Se nos va la vida

Durante las primeras décadas de nuestra vida actuamos como si el tiempo fuese inagotable. Hacemos largos inventarios de libros por leer, películas por ver y lugares por visitar. Vivimos rodeados de listas, de sugerencias y recomendaciones, y de pendientes acumulados que suelen crecer más rápido que nuestra capacidad de atenderlos. Pensamos, erróneamente, que hay que estar al día de todo. En otro tiempo, por ejemplo, jamás hubiera ‘fallado’ en ningún palmarés relevante. No había obra premiada que no dominase o reconociese.  

Sin embargo, llega un momento – siempre sigiloso -en el que comprendes que la vida es limitada y el mundo, inabarcable. Se cumplen, así, aquellos versos de Gil de Biedma que durante años contemplé cada mañana en la madrileña estación de metro de Ciudad Universitaria: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde: como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”.

No leeremos todo. No veremos todo. Ni visitaremos todo aquello que alguna vez anhelamos. Esta revelación, lejos de resultar derrotista, es profundamente liberadora. Nos obliga a elegir. Y elegir, cuando se hace con conciencia, es una forma de respeto hacia el tiempo que nos queda. En un contexto y una sociedad marcados por el exceso, en todos los sentidos, la selección se convierte casi en un acto de resistencia.

Decidir qué consumir implica también definir qué no consumir. Y ese no, lejos de ser una triste renuncia, se convierte en una contundente afirmación. Tienes la capacidad, la autoridad y la sabiduría para determinar qué merece tu tiempo, tu atención y tu energía. Decía Séneca que “no es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho”.

Por eso, a medida que uno toma conciencia de su propia finitud, se vuelve más selectivo. Aparece un criterio más personal y, también, más honesto que va más allá de las modas, recomendaciones y novedades. Empezamos a elegir aquello que de verdad nos mueve, nos conmueve o nos transforma. El ‘consumo’ pasa a ser más significativo que acumulativo.

Aprender a elegir es aprender a prioriza: a veces descartando lo nuevo y, otras veces, volviendo a lo antiguo, a lo conocido. Aprender a elegir significa también permitirnos regresar a lo ya vivido: releer un libro que marcó una etapa, revisar una película con otros ojos o regresar a un lugar que aún tiene algo que decirnos. Repetir no es estancarse, sino profundizar.

Aceptar que no llegaremos a todo es, en el fondo, un gesto de madurez. Nos libera de la obsesión por acumular experiencias y nos acerca a una vida más consciente. Porque si algo se vuelve evidente con los años es que el tiempo es el único bien que no se renueva. Aprender a gastarlo con sentido y criterio es, quizás, una de las formas más honestas de vivir.

Fotografía Charlie Balibrea

Cuando muere un mito

Fotografía Charlie Balibrea
Fotografía Charlie Balibrea

¿Cómo se sabe que ha muerto un mito? Se sabe porque esa mañana escuchas antiguas canciones suyas en los coches con los que coincides en los semáforos y compartes una mirada y una sonrisa cómplice con su conductor. Se sabe porque toda tu lista de contactos, en su compleja diversidad, recupera en su estado frases, anécdotas y fotos de su figura. Se sabe porque su muerte, de repente, te hace recordar a alguien de tu pasado a quien decides volver escribir: aquel profesor de instituto que ‘pinchaba’ sus melodías en clase, un primer amor que te susurraba sus estrofas o esa amiga que te mandaba cartas con sus letras. Cuando muere un genio, simplemente, se sabe.

Así, cuando hace pocos días desperté con la triste noticia del fallecimiento de Robe Iniesta, alma y líder del grupo nacido a finales de los ochenta Extremoduro, lo supe.

Supe que nos dejaba uno de los pocos mitos musicales que nos quedan en España. Un artesano de canciones que parecen cinceladas a mano, igual de imperfectas que vivas. Robe no fue sólo un músico, fue un narrador de lo humano, un poeta sin título. Alguien que nunca pretendió ser quien no era. Alguien que contó lo que vivió, lo que sintió y, sobre todo, lo que dolió. Y en esa franqueza; a veces áspera y bronca, a veces luminosa y clara; residía su enorme grandeza.

