La vida secreta de los objetos

 Los que me leen de forma  más o menos habitual conocen mi amor por los objetos. No sólo por ropa, zapatos y complementos, sino también por determinadas piezas- diversas en procedencias y estilos- que me gusta tener en casa y valorar. Este “amor de coleccionista” es algo que comparto con el Hombre del Renacimiento y que él, además, ha incrementado. Nuestra casa adquiere por momentos tintes de museo o, quizás, mejor dicho, se acerca a esos gabinetes de curiosidades que ya he mencionado en algún que otro artículo.

Nos gusta rodearnos de piezas singulares, con valor o sin valor artístico, y que, en ocasiones, encierran historias que podrían dar para cuentos o novelas. No se trata de algo buscado o forzado y, sin embargo, es como si al ir amueblando la peculiar casa que habitamos estos objetos hubieran estado pensados para estar ahí desde siempre, ocupando su lugar desde la tribuna del tiempo.

Todo esto viene al hilo de una lámpara que hace unos meses colocamos en la escalera de casa. Hemos tenido durante varios años una triste bombilla colgada en su lugar, no acertábamos a saber qué tipo de lámpara queríamos colocar, y, como muchas veces ocurre en la vida, ésta salió a nuestro paso: rota, incompleta y negra, pero ahí estaba. Se trata de un pieza especial, creada en los albores del siglo XX en la trepidante Barcelona modernista. Un testigo mudo de la fascinante y burguesa “belle époque”. Las lámparas fueron especialmente sensibles a los diseños del modernismo y, simbólicamente, aportaban con su luz un nuevo gusto al vivir.  La pieza, realizada en latón dorado, mezcla como principales motivos las rosas y los dragones, colgando del canasto setenta gotas de vidrio de Murano que cierran la composición. Su restauración ocupó buena parte de las noches de verano del Hombre del Renacimiento  y su colocación supuso un momento feliz, cómplice. De su historia anterior poco conocemos. Pero, sin lugar a dudas, también debió alumbrar el juego de niños que, como ahora los míos, crearon mundos propios bajo su luz. Bajo su bóveda tuvo que presenciar dichas y tristezas, ausencias y encuentros.

De alguna manera, amo los objetos porque ellos cuentan su verdad, su historia silenciosa y que, en la mayoría de ocasiones, pasa inadvertida. Sobreviven en el tiempo a nuestra propia existencia y enlazan con un futuro que desconocemos. Un lámpara de rosas y dragones en esta ocasión para presidir, al fin, nuestra escalera y celebrar así, cada día, la belleza y el milagro de la vida.

El espacio que habitamos

Cada casa, cada hogar, tiene sus peculiaridades. Una serie de normas, reglas y rutinas no escritas que las hacen únicas, insólitas y originales. En la mayoría de los casos, estas pautas hablan de aquellos que las habitan. Hablan de sus pasiones, sus miedos, sus gozos y sus anhelos. De quiénes y para qué son.

Será por eso, quizás, que no me interesan las casas que te devuelven eco. Las casas vacías, frías, vulgares e indeterminadas. Me gusta advertir y sentir el temperamento, el temple y el genio de sus moradores en las mismas. No me gustan los espacios aburridos e impersonales.

Hace unas dos semanas, alguien me comentaba que iniciaban el proyecto de lo que sería su futuro hogar. Para ello, los arquitectos le hicieron un curioso encargo: que escribiera algo así como una carta de deseos; aquello que es importante y obligado y que, sin duda, lo convertirá precisamente en el suyo. Me pareció un ejercicio interesante.

Esa idea me dio bastante que pensar y me remitió al mío; al lugar que hemos levantado tomando una vieja casa familiar de principios de siglo XX. Quizás, cuando nosotros iniciamos esta tarea no fuimos tan conscientes de aquello en lo que se convertiría, pero sí teníamos también unos principios irrenunciables.

Sin duda, la comodidad y la calidez de los espacios eran una máxima, pero no lo era menos la estética; pues ambos –tanto el ‘Hombre del Renacimiento’ como yo –confiamos en la utilidad de lo ‘inútil’, de lo bello.

