Neruda, Rosalía de Castro, Gabriela Mistral, Cernuda o Carmen Conde. Una ruta poética que embellece, sin duda, el recorrido e instruye y obsequia el alma.

Y si de ilustrar y educar hablamos, se han ido instalando unos ‘totems’ o ‘mupis’ en aquellos lugares en los que nacieron sus vecinos más ilustres, los hijos predilectos, en los que se recogen sus vidas y hazañas. Una buena forma de reconocer el patrimonio inmaterial más valioso de un pueblo: sus buenas gentes. Desde doctores en Física y Química, cardiólogos e investigadores a combatientes en ‘La Nueve’ que liberaron París que sirven de referente y ejemplo a jóvenes y adolescentes.

Una vez al año, el municipio se convierten, también, en escenario de la Comedia del Arte con los peculiares personajes de este género teatral tomando sus calles y sus casas, pues actores llegados de diversos puntos del planeta conviven con los vecinos que los acogen en sus propios hogares; gracias al festival de música y artes escénicas ‘Lorquí Renacentista’. Durante tres años consecutivos Pulcinella ha dejado su Nápoles natal para ‘ocupar’ nuestra residencia. ¡Una experiencia inolvidable!

Vivir en un pueblo me ha enseñado que habitar un lugar es, sin duda, mucho más que transitarlo. Habitar un pueblo es vivirlo, revivirlo, disfrutarlo y padecerlo, conocerlo, cuidarlo y, siempre, mejorarlo.

Aquella revolución

Sin duda, educar será el trabajo más arduo y difícil que cualquiera de nosotros pueda desempeñar a lo largo de la vida. El más importante. Acompañar a nuestros hijos en la creación de su personalidad y carácter es una tarea compleja, delicada y, por momentos, agotadora. No obstante, también, resulta fascinadora y estimulante.

Y fíjense bien que digo educar, aludiendo a instruir o cultivar, y no a criar en el sentido más animal de la palabra ,que resulta más instintivo y automático. Nuestro existir más atávico y nuestra intuición más visceral empujan nuestro ánimo a la protección y salvaguarda de nuestro pequeños: alimentarlos, resguardarlos del frío y el calor, limpiarlos, garantizar su integridad física… Sin embargo, guiar y tutelar su crecimiento personal requiere de otros muchísimos recursos y herramientas y una constante renovación en una sociedad cada vez más compleja, cambiante y acelerada.

Hace unas semanas terminaba de ver la serie británica ‘Adolescence’ y, como le ha ocurrido a muchos, me despertaba ciertos miedos y preocupaciones sobre la sociedad en la que nos va a tocar educar a nuestros hijos y en papel que los padres tenemos en su desarrollo y devenir. Sin embargo, reconozco que me resultó un tanto alarmista y apocalíptico el retrato que hacía de los institutos, muy lejano a lo que yo en su día pude vivir.

Un tiempo después, en pocos días, se sucederían varios acontecimientos cercanos que pondrían en entredicho esa opinión. Un adolescente recibía un desafortunado golpe por la espalda y en la cabeza que lo llevaría directo a la UCI durante varios días y que le dejará secuelas de por vida. Un cobarde ataque motivado, al parecer, por un comentario en redes sociales. Esa misma semana un joven era víctima de una agresión por su condición sexual.

Y, por si esto era poco, de algún modo se filtraba un vídeo de una multitudinaria pelea a puñetazos en un instituto de la Región mientras los ‘espectadores’ jaleaban y alentaban a los ‘luchadores’, sin que nadie cuestionase o reprobase esta actitud.

No sé si serán casualidades. O quizás sea esa la realidad de nuestros adolescentes, aunque a algunos nos quede tan lejana.

Recuerdo mis años de juventud en los que escuchábamos a Ismael Serrano y nos juntábamos en Malasaña. Años en los que queríamos ser más modernos, más solidarios, más tolerantes, más abiertos y más avanzados que nadie. No soy socióloga y no quiero aventurar ni conjeturar sobre lo que ha podido ocurrir en estos veinte años para desvirtuar tanto estos valores; que me temo que están muy lejos del actual código ético de muchos jóvenes. Pero, sin duda, alguna responsabilidad tendremos.