Y es que, en un escenario como el actual falto de grandes referentes, quizás no sea ejemplo personal para nuestros jóvenes por sus tropiezos y caídas, pero sus canciones redimen todas sus faltas y debilidades. Su voz nunca pretendió convencer, sino confesar. Confesiones en las que muchos encontramos refugio y consuelo.


No es mi intención hacer una semblanza –pues se han escrito cuantiosas –ni mucho menos intentar alguna especie de crítica musical, no tengo la capacidad ni el conocimiento de otros compañeros; con estas palabras sólo trato de rendir un pequeño reconocimiento personal a alguien que tanto nos regaló y, ahora, nos lega. Devolverle un pedazo de lo entregado y, ahora, heredado.  

Su partida deja hoy varias generaciones coreando aquello de “no he vuelto a ser el mismo” que Robe proclamaría en su himno ‘Sucede’ al perder a los que serían sus deidades: “Desde que se fue Gillespie, Zappa, Mercury, Camarón”. Y es que nos deja huérfanos de una forma de hacer y entender la música desde lo más profundo del alma humana, con sus miserias, sus grandezas y, sobre todo, sus grandes anhelos. Una lírica tan honesta como sencilla. Tan de todos. Tan de la calle. Subversiva a la par que sensible, tremendamente sentimental. 

Hoy, con un panorama desgarrador, en un contexto hostil y oscuro, nos queda la nostalgia y la utopía: Seguir reproduciendo una y otra vez aquellas melodías que soñaban con un mundo mejor. Sentirnos mejor pensando… Sabiendo… que tenemos “una estrellita pequeñita pero firme ¡Pero firme! ¡Pero firme!”, porque un mito nunca muere.

Descansa en paz, Robe.

La vida puertas adentro

Reconozco que soy un poco voyeur, no en el sentido más estricto de la palabra. No me place y complace observar los encuentros y actitudes más íntimas, pero sí hay un aspecto que yo considero dentro de la más escrupulosa privacidad y que disfruto escudriñando. Hay un deleite suave y silencioso, una fascinación que no se confiesa, en mirar casas ajenas.

No necesariamente casas monumentales de revista, ni interiores impecables de catálogo, sino casas reales que respiran. Las que tienen vida en las esquinas, polvo en algún estante, objetos que no siempre combinan y fotos torcidas que siempre olvidamos enderezar.

Entrar al hogar de otra persona es atravesar una piel invisible. Lo público queda atrás y aparece un escenario más íntimo donde todo tiene su significado. Andar pasillos desconocidos, descubrir rincones personales, observar cómo alguien distribuye y coloca sus libros, qué tipo de cuadros cuelga en la pared o cómo ilumina el salón. No se trata únicamente de arquitectura o decoración, se trata de vida. De historias. De identidad.

Los objetos se convierten en narradores. Las casas cuentan historias. Observar estos espacios nos permite intuir particularidades y características de sus dueños: sus rutinas, sus gustos, sus anhelos. Una vivienda revela prioridades: comodidad, orden, caos creativo, acumulación afectiva, austeridad estética. Nuestras casa hablan de cómo vivimos. Cada una es un pequeño mundo: cultura, hábitos, modos de relacionarse… Recorrerlas es como asomarse a un universo ajeno, un viaje íntimo a otras vidas.

A veces miramos para cuestionar lo que tenemos o como inspiración. Conocerlas nos permite compararnos y reconocernos. Entrar en otros hogares nos ayuda, incluso, a entender nuestras propias manías y preferencias.

Hace unos días, recibí en casa un ejemplar que llevaba años queriendo adquirir: ‘Casas. Atlas de los hogares del mundo’, de la editorial Mosquito. Un maravilloso cuento ilustrado que hace un bonito recorrido por los diferentes tipos de viviendas del mundo: desde las blancas construcciones ibicencas, a las cabañas islandesas o los apartamentos abuhardillados de París , pasando por las mansiones de San Francisco y las encantadoras casitas de la Provenza francesa.