Hoy, aún en proceso de reconstrucción, sé que esta casa habla. Cuenta a quien la visita lo que aquí vivimos a diario; pero también habla de lo excepcional, de lo que ocurre sólo de vez en cuando. Habla a través de estancias abiertas, iluminadas. Espacios y lugares donde lo moderno se mezcla con lo vetusto. De habitaciones pensadas para leer, para compartir. De zonas abiertas con rumor de agua. Habla de familia y juego con alfombras en el suelo. Habla de la riqueza de los encuentros.

Esta cueva azul de bóvedas en racimo y suelos estrellados es hoy, después de mucho esfuerzo, el espacio que habitamos.

Canciones para varias vidas

Mi sobrino, el mayor, escucha música en la ducha. Una lista de reproducción que él mismo ha seleccionado y diseñado minuciosamente, como todo lo que hace. Visto así, el asunto no reviste de ninguna excepcionalidad. Lo verdaderamente especial son los temas y artistas que reproduce en su particular banda sonora. Desde David Bowie hasta Serrat, pasando por Pearl Jam, The Kings o Jimmy Fontana. Mi sobrino no tiene aún ni diez años.

Así, hace unas semanas, fue una auténtica sorpresa descubrir entre sus favoritas algunas de esas canciones que también han resonado a lo largo de mi vida y mi infancia. Además de comprobar su exquisito gusto y su extensa cultura musical.

No pude evitar entonces acordarme de mi padre, pues muchas de aquellas pistas eran las que sonaban a diario en su coche, en su casete y en su pequeño transistor de mano. Mi padre no sabía idiomas, ni falta que le hacía porque era capaz de tararear ‘Satisfaction’ de Los Rollings; chapurrear italiano con Battiato o, incluso, ‘destrozar’ un himno francés como ‘La

boheme’ de Aznavour. No tenía vergüenza ni reparos. Entendía la música mucho más allá de las palabras y disfrutaba de cualquier estilo, sin prejuicios ni manías.

Esa forma de ser suya, nos permitió a nosotras –a mi hermana y a mí-, siendo apenas unas niñas, conocer canciones tan lejanas a nuestra edad como ‘Unicornio Azul‘ de Silvio Rodríguez o ‘Alfonsina y el mar’ de Mercedes Sosa.

Hace tan solo unos días escuchaba, en una fiesta entre amigos en casa, una versión algo más flamenca de esta triste zamba (género musical propio de Argentina) compuesta en memoria de la poetisa Alfonsina Storni, quien se dejaría morir en el mar con solo 46 años, y no podía dejar de volver a emocionarme como siempre que la oigo interpretar. Además de su intrínseca nostalgia, me traslada a los mejores años de su vida, aquellos en los que disfrutaba de la vida como si fuera a morir mañana. Y efectivamente murió joven. Mi padre nos dejó con tan sólo 63 años, pero ese carácter suyo le regaló una existencia muy vivida. Y a nosotros, los que lo conocimos, una herencia muy rica: en viajes, en emociones, en celebraciones…

Tanto es así que, aunque con los años he escuchado nuevas canciones y he incorporado muchos intérpretes, no me equivoco al asegurar que son ‘suyas’ todas las canciones que han compuesto la banda sonora de mi vida, como ahora lo son también de mi sobrino.

Memorias

Con los años nos damos cuenta de que la memoria es engañosa y traicionera, además de selectiva. El tiempo perturba, reemplaza y hasta borra los recuerdos. De ahí, que no sea del todo fiable y honrado acudir a nuestras memorias para evocar otros tiempos.

De forma anecdótica, es curioso como la gran mayoría de madres y abuelas que conozco al relatar el momento de su desposorio se inmortalizan siempre más delgadas que nunca. “Cuando me casé pesaba sólo 50 kilos”. Me pregunto si es que se puso de moda pesarse antes de la boda o si este ritual formaba parte del protocolo por aquel entonces. Seguro que les suena familiar… También ocurre esto con los hijos. “No me dio ni una mala noche”. Permítanme que lo dude.

Yo creo más bien que la memoria es tremendamente optimista, y perpetúa y pondera lo bonito y lo bueno –incluso es lógico por mero instinto de supervivencia -por lo que me permito poner en tela de juicio la veracidad de algunos de estos recuerdos.