Y del mismo modo que me entristece profundamente lo que veo, también me invita a volver a aquel espíritu de mis años mozos y comenzar una ‘revolución’ que reconquiste estos valores perdidos o debilitados, una revolución que reconquiste la ternura y la humanidad.

“Así yo canto para recordar

Que aun seguimos vivos

Si no ves mas allá de tu horizonte

Estaremos perdidos” – Ismael Serrano.

Un salvavidas y un kit de emergencia

Después del sobresalto inicial tras conocer el alcance del ‘gran apagón’ que el pasado 28 de abril dejaba a casi toda España –y otros países cercanos –sin energía eléctrica, son muchas las reflexiones que este incidente ha suscitado, tanto en la población general como en aquellos que ostentan ciertas responsabilidades sociales. En mi caso, lo acontecido, además de la lógica preocupación por no estar cerca de mis hijos –algo que me imagino que se agravaría en el caso de aquellos que, por ejemplo, se encontraban atrapados en un tren a muchos kilómetros de su casa –me permitió aprender dos cosas importantes.

En primer lugar, las más inmediata, fue la necesidad de contar en casa con determinados útiles, materiales y equipos que hagan más fácil la espera hasta el restablecimiento  de la normalidad. Hace tan sólo unas semanas que la Unión Europea recomendaba un ‘kit de supervivencia de 72 horas’. Tengo que reconocer que, a priori, esta propuesta me pareció un poco alarmista, quizás porque muchos la asociamos a las tensas relaciones internacionales entre importantes potencias. Pero después de la experiencia, y acordándome también de lo ocurrido las horas posteriores a la última Dana, soy una firme defensora de esta medida de previsión.

Por mi trabajo, pasé la tarde entre gestiones y menesteres relacionados con la respuesta institucional a la población, por lo que cuando llegué a casa, con la noche ya en ciernes, era demasiado tarde para proveerse de cualquier elemento de este tipo. Ni linternas, ni pilas, ni baterías externas… ni siquiera una radio clásica. ¡Cuánto me acordé del antiguo transistor de mi padre! La oscuridad la solventamos con velas, al estilo más tradicional, pero la sensación de desinformación sí que me angustiaba. Por suerte en el coche teníamos reserva de gasolina y podíamos acudir a escuchar la última hora.

Mi Hombre del Renacimiento, que es un poco más ‘flow’, disfrutaba de algún modo la situación. Les contó a mis hijos que íbamos a cenar como en el siglo XVIII a la tenue luz de los cirios. Sin embargo, yo por mi carácter más práctico sentí cierta ansiedad por los trastornos.

De este modo, ya he empezado a almacenar algunos enseres que he ido localizando por Internet: lámparas solares y de pilas, linternas, una batería e incluso una radio de ‘emergencia’ que se recarga con una manivela, con el sol y con un cable y que además sirve de linterna y de cargador del móvil. Estoy descubriendo una versión mía al más puro estilo ‘scout’. También he prometido preparar un ‘kit’ a mi madre.

Y es que, y aquí va la segunda consideración, lo que más desasosiego e incertidumbre me provocó fue no saber nada de mis familiares durante tantas horas y en tales condiciones. La ausencia de luz me incomodaba pero, sin duda, fue la incomunicación lo que de verdad me angustió. Su presencia y su voz son mi salvavidas de emergencia. Sin duda, hablar con ellos pasadas las doce y media de la madrugada fue lo único que me devolvió la paz en aquellas horas de alboroto y revuelo.

Cultura en lo cotidiano

“La vida de un museo o una excavación arqueológica, como la de un archivo o una biblioteca, es un tesoro que la colectividad debe preservar con celo a toda costa”. Ésta es una de las muchas afirmaciones que en su tratado ‘La utilidad de lo inútil’ hace el profesor y escritor italiano Nuccio Ordine, reconocido en 2023 con el Premio Princesa de Asturias.

No es la primera vez que lo menciono, pues el concepto que desarrolla en su manifiesto es un canto a la necesidad de aquello que parece improductivo o inservible -siempre desde una perspectiva pragmática- en una sociedad cada vez más materialista y ramplona. 