Y es que cuando viajo acuso aún más esta práctica pues puedo confrontar estilos y formas de organización social y cultural muy diversas y diferentes. Puedo aprender y llevarme conmigo, a modo de suvenir, lo visto y aprendido. Este verano, cuando vistamos Burdeos, me recuerdo curioseando y ojeando por los ventanales de sus grandes e imponentes edificios, la mayoría de ellos sin cortinas, la vida y la actividad que se desarrollaba dentro.

Mirar casas ajenas no necesariamente implica invasión, puede hacerse desde el más profundo respeto, como un acto de contemplación. Un reconocimiento de que cada persona construye su refugio a partir de su historia y que, a veces, llegamos a conocer esa historia a través de un escritorio abarrotado o una pared casi vacía. Hay en este gesto una voluntad de comprender sin preguntar, de aproximarnos a la intimidad de otro sin quebrarla, de encontrar belleza en lo cotidiano.

Las casas hablan de nosotros con una sinceridad y claridad que ni siquiera nosotros nos permitimos o somos capaces de verbalizar. Las casas son el escenario donde transcurre lo importante, lo que no contamos, la vida puertas adentro.

Violencia cotidiana

Tengo 42 años y he sufrido violencia de género. Yo y la gran mayoría de mujeres que conozco, aunque algunas ni lo saben. Y es que la violencia de género no siempre aparece en forma de agresiones físicas o gritos. Todo lo contrario. Tiene un modo mucho más sutil de insinuarse y consolidarse en nuestras vidas.

Empieza con una afirmación disfrazada de broma, con un comentario sobre cómo vamos vestidas, con miradas impertinentes o pequeños gestos que resultan groseros. Empiezan en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo que no parece tan grave y que tantas mujeres hemos normalizado porque así aprendimos a sobrevivir.

La violencia de género comenzó con ese nudo en el estómago al caminar sola de noche por la calle, con la necesidad automática de revisar quién camina tras nosotras, con el paso acelerado al escuchar pisadas que nos siguen, con la obligación de llegar a casa con las llaves en la mano o fingiendo hacer una llamada. No había agresión física, pero sí una percepción de amenaza que me acompañó durante años. Y no fui la única. Muchas desarrollamos nuestras propias estrategias de autoprotección, asimiladas demasiado pronto, como si fueran parte natural del crecimiento.

Y es que la parte más cruel de esta violencia es precisamente su invisibilidad. La vivimos en la calle, en el trabajo, en la pareja, en los espacios públicos y privados. Y aunque parece menor, porque no deja heridas evidentes, modela nuestra forma de estar en el mundo.

He vivido la violencia de género también en el entorno laboral, asumiendo y aceptando roles, puestos y contextos por el hecho de ser mujer, aunque supusieran una desigualdad manifiesta con mis compañeros. Reconozco que también hubo quien confió en mí y valoró mis capacidades por encima de cualquier otro condicionante. A esos hombres hoy –algunos sabrán quienes son -les doy las gracias porque, sin saberlo, contribuyeron también a mi propia estima profesional.

Puedo relatar episodios de violencia sexual a plena luz del día y sin el mínimo sonrojo o bochorno de quienes los perpetraron; alguno de ellos de tono bastante elevado.

La viví en alguna de mis relaciones, de forma tácita y completamente explícita. En comentarios o preguntas enmascarados de preocupación que pretendían controlar mis decisiones pero, también, sufrí violencia psicológica, económica, gritos y amenazas. Aprendí a pedir perdón por cosas que no eran culpa mía y me acostumbré a no molestar; y eso también es violencia: violencia cotidiana.

Pero lo cotidiano no es menor, lo cotidiano se perpetúa. Este tipo de violencia, denominada micro violencia o violencia simbólica, tiene un impacto profundo porque modifica conductas, genera alertas permanentes, obliga a adoptar estrategias de autoprotección y dinamita la autoestima y el amor propio.