Recuerdos, que en muchos casos se borran o se archivan en un espacio tan escondido de nuestro cerebro al que no tenemos acceso cuando queremos y, de algún modo, los perdemos; aunque sea temporalmente. 

Hay tantas cosas de mi situación actual que no quiero perder, tantos momentos diarios, casi insignificantes, que algún día significarán tanto. Algunas de las ocurrencias de mi hijo antes de dormir, las primeras veces de la pequeña Julia, confidencias y risas caseras con ‘El hombre del Renacimiento’. Momentos que seguramente en algunos años yo no recordaré y que tampoco podrán formar parte de la vida de mis hijos porque no podré contárselos.

De este modo, desde hace algún tiempo y después de mucho pensar para encontrar una solución, he comenzado a anotar algunas de esas pequeñas vivencias en unas libretas a las que denomino ‘Memorias’ y, como si de una especie de diario se tratase, anoto y apunto aquello que no quiero que quede en el olvido.

Anoto, por ejemplo, a qué edad compramos el primer reloj de Alejandro, con 4 añitos. Escribo el nombre de sus mejores amigos y sus seños. Apunto cuál fue el primer disfraz de mi hija. Su primera palabra. También, sus canciones y juguetes favoritos. Registro los regalos más especiales, sus gracejas y expresiones… Un montón de detalles cotidianos que algún día, cuando mi memoria falle, se convertirán, estoy convencida, -junto a las miles de fotografías que guardo – en una especie de maravillosa herencia.

El número cuatro

Contigo me he estrenado en todo. Me estrené con aquel primer parto, ausente de dolor, pero lento y agónico porque te resistías a salir. Querías seguir dentro. Tan dentro de mí que casi fuésemos uno, como hasta entonces habíamos acostumbrado. Y aún hoy, cuando te acurrucas en mi costado para dormir, mientras me pellizcas y jugueteas con el lóbulo de mi oreja, siento esa querencia tuya a acercarte tanto, como si quisieras fundirte conmigo. Y así me has mimado todo este tiempo, siendo yo quien sufre el tormento de la separación cuando no estás a mi lado.

Me estrené siendo una madre llena de miedos e inseguridades, pero hoy soy más fuerte. Acompañarte en tu crecimiento ha supuesto el mayor reto de mi vida, pero verte hacerlo también ha sido una sorpresa constante en la que trato de seguir deleitándome cada día.

Naciste con los ojos completamente abiertos –esos profundos ojos azules tuyos – y todavía hoy, que cumples 4 años, no los has cerrado por miedo a perderte algo. Tu constante interés y asombro por las cosas nos ha enseñado tanto a nosotros -tus padres,- como a ti. Hemos fijado la mirada en cosas que hasta ahora nos pasaban inadvertidas. Tu pones el acento en todo. Tu entusiasmo hace extraordinario lo más ordinario y cotidiano.

Tu voz jaleosa y tu hablar alborotado rellena el silencio de cualquier rincón del laberinto de casa que habitamos. Siempre contento, siempre bailando y cantando. Por nuestro salón han desfilado los mas variopintos personajes de fábula por ti encarnados. Eres regocijo y contento de quien te trata a diario.

Tu dulzura, que en cualquier otro pudiera resultar empalagosa, riega cada uno de tus actos y te convierte en un niño especialmente sensible, para lo bueno y para lo malo. Sufres con tanta intensidad que a los demás nos puede parecer exagerado. Te perturba el llanto ajeno y yo me derrito al ver como caen tus lágrimas cuando alguna vez me has visto llorando. Eres un niño bueno, de corazón noble y empático.

Alguna vez oí que los hijos nos enseñan…nos hace mejorar, madurar.  Y hoy que celebramos cuatro años de tu venida al mundo, así lo corroboro. Tú y tu hermana hacéis mejor no solo nuestro mundo sino el Mundo que habitamos. Gracias vida, gracias hijo: Felicidades.