Lo bello, lo bonito, hace de lo cotidiano algo admirable y sorprendente. Más aún a los ojos de los niños, que son exploradores por definición. Esta semana, mientras volvíamos a casa, mi hijo me preguntaba por qué habían puesto la pintura de un alcalde en la placa de una calle. No era un alcalde, pero deduzco que asoció la corbata y la chaqueta con la imagen de regidor que él tiene. En este caso, la figura que estaba dibujada en unos azulejos era la del poeta y premio Nobel Juan Ramón Jiménez.

Llevamos todo el curso pasando por esa vía de camino a casa y jamás me había preguntado por la anterior placa –de las tradicionales-, ni por el nombre de la calle y, mucho menos, habíamos encontrado la excusa para hablar del autor de ‘Platero y yo’. Habrá quien considere estas propuestas innecesarias, superfluas o, incluso, barrocas o anticuadas. Sin embargo, para mi la estética es profundamente sustancial y trascendente. Lo bello nos asombra, nos detiene, en este frenético existir.

Mi hijo, que nunca había reparado en estos elementos de mobiliario urbano, lleva desde entonces descifrando e investigando quiénes son o qué representan estas estampaciones en cerámica que recientemente han colocado en el municipio en el que vivimos. Desde los Reyes Católicos a la Constitución, pasando por Picasso y hasta la Reina Leticia. 

Para mí, esta experiencia, ha sido una forma muy bonita de descubrir y aprender en el entorno más diario. Cuando viajamos todos solemos visitar museos, centros de interpretación o monumentos que nos dan pie a explicar nociones nuevas e interesantes a nuestros pequeños. Sin embargo, este tipo de proyectos, además de embellecer, facilitan ese aprendizaje y asombro desde lo diario, lo usual y lo acostumbrado.

Estoy segura de que mi hijo no será el único que repare en estos nuevos elementos. Y que habrá niños, chicos e incluso jóvenes que jamás se hubieran preguntado por la ‘pinta’ que tenía Quevedo o qué ocurrió el Primero de Mayo. Y es que hay tanto de útil en acercar e integrar la cultura en lo cotidiano.

Monumentos y sitios

Sin duda, los sufrimientos, lesiones, dolores y pérdidas humanas son las grandes tragedias de cualquier guerra, contienda o desastre natural. Sin embargo, sobra decir, que no son las únicas. La educación, la cultura, las infraestructuras, el urbanismo y la economía son sólo algunos de los aspectos que se resienten en un país, región o territorio desolado por este tipo de infortunios. Así, el patrimonio se convierte, también, en víctima de cualquier conflicto o desventura. 

La destrucción del patrimonio supone el exterminio de la memoria y la identidad de un pueblo. Es por eso que el destrozo decidido de este tipo de riqueza ha sido un arma utilizada a lo largo de siglos de luchas y conflictos bélicos; pero fue, sin duda, durante la II Guerra Mundial cuando éste se convirtió en objetivo prioritario.

Es precisamente en este contexto en el que surgen iniciativas como los conocidos ‘Monuments men’, un grupo de historiadores, directores de museos, conservadores y expertos en arte con la misión común de adentrarse en la Alemania Nazi para recuperar las obras de arte secuestradas. Historia que se recoge en la película del mismo nombre dirigida por el también actor George Clooney.

Pocos años después, en 1954 se firma, por primera vez, como consecuencia de esta destrucción masiva un tratado internacional conocido como ‘Convención de La Haya’ que exige a los firmantes la protección de bienes culturales en caso de conflicto armado. Pese a que está ratificado por un total de 126 estados, seguimos siendo testigos de como se asola de forma deliberada este legado en diversos lugares del mundo, desde Siria o Iraq a Libia o Malí, hasta Ucrania y Gaza, por ejemplo.

Aunque estos no son los únicos males que enfrenta el patrimonio en nuestros días. Las catástrofes naturales –recientemente con los terremotos de Myanmar o las fuertes lluvias en Toledo-, los atentados o negligencias, el cambio climático e, incluso, el turismo masivo pueden dañar esta herencia cultural de siglos de historia.