En otro tiempo, jamás hubiera imagino esta confesión. Jamás hubiera dicho que, también, fui victima. Hoy escribo no para señalar a nadie, sino para dejar constancia de algo que durante años me pareció invisible. Algo que viví en mi más estricta intimidad pero, a veces, lo íntimo también es universal. Hoy escribo para dejar testimonio de que la violencia cotidiana ha sido parte de mi historia, como de la de muchas otras mujeres, y que no por común debe ser normalizada porque es el germen de violaciones y agresiones mayores. No fueron exageraciones, malentendidos, detalles… fue violencia.

Con el corazón de una madre

Cuando miro a mis hijos, entiendo por qué es tan urgente proteger la infancia. Hay momentos en los que los observo, sus ojos curiosos e inocentes y su forma de descubrir el mundo con asombro y sin miedo, y me pregunto si estamos –si estoy –haciendo lo suficiente por ellos y, consecuentemente, por todos los niños y niñas. Ser madre cambió mi forma de ver y juzgar sus necesidades y sus derechos; dejaron de ser puntos y objetivos recogidos en un documento internacional para convertirse en algo vital, orgánico y urgente. Desde que soy madre me duele como propia cada injusticia y agravio a un menor en cualquier parte del mundo. Desde que soy madre he aprendido tantas cosas importantes.


He aprendido que mis hijos no sólo necesitan que los cuide, también requieren que los escuche y los atienda. Sus preguntas, sus inseguridades, sus pequeñas grandes opiniones… porque todo eso forma parte de quiénes son y quiénes serán. Esto me hace pensar en las muchas ocasiones en las que los adultos –yo misma –callamos a los niños sin mala intención, como consecuencia de las prisas y el estrés que arrastramos. Sin embargo, si nos detenemos escasamente un instante para oírlos y atenderlos, con amor y paciencia, descubriremos como en cada interacción e intercambio crecen un poquito más por dentro. Ahí comprendí que el respeto (también hacia ellos) empieza por la escucha.


Nadie te prepara para la difícil tarea de educar, y menos aún para hacerlo sin perder la paciencia. Cada vez que levanto el tono, dejándome llevar por el cansancio y la fatiga diaria, y una de sus vocecillas me cuestiona: “¿Mamá por qué me hablas así?”, tomo inmediatamente conciencia de que ellos no entienden de frustraciones personales ni exigencias laborales, ellos no entienden más que de ternura y cariño. Y es que mis hijos deben ser tratados con respeto, incluso cuando estoy agotada o ya no tengo fuerzas. Ellos aprenden de mí –de nosotros –cómo se convive con los demás y cómo afrontar los conflictos y no merecen, ni quiero, que el mundo les enseñe su dureza antes de tiempo.


Ser madre te enseña muchas cosas. Esa sensibilidad especial para detectar el peligro antes de tiempo, para anticipar heridas. Y no me refiero a las físicas únicamente, sino también a esas palabras y expresiones que lastiman, a esos ambientes que asfixian y a esos silencios que pesan. Deseo que mis hijos encuentren en casa un refugio; en la escuela, un lugar seguro en el que ser ellos mismos y en su entorno, un espacio al que no teman. Nuestro universo puede, sin duda, ser caótico pero los niños deberían contar con ese rincón en el que sentirse a salvo, siempre.


Lo más difícil de ser madre no es protegerles; el gran desafío es ser ejemplo, ser coherente. Nuestros hijos nos observan constantemente. Por eso, incluso con mis caídas e imperfecciones, trato de ser el modelo y el espejo en el que algún día necesitarán mirarse cuando yo no esté cerca para guiarles o explicarles. No busco ser perfecta pero sí procuro enseñarles que la bondad es una fuerza, no una flaqueza.


Sin duda, quedan aún muchos desafíos importantes: la pobreza infantil, las desigualdades de acceso a la educación y la sanidad, la vulnerabilidad ante la violencia, la situación de migrantes y refugiados, la indefensión de la infancia en escenarios bélicos y la desprotección de nuestros menores en el mundo digital son solo algunos ejemplos. No son retos sencillos, pero son retos que estaría bien afrontar con el corazón de una madre.


Y es que desde que soy madre, no puedo mirar a otro niño o niña sin pensar que también es el centro del mundo para alguien o, lo que es más duro, algunos, por perversiones o anomalías, no son el centro de nadie.