Terror en la mirada

Hace exactamente una semana, el sábado pasado, íbamos a pasar el día en familia para despedir a mi madre que viajaba a Jerusalén. A las nueve de la mañana hablé con ella y me comentaba contrariada y algo confundida que había terminado la maleta mientras veía en el canal 24 Horas que habían atacado Israel. Yo, que no había leído aún nada a esas horas del día, conjeturé que sería una nueva amenaza o amago en un conflicto que dura décadas. La tranquilicé diciéndole que haría algunas averiguaciones a ver qué estaba ocurriendo.

Incluso aunque aún no conocíamos el alcance de lo sucedido, las primeras noticias me confirmaron que mi madre no viajaría ese domingo. Horas más tarde empezamos a recibir información precisa de aquella madrugada atroz en la que cientos de personas perdieron la vida asesinadas por un grupo terrorista y, otras tantas, permanecen hoy desaparecidas y/o capturadas.

Cuando por fin llegamos a verla, esa misma mañana, no pude más que abrazarla fuerte y agradecer a Dios y a la vida que ‘todo lo malo’ hubiese ocurrido (tan sólo) unas horas antes. Veía aquellas primeras imágenes y pensaba que podría ser ella; que ella podría estar allí.

Además, en ese instante presentí algo que antes nunca había experimentado, que puede haber algo peor que la muerte.

Hace un par de días escuché una entrevista en la CNN a un padre irlandés que había perdido a su hija de 8 años en el ataque. Aseguraba, con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, que cuando le avisaron, tras salir del bunker en el que había permanecido durante 12 horas, que habían encontrado a Emily muerta lloró amargamente y, al mismo tiempo, grito: ¡Sí! Y sonrió. Sonrió porque “la muerte era la mejor de las posibilidades que conocía y esperaba”.

“O estaba muerta o en Gaza. Y si sabes algo de lo que le hacen a la gente allí es peor que la muerte. No tendría comida, ni agua. Estaría totalmente a oscuras en una habitación con quién sabe cuánta gente y aterrorizada cada segundo de su vida, por horas, días o incluso años, quién sabe. La muerte fue una bendición”.

Y por duro que suene, puedo entenderlo. Vivir ese terror debe ser peor que la muerte.  

El mismo terror en la mirada que desfigura los rostros de centenares de niños en Gaza tras los bombardeos de Israel. Niños que cargan otros niños con sus ropas ensangrentadas. Niños desconcertados, perdidos y heridos en mitad de esta monstruosa batalla.

Son niños, no soldados. Esto no es la guerra. Esto es una atrocidad inhumana. 

Alegría en lo cotidiano

Sobra decir que la felicidad, entendida como absoluto, es algo momentáneo, pasajero. A nuestra edad, todos habremos disfrutado ya de algunos de los momentos más dichosos de nuestra vida –matrimonios, nacimiento de hijos, divorcios, viajes… y otras muchas experiencias-; pero también habremos transitado instantes tremendamente dolorosos, algunos de ellos tan punzantes que sellan toda una vida.

Son, seguramente, aquellos desgarros pasados y los miedos futuros los que pueden atormentarnos y robarnos un plácido presente. Eso sí es real. La experiencia me ha enseñado que la euforia dura segundos, mientras que el sosiego, la placidez y el equilibrio son muchos más solidos para reposar y para amortiguar los golpes que han de venir, porque vendrán.

También he aprendido que uno no debe demorar el placer de la alegría -de sentirse alegre- a los grandes júbilos, que a veces llegan a destiempo o, incluso, no sabemos aprovecharlos. Además, hay, sin duda, tantas cosas mínimas que pueden producirnos regocijo casi a diario. Incluso más allá de las metafísicas y trascendentales, como estar vivos.

Existe, en todo ser humano, el gusto por las pequeñas cosas, esos gestos simples que tienen la capacidad de cambiarnos el humor por un ratito. Es importante tenerlos a mano y reconocerlos y, así, hacer de esas actitudes una especie de amuleto que, en medio de la rutina y de los agobios diarios, nos salve del tedio o la congoja.