El próximo 18 de abril se celebra el Día Internacional de los Monumentos y los Sitios, una iniciativa impulsada en 1984 por el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS) – una asociación civil no gubernamental, ubicada en París, y ligada a la ONU a través de la UNESCO, con más de 10.00 miembros individuales en 153 países, 110 comités nacionales y 28 comités científicos internacionales -.

Buen momento, pues, para reflexionar sobre lo que está ocurriendo y la enorme pérdida que supone para la humanidad. Quizás algunas destrucciones nos resultan lejanas y ajenas, por la distancia, la cultura o el significado emocional, pero seguro que en nuestras memorias aún perdura el impacto de ver arder la Catedral de Notre Dame. Imaginemos, por un instante, una Granada sin su Alhambra; una Barcelona sin la Sagrada Familia; o una Córdoba sin su Mezquita. Algunos de estos sitios y monumentos tienen para nosotros, incluso, un significado muy personal.

Piensa por un momento qué lugares son especiales para ti.

Y mientras tanto, vivimos

Hay semanas en las que me desborda la energía y el brío -como decía mi abuela – me siento capaz de todo. Sin embargo, hay otras, en las que sientes que las cosas pesan y duelen más que de costumbre y en las que tienes que hacer un esfuerzo, casi sobrehumano, para seguir viviendo.


Estos días nos hemos levantado con noticias tan aterradoras que si eres una persona con un mínimo de sensibilidad no pueden menos que afligirte y apenarte. En el coche, de vuelta del colegio tras dejar a mis hijos, suelo poner un ratito la radio. Cada vez que escucho alguna información relacionada con Gaza siento una desolación anímica, moral y espiritual como he experimentado en pocas ocasiones en mi vida porque el fallo, el error y la responsabilidad es colectiva, social. Y es abrumador reconocer que estamos fallando como sociedad, como humanidad.


Más de 50.000 fallecidos desde el inicio de los ataques israelíes, entre ellos miles de niños y niñas, a los que hay que sumar los enfermos, heridos, y huérfanos. No puedo, ni quiero, permitirme olvidar esas miradas de confusión y desconcierto. Ni esos pequeñitos cuerpos cubiertos por blancas sábanas. El secuestro del codirector del documental ganador del Óscar de este año ‘The Ohter Land’, Hamdan Ballal -por suerte con buen desenlace -y el asesinato del joven periodista de 24 Hossam Shabat son dos de las últimas crueldades que se suman a las atrocidades de este conflicto. También leía en prensa el drama de los cadáveres sin nombre que el mar está arrojando en diferentes puntos de nuestras costas. Según las cifras oficiales ascienden a casi 6.000 las personas que llegaron con vida a nuestro país en patera en 2024, pero no se sabe cuántos murieron en el intento.


Y a esto hay que añadir los argumentos y discursos absolutamente faltos de empatía, humanidad, compasión o misericordia que en los últimos tiempos he podido escuchar en gente tan joven sobre estos asuntos tan trascendentales que tengo la sensación de coexistir con una parte de población embrutecida, bárbara y cruel, a quienes no les parece importar lo más mínimo el valor de una vida, que asusta.


Son estas pesadas losas las que consiguen desolarme, porque son una mancha en la conciencia colectiva. Un fracaso de nuestra sociedad. Y tomar conciencia de ello hace que sientas que luchas contra gigantes. Pero entonces siempre me recuerdo que sin lucha no hay victoria, no hay futuro y no hay progreso.

Ciudades desdibujadas

No soy mujer de grandes vicios. Aunque si hay algo de lo que disfruto especialmente es de viajar, conocer nuevos rincones y pasear otras ciudades. Desde que somos padres hemos tenido que adaptar, un poco, nuestras escapadas y aventuras para hacerlas más asequibles a nuestros hijos, sobre todo en tiempos y distancias, pues afortunadamente en gustos nos acompañan bastante e igual disfrutan de una tarde en un nuevo parque al aire libre que de un museo sacro o una pinacoteca.