Leer es cosa –también y sobre todo –de mujeres

Los libros siempre han sido uno de mis lugares seguros. Ese refugio que uno busca cuando el mundo le asusta, le decepciona o le lastima. Tener una pequeña librería de pueblo en mitad de una gran ciudad es uno de mis sueños recurrentes. Un espacio acogedor, lleno de madera, con pequeños rincones de lectura y grandes historias. Con una zona dedicada a los cuentos infantiles y una máquina para hacer café. Una de esas ideas y aspiraciones que uno nunca abandona pero que sabe que no serán, fácilmente, una realidad.

Hace tan sólo unos días, me hacía especial ilusión leer que abría la persiana en la capital un nuevo local dedicado a los libros capitaneado por una joven murciana de 27 años que parecía cumplir una de sus fantasías con esta inauguración. ‘El faro de Lola’ “es la historia de un cambio de rumbo, de un salto al vacío, de una chica de la huerta murciana que un día decidió dejar de vivir en “lo seguro” para apostar por lo que de verdad le hacía vibrar”, como reza la página de inicio de esta librería.

Así, en un mundo cada vez más digitalizado y con motivo de la conmemoración del Día de las Librerías –el pasado 11 de noviembre -para reconocerlas como promotoras y enriquecedoras culturales, es de celebrar que haya quienes sigan emprendiendo y creando estos pequeños templos de la palaba.

En torno a este ‘faro’ se han establecido, también, varios clubes de lectura con considerable éxito que dan vida al céntrico barrio de Santa Eulalia. Clubes que llamaron especialmente mi atención por la abrumante presencia femenina. Y es que las estadísticas no mienten, más del 71% de quienes reconocen leer en su tiempo libre son mujeres (Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España 2024). Cifras que suelen ser, incluso, superiores en estos pequeños grupos de intercambio de ideas y experiencias, llegando hasta el 90% de quienes los regentan.

No es de extrañar. Si uno se remonta a los orígenes de estas tertulias literarias puede comprobar como estuvieron muy vinculadas al género femenino pues, en muchos casos, nacieron como el único espacio de reflexión y reivindicación que tenía la mujer en una sociedad eminentemente machista. Hay que volver al siglo V y VI antes de Cristo para encontrar lo que podría denominarse el germen de éstos en las reuniones que Safo de Lesbos, en Siracusa, o Santa Marcela, en Roma, realizaban con otras mujeres para charlar y compartir lo que leían.

Ya en el siglo XVIII surgió la Sociedad de las Medias Azules (Blue Stockings Society) en Inglaterra como una organización femenina que se daba cita para conversar sobre literatura, pues por aquel entonces aún sólo los hombres tenían acceso a la universidad. Fue un movimiento social y educativo que tomaba su nombre, precisamente, de las típicas medias azules de lana que se usaban a diario para mostrar su carácter informal.

En el París del siglo XIX las mujeres promovieron varios salones literarios y tertulias que tuvieron su reflejo en la sociedad estadounidense e, incluso, en

la española con las asambleas que organizaba una de las autoras más famosas del Romanticismo, Frasquita Larrea, en Cádiz. En los ochenta serían nuevamente las amas de casa las que volverían a dar un impulso a estos espacios de encuentro entre mujeres organizados por bibliotecas públicas.

Sea como fuere, las cifras y la práctica demuestran que la literatura es cosa, también y sobre todo, de mujeres. Quizás porque históricamente encontraron en ésta un espacio literal y ficticio en el que sentirse seguras y a salvo. Un espacio en el que ser y manifestarse. Quizás hallaron en los libros esa habitación propia que, en su día, reivindicaba Virginia Woolf.