A mí me rescata del desánimo el olor a café recién hecho, tan simple como eso. O, también, desayunar bizcocho casero recién horneado. Esa onza de chocolate con el café de la tarde, que sabe a premio. Entrar a una librería repleta de ejemplares que ojear. El comienzo de un nuevo libro. Una copa de vino blanco improvisado mientras cocinas. El juego de luces que proyecta en casa una lámpara por la noche. El olor a limpio en las sábanas al acostarse. La lluvia mientras duermes. El aroma a fresco en las mañanas de invierno. Una chimenea encendida. Las risas de mis hijos en la cama antes de acostarse. Algo por estrenar. El orden en casa. La emoción de organizar y soñar un viaje –aunque luego nunca se haga-. El silencio cuando todos duermen. Sus besos por las mañanas. 

A veces, no es necesario esperar grandes sucesos, efemérides o acontecimientos y basta con tratar de ser feliz con lo especial de lo rutinario. Encontrar la alegría en lo más cotidiano.

Raíces

Una vez le leí al Premio Nobel de literatura José Saramago decir que el hombre más sabio que conoció no sabía leer ni escribir. “Era mi abuelo materno y, aunque analfabeto, era un sabio en su relación con el mundo. Era pastor y había armonía en cada palabra que pronunciaba. Era una pieza en el mundo. No era apático, ni resignado. Era un ser humano directamente conectado con la naturaleza, como los árboles de su huerto, de los cuales se despidió cuando tuvo que viajar a Lisboa. Les abrazó y se despidió de ellos, de su naturaleza, porque sabía que se iba a Lisboa a morir”, tal y como contaba el escritor portugués.

Reproduzco aquellas palabras porque me parecieron tremendamente hermosas por lo que contaban de aquel hombre que, sin duda, marcó su niñez y que, seguro, tuvo mucho que ver con la persona en la que se convirtió. Las circunstancias en las que nacemos y crecemos nos condicionan y, aunque soy de las que piensa que no nos determinan, no cabe duda que son un aliciente o limitación, según los contextos, en nuestras vidas.

Yo no he hablado demasiado de mis abuelos. A los paternos prácticamente no los conocí, mi abuelo falleció joven y no me han contado demasiado de él, y mi abuela, de la que sí he escuchado muchas historias, murió cuando yo apenas tenía dos o tres años. A los padres de mi madre sí que los traté más, pues como muchos otros abuelos hacían de ‘niñeros’ con nosotras.

Mi abuela Josefa fue modista, de las mejores de Caravaca dicen algunos, era una mujer sencilla y pequeña pero tremendamente activa y con muchísimo temperamento. Muy recta y protectora de los suyos. La recuerdo siempre con su pelo cano y sus negras vestimentas. Creo que su fuerte carácter influyó mucho en hijas y nietas y no creo equivocarme si apunto a que también nos legó algunas de sus peculiaridades y manías. De ella heredé sus miedos y desconfianzas y, quizás, una auto-exigencia extrema.

Mi abuelo Salvador, por el contrario, era alto y de firmes hechuras que vestía siempre distinguidamente con tirantes, bastón y sombrero. Le traía cierto aire a Cela, pero en guapo. Era un lector empedernido, hacía cuentas como pasatiempo y escribía a diario con una letra florida y preciosa las ‘crónicas’ de su tiempo.

Quizás fue también, de algún modo, una de las personas más inteligentes que conoceré. Y aunque pienso que ojalá hubiese heredado más de él, intuyo que es suya esta tendencia al relato, a dejar por escrito lo que seguramente algún día ya no recordaré.

A un día de mis cuarenta

A un día de mis cuarenta (aunque no me entusiasme la cifra jamás mentiré sobre mi edad) puedo decir que a mí no me envejecen los años, me han envejecido los hijos. Sobre todo el segundo hijo, en este caso hija.

Recuerdo cuando hace apenas cuatro años mi hermana, menor que yo y que ya criaba tres, se asombraba con la luz y la textura que irradiaba mi tez. Por aquel entonces, yo aún tenía tiempo y fuerzas para cumplir rigurosamente cada mañana y cada noche con mi rutina de cuidados faciales y dormía al menos seis o siete horas del tirón. Esta semana, mirando una fotografía con mi primer hijo recién nacido en los brazos me espetaba, con total sinceridad, “tú también has envejecido en estos años” (en el también daba por hecho y se incluía ella misma).