Así, habitualmente hacemos viajes en ruta que nos permiten visitar diferentes localidades sin largos trayectos en coche que los puedan desesperar. Salimos muy temprano en la mañana, con los pijamas aún puestos, y paramos a tomar un café cuando se despiertan; buscamos un destino bonito para comer y jugar en el parque y aprovechamos la hora de la siesta para el último recorrido hasta el lugar seleccionado para pernoctar. En este caso, al ser una o dos noches, como máximo, elegimos un bonito hotel céntrico que nos permita transitar lo principal de esta ciudad. Así, hasta llegar al destino principal, las jornadas que fuesen necesarias.

Con el nacimiento de nuestro primogénito probamos una fórmula que nos ha ido bastante bien y que tratamos de mantener siempre que nos resulta posible. Las estancias más largas las realizamos en apartamentos que nos dan mayor libertad en cuanto a horarios y opciones de desayunos, comidas y/o cenas, tratando de respetar sus tiempos de sueño y descanso.

Sin embargo, somos conscientes de los perjuicios y agravios de este nuevo modelo de estancias turísticas y de su vertiginosa popularidad, de ahí que tratemos de alternar las opciones y de hacer un uso responsable de estos recursos.

Hace unos días leía en prensa internacional como los colegios del centro de París, ni más ni menos, agonizaban y se quedaban sin alumnado porque las familias habían abandonado la zona ante la imposibilidad de pagar los desorbitados costes de estos hogares y por la incomodidad de convivir, a diario, con miles de turistas llegados de todas partes del mundo.

Pero esto no es algo aislado. Durante diez días hemos alojado en casa a un artista napolitano que viajaba a la Región para participar en la Semana de la Comedia del Arte de Lorquí. Es la tercera vez que lo hacemos gracias al proyecto ‘Acoge un comediante’ para hacer convivir a los vecinos del pueblo con las decenas de actores nacionales e internacionales que llenan estos días las calles del municipio. Danielle, que así se llama, nos comentaba como en la zona histórica de Bolonia, lugar en el que reside, no queda ni uno sólo de los comercios o establecimientos tradicionales que hace unos años ocupaban los locales y bajos de los edificios. “Ahora son todo franquicias y tiendas de souvenirs”.

Sin duda creo que esta es una asignatura pendiente para un futuro y una sociedad que quiere apostar por la sostenibilidad. No sé si la solución pasará por las tasas turísticas que se están cobrando en numerosos lugares como Venecia, Ámsterdam o Lisboa; pero administraciones y sociedad debemos hacer una profunda reflexión y compromiso si queremos continuar viajando a destinos que sigan manteniendo y conservando toda su esencia e identidad.

Que la vergüenza cambie de bando

Celebramos hoy el Día Internacional de la Mujer y, sin duda, no son comparables nuestra oportunidades y circunstancias con las que en su día tuvieron nuestras madres y, por supuesto, abuelas. Se ha luchado tanto y se ha logrado mucho. Sin embargo, sobra decir que aún a diario nos enfrentamos a injusticias y desigualdades profesionales, personales, familiares y sociales que nos sitúan en una clara posición de desventaja.  Por no hablar de la secuela o condición más horrible y destructora de esta desigualdad: la violencia que se ejerce contra la mujer. Entendiéndose ésta como violencia física, verbal, emocional o, incluso, sexual; aunque haya quienes se empeñen en negar o desatender este tipo de reivindicaciones tan necesarias.

Precisamente, hace unos día, tras varias recomendaciones, conseguía completar la serie ‘Querer’. En tan sólo cuatro capítulos recoge y refleja la historia de tantísimos matrimonios de aquellas generaciones –y cuyos roles se reproducen aún todavía –en los que a través de una estructura patriarcal y de sumisión invalidan y anulan cualquier deseo o voluntad de la mujer; atrapada económica, social y afectivamente. Un sometimiento que incluso se considera ‘normal’ en la intimidad de un matrimonio por los más allegados de quien por fin decide denunciarlo.

La serie plantea una cuestión, a través del entorno de la víctima, que me resulta tremendamente interesante ¿Qué credibilidad puede tener una mujer que ha permanecido silenciada, viviendo esos supuestos abusos, durante más de 30 años? ¿Puede ser víctima una mujer que no ha sido golpeada jamás por su marido? ¿Dónde ponemos el límite al consentimiento sexual y al ‘deber conyugal’? ¿Por qué es más difícil dar verosimilitud a la violación intramatrimonial?