Vivir de otra manera

Últimamente creo que todo va demasiado rápido, deprisa. Desde la brevedad de los días a la fugacidad de cada etapa. Todo discurre en un abrir y cerrar de ojos. Y las sociedades se han ido adaptando a esta velocidad con un ritmo y un pulso frenético. Una cadencia delirante, caótica y agitada que aviva el desorden emocional, las inseguridades y las frustraciones y el descuido de lo que es importante. Sin tiempo para la maduración, la reflexión y la pausa las generaciones cada vez acusan más una confusión y desequilibrio entre su yo interno y el escenario que les rodea. Esto propicia una imitación irracional de patrones y conductas, porque es más sencillo, más instantáneo y no implica ningún complejo proceso de abstracción y autoconocimiento.

Nos alarmamos con las cifras de trastornos y enfermedades mentales; pero, como colectivo, poco estamos haciendo por remediarlo. Leemos libros para ser más productivos, más eficientes, para robarle tiempo al tiempo; asistimos a charlas para mejorar nuestro rendimiento y organización y elaboramos horarios imposibles cada vez con menos horas de ocio, de familia y, hasta, de sueño.

Desde hace algún tiempo, me he revelado contra este modelo y ando buscando alternativas, filosofías, principios y pensamientos que pueda aplicar en mi rutina y me orienten y tutelen de forma plácida, sin exigencias ni imposiciones, hacia una existencia serena, en calma y con plena conciencia,  sustentada en la humanidad, la sostenibilidad y la delicadeza.

Esto, entre otras cosas, me ha vuelto la mirada, de algún modo, hacia lo sagrado y etéreo para recuperar la paz y la espiritualidad y para redefinir conceptos tan esenciales en nuestros días como comunidad, solidaridad y respeto. Pero también me ha acercado a nociones y estilos de vida que se parecen mucho más a lo que anhelo. La identidad, la energía y el proceder nórdico me han descubierto una forma de estar y existir que estoy tratando de adaptar e implementar en un contexto hostil, distante y casi opuesto que es el nuestro. Países como Noruega, Dinamarca y Suecia tienen vocablos propios para referir este ‘modo’ de habitar.

Palabras tales como Lagon, Hygge, Kos o Friluftsliv pueden sonarnos a chino pero, en realidad, son expresiones escandinavas para ese saludable y feliz ‘way of life’ que se está exportando a otros puntos del planeta que ansían un existir más amable.

Friluftsliv significa “vida al aire libre”, pero no sólo entendido como la realización de actividades en el entorno natural, sino una filosofía que implica conectar y mimetizar con la naturaleza para lograr el bienestar físico y mental. Este concepto viene del movimiento romántico, como reacción a la urbanización y la industrialización.

Lagon es el término sueco para definir el estado de felicidad a través del equilibrio: la cantidad justa de todo, haciendo lo esencial y sabiendo decir basta cuando corresponde.

Por su parte, Hygge, del danés, persigue el ideal de felicidad basado en la comodidad, el bienestar, la tranquilidad, la calma, los amigos y esas pequeñas cosas agradables de las que nos gusta rodearnos.

Kos sería la versión noruega y está relacionado con el placer hallado en instantes precisos de nuestra rutina, en los pequeños deleites diarios, como el olor del café recién hecho.

Que las prisas no son buenas, ya lo decían nuestras abuelas. Dígase como se quiera, sólo desde la calma, el silencio y cierto recogimiento uno puede conseguir la, tan necesaria, conexión con uno mismo y con todo lo que nos rodea. Y, aunque a veces resulte difícil por el frenesí imperante, se puede –y quiero –vivir de otra manera.

Libros con(m)o-cimiento

En casa los libros están siempre presentes. Podría decir que en todas y cada una de las estancias hay libros, aunque haya espacios concretos reservados y dedicados a estos. Procuramos que los libros sean para nuestros hijos pilar, peana y sostén de su crecimiento. Incluso de la forma más literal posible.

Hace unos meses se rompía una de la patas de la cuna de nuestra pequeña que, aunque ya tiene su camita en una habitación contigua, sigue prefiriendo dormir a nuestro amparo. Después de varios arreglos y remiendos, incluso con los conocimientos de geometría del profesor de plástica que tenemos a domicilio, volvía a desnivelarse y se vencía hacia el mismo lado. Tras los intentos frustrados, decidimos buscar una alternativa infalible y fiable. Improvisamos una calza o cuña con lo que teníamos más a mano.