Yo, con total naturalidad y de forma casi espontánea, le contesté precisamente eso: “a mí me han envejecido los hijos”. No quiero decir con esto que mi aspecto sea demasiado caduco o estropeado, pero sí mucho más descuidado que de costumbre y, además, he empezado a peinar alguna que otra cana.

Miro las instantáneas de otros años con cierta nostalgia y rememorando mis largos ratos de lectura, mis clases de inglés en la Escuela de Idiomas, mis exámenes de Arte en la Universidad a Distancia, mis jornadas de ´shopping’ y mis cafés despreocupados con amigas. Y soy consciente de que aquello, tal que así, nunca regresará.

Como tampoco lo hará aquella piel adolescente, sin marcas ni arrugas. Mi rostro, ahora, refleja en profundas ojeras el cansancio de un sueño intermitente, de madrugones para llegar al colegio a tiempo, de veladas intensivas de trabajo cuando todos duermen para poder llegar a lo urgente, de siestas inexistentes.

Cuidar y educar es el trabajo más cansado y exigente que uno pueda desempeñar y, como tal, pasa factura física, también anímica.

Y así, con los efectos y secuelas de esta cruzada en mi cuerpo, y aún con los vestigios de un embarazo y un parto relativamente reciente, afronto esta nueva decena, paradójicamente, más segura de mí misma que nunca. Seguridad en lo que he sido capaz de crear y lo que, día a día, consigo sacar adelante –aunque a veces tenga que recordármelo -. Seguridad en que, por muchos otros hitos y metas que alcance en mi vida, jamás me sentiré tan orgullosa como me siento ahora de intentar ser una buena madre.

Otros ojos

Canta Sabina en ‘Peces de Ciudad’ que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Sin embargo, yo me he resistido siempre a esto y tiendo a regresar a los destinos que algún día me ofrecieron algo y que, por algún motivo, me gustaron. Así, entre mis muchas repeticiones, no pueden faltar Roma, Madrid, Barcelona o Praga -deseando estoy volver a París o Lisboa, entre otras -.

Para cerrar el verano decidimos hacer un pequeño viaje y poner a prueba la logística de nuestra nueva familia de 4 miembros. Tratando de no arriesgar demasiado buscamos una opción cercana y, por supuesto, conocida. Además, pensamos que sería buena idea hacer el trayecto en tren, que permite más movimiento con los pequeños y nos despreocupábamos así de carretera y parking. Valencia fue la ciudad elegida y, aunque habíamos estado en numerosas ocasiones, la visita no decepcionó.

Es curioso como aunque vuelves a un lugar conocido la experiencia puede ser completamente diferente. En mis escapadas anteriores siempre viajé sin niños, circunstancia que, irremediablemente, lo cambia todo.

Elegimos un hotel céntrico para poder descansar, si era necesario, en el transcurso de la jornada y dedicamos un día completo al Oceanographic. Evidentemente renunciamos a las salidas nocturnas, los restaurantes de moda y las comidas relajadas, pero ganamos otras muchas situaciones que, sin duda, a nosotros nos compensan.

Salimos muy temprano. Los niños se acostaron vestidos y los metimos al coche directamente de la cama. Creímos que harían gran parte del trayecto dormidos, pero al llegar a la estación los nervios, sobre todo del mayor, no le dejaban: Iba a viajar en tren por primera vez. Y, aunque a veces puede resultar agotador, es precisamente ese entusiasmo suyo lo que nos lo hace más fácil a nosotros: todo le asombra y le interesa. Será también que lo hemos acostumbrado a acompañarnos desde pequeño casi a cualquier lugar.

Fue genial verlo entusiasmado con la subida al ‘Miguelete’, incluso a pesar del susto que llevo con el ensordecedor ruido de las campanas. Disfrutamos como niños descubriendo tiburones y viendo bailar a los delfines. Incluso se entretuvo entre las pinceladas de Soroya y contemporáneos.

Uno, por esa tendencia melancólica que a veces tenemos, quizás piensa que ha vivido los momentos más felices de su vida, pero mi último viaje a Valencia ha sido, sin duda, el mejor. Mirar con otros ojos, los suyos, me ha descubierto tanto, te hace nuevo lo que ya creías conocer.