Cómo es posible que el juicio social sea tan abrupto y despiadado con estas víctimas que sufren hasta la reprobación y el descrédito de sus propios hijos. Debe ser desgarrador sentirse violada, sola y, además, juzgada por tu condición de mujer. Hemos normalizado y sistematizado tanto ciertos patrones y roles en desuso que ‘no nos parece para tanto’ la fatalidad de estas esposas.

Y por si el juicio social no fuera suficiente, a veces, también el proceso judicial se pone de su contra. Como es el caso, se dictan sentencias, a diario, en las que los “hechos no se consideran suficientemente probados”, lo que no implica, por otra parte, que no hayan existido. La justicia desgraciadamente en determinadas ocasiones no restituye el daño de la víctima y a ésta le toca perder.

Sin embargo, el desenlace de la mini serie, que es la primera que dirige Alauda Ruiz Azúa, Goya a la Mejor Dirección Novel por ‘Cinco Lobitos’, recoge como la vida, de algún modo, restablece y repone esos agravios y dolor.

Sigamos luchando porque la justicia sea cada vez más justa y porque las futuras sociedades condenen y erradiquen cualquier tipo de violencia y que sean los agresores los que deban enfrentarse al juicio y al descrédito. Que la vergüenza, por fin, cambie de bando (Pelicto, Gisèle).

Feliz Día Internacional de la Mujer.

Viviendo de prisa

Desde hace algún tiempo tengo la sensación de querer escapar de una vida y una sociedad frenética. Me he sorprendido repitiendo en diferentes contextos y ocasiones aquello de querer bajarse del mundo. Yo no sé si lo que ha cambiado es el entorno y el ambiente general o son mis prioridades, condiciones y circunstancias, pero ya no me siento cómoda en esta delirante, agitada y arrebatada realidad.

Yo, que he sido jefa de redacción de un periódico y he vivido instalada en la inmediatez y la ‘última hora’. Yo, que he disfrutado de la adrenalina de la velocidad y la euforia. Yo, que fundamentaba mi existencia en la eficiencia: cumplir tareas y objetivos. Yo, ahora, me caigo de este mundo.

Siempre con prisas, siempre corriendo y cada noche he sentido la frustración de no llegar a nada y de perderme tantas cosas. Como dice la canción de Alejandro Sanz que da título a este artículo “he malgastado mis fuerzas, viviendo de prisa” y “ya me cansé de vivir” así.

No quiero criar y educar a mis hijos en una sociedad ansiosa y estresada. No quiero que reproduzcan estos patrones de existencias autómatas. Sin duda, yo sola no puedo revertir esta inclinación y tendencia universal, pero he decidido empezar por mí y mi hogar. No es fácil nadar a contracorriente, incluso tendré que luchar contra mi propia inercia y herencia, pero será el canon por una más equilibrada salud física y mental.

Deseo poder disfrutar de cada día sin pasar por alto momentos e instantes que no se repetirán, sin apreciar la fortuna que hay en lo que erróneamente consideramos pequeño e insignificante.

Siento que necesito tiempo para estar en casa y tomar un café en nuestro patio mientras los observo jugar, hacer repostería en familia o, simplemente, darles un baño pausado como si ‘estuviéramos en un spa’, como dice Alejandro.

Me paso al ‘slow life’ -vida lenta -que propone un estilo de vida contrario a la tendencia del vertiginoso ritmo occidental que nos lleva a enfermar. Quiero una vida pausada, centrada en cultivar nuestras curiosidades, en priorizar nuestras inquietudes y en escuchar nuestro cuerpo. Una tendencia que incide en el descanso, en la alimentación, en nuestra relación con la naturaleza, en el contacto con los ‘nuestros’ y en la sostenibilidad de quedarnos sólo con aquello que nos hace feliz evitando el consumismo y acumular.

Un estilo de vida centrado en el presente y en el que no me importe ‘perder el tiempo’. Una forma de vivir que resulte un elogio de la serenidad.