Ejemplares de lo más variopinto y diverso que en aquel momento estaban próximos y cercanos. Desde la novela del autor cordobés Joaquín Pérez Azaústre que narra la historia del atentado contra los abogados laboralistas de Atocha 55, que está en la cima; a un manual sobre ‘Smart food’ para la prevención del cáncer, las enfermedades cardiovasculares, metabólicas y neurodegenerativas de la italiana Eliana Liotta. Pasando por un recopilatorio de artículos de la periodista y guionista norteamericana Nora Ephron, una novela de Muñoz Molina, la ‘Historia de los vertebrados’, de Mar García Puig, un ensayo sobre los paseantes: ‘El arte de leer las calles: Walter Benjamin y la mirada del Flâneur’ y hasta un texto sobre cómo actúa el cerebro de los niños. Lecturas que, de momento, están reservadas a un fin mayor.

Estos días veía, en unos de esos ratitos que robo a las obligaciones y los muchos quehaceres en una casa de cuatro, la intervención del último Premio Princesa de Asturias de las Letras y me resultaba especialmente curioso e interesante cómo el escritor Eduardo Mendoza relataba que su contacto con los libros había sido muy estrecho ya desde la infancia, pues «tuve la suerte de nacer y criarme rodeado de libros y de personas que me leyeron en voz alta, pusieron a mi disposición una amplia biblioteca, me estimularon y me orientaron», tal y como confiesa.

Por unos instantes, aventuré y celebré que puede que, algún día, alguno de mis dos hijos -o ambos- valorase esta misma suerte que quizás hoy no acaban de comprender. Y es que, aunque haya quien en estos días desprestigie y devalúe la lectura, no existe ninguna forma mejor de acercamiento y aproximación a la cultura y al conocimiento.

Así, en aquel momento volví mi mirada a aquella torre de libros que días atrás habíamos formado y supe, entonces, que no había mejor apoyo, pilar o cimiento en el que apuntalar su siesta, su descanso y sus sueños.

Emprendiendo el vuelo

Verte crecer, hijo mío, qué contrariedad tan épica y extraordinaria. Celebro cada año, cada día y cada instante de tu existir más que el mío propio. Sin embargo, mentiría al no reconocer que, a veces, cedería mi alma al diablo para detener el tiempo. Para evitar que te me escapes de las manos, tan poquito a poco pero tan seguro y tan cierto. Para evitar que seas cada vez más tú y menos nuestro. 

Es tremenda la fascinación que me produce acompañarte en tu crecimiento, participar y contemplar en la persona en que te estás transformando; pero es enorme la nostalgia al recordar cada paso previo, pasado y necesario, que jamás regresará, en este milagroso y, a la vez, natural transcurrir del tiempo.

Yo me resisto a renunciar al niño que abandona su cama cada madrugada buscando refugio en la nuestra. Al pequeño que todavía nos necesita para descubrir sorprendentes historias en los cuentos. Al chiquillo que aún camina de nuestra mano por la calle. Sin embargo, al mismo tiempo, me embeleso viéndote crecer: enfrentándote a la lectura sílaba a sílaba por primera vez; trazando tu nombre en minúsculas letra a letra; o resolviendo sumas y restas con tus redondos dedos.

Disfruto tanto de tu naturalidad, tu espontaneidad y tus ocurrencias; de tus teatros y espectáculos improvisados o ensayados de aquella manera; de tu innata capacidad de asombro por casi cualquier cosa; de la encantadora creatividad de tus juegos, que me entristece pensar que, algún día, estas escenas ya nunca vuelvan.

Paradójicamente, me impacienta lo que está por venir, lo que por lógica ha de acontecer y todo aquello que nos sobrevendrá en algún momento. Sé que llegarán –o así lo espero – tiempos de desvelos, de primeros amores, de desengaños y decepciones. Pero confío en que el trabajo que ahora hacemos nos prepare a todos para los nuevos escenarios y acontecimientos.

Hijo, algún día comprenderás la difícil misión de ser padre y/o madre, como nosotros ahora lo estamos entendiendo. No hay tarea más elevada que custodiaros y asistiros en vuestro desarrollo y crecimiento tratando de consolidar vuestras cualidades y condiciones y fortalecer y fijar buenos y bellos valores y sentimientos.

Te veo crecer y me admiro. Sonrío. Me emociono. Me ocupo y me preocupo. Disfruto y padezco. Decía el pintor y escritor libanés Khalil Gibran en uno de sus poemas, con respecto a los hijos, que “puedes hospedar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños”.

Es por eso que trato de apartar difusos recuerdos e inciertas ensoñaciones; de alejarme de un pasado que ya fue y de un futuro que quién sabe qué será. Es por eso que hoy, hijo mío, celebro la dicha de ser tu madre y los seis años de tu nacimiento abrazando tu aún pequeño cuerpo y advirtiendo como tu alma abre alas para iniciar su propio vuelo.

Entre símbolos

En casa, como dice mi hijo: somos de celebrarlo todo; maravillosa herencia que mi padre nos legó. Cualquier pretexto es bueno para organizar algo especial, decorar la casa o hacer alguna receta típica. Llevamos, pues, meses pensando, diseñando y preparando sus disfraces de Halloween para este año; y mientras lo hacemos ya lo disfrutamos. En esta ocasión, el mayor, con unos intereses y gustos bastante personales ha elegido la representación de Medusa como atuendo; el ser mitológico griego con cabellos de serpiente que convertía en piedra a todo aquel que lo miraba fijamente a los ojos.  

Esta particular elección ha traído consigo una atención extraordinaria por el mundo y el entorno de los reptiles y las culebras. Su morfología, sus diferentes colores, su alimento, su hábitat… Así, entre otras cosas, hace unos días me preguntaba por el sentido que tenía la copa rodeada por serpientes que había visto en todas las farmacias que había visitado. Le expliqué entonces que ésta era la copa de Higía, la diosa griega de la Salud, y que simbolizaba el poder curativo que tenía el veneno cuando se usaba como antídoto, como medicación.

Pero lo importante, es la reflexión que yo me hacía días después. Él guardaba en su subconsciente esta forma sin mayor repercusión, pues jamás nos había consultado por ella, pero está claro que tampoco pasó desapercibida. Sólo hizo falta un nuevo estímulo que indujese y recuperase ese recuerdo. Fue entonces, cuando me di cuenta de la trascendencia de los símbolos a los que están expuestos nuestros pequeños a diario.

Recordaba, también, sus cuestionamientos sobre el arco iris que lucían diferentes edificios y emplazamientos con motivo del Día del Orgullo LGTBIQ+ y cómo esta curiosidad fue la excusa perfecta para explicarle la importancia de dotar de significado a los símbolos y representaciones que nos rodean. Le decía entonces que un arco iris es mucho más que un dibujo; para muchas personas supone libertad, igualdad, respeto y un lugar en el que sentirse a salvo. Por eso nosotros lo llevábamos en nuestros abanicos y mamá en su bolsa para ir al trabajo. Llevar o no el pañuelo palestino, el lazo morado o la paloma de la paz no es algo banal.

Los signos y símbolos son la base del lenguaje que utilizamos para pensar y organizar nuestras sociedades; son herramientas para compartir experiencias emocionales y culturales creando sentido de comunidad y memoria colectiva; han sido utilizados desde la prehistoria para contar historias y transmitir ideas; nos ayudan a interpretar el mundo y darle sentido a nuestro entorno; son fundamentales para el desarrollo de conceptos más complejos y ayudan a regular nuestras acciones y comportamientos en un contexto social determinados. El conocimiento y reconocimiento de los signos puede ser y ha sido en diferentes periodos de la historia la diferencia entre vivir o morir.

En los niños, éstos despiertan la imaginación y la curiosidad y les ayudan a entender el mundo. Son instrumentos poderosos para educar en valores, transmitir cultura y formar la identidad. Pues bien, en un entorno y un contexto difícil y complicado de comprender y asimilar, incluso para los que tenemos cierta edad, es crucial saber discernir y elegir los símbolos y representaciones que queremos que los guíen y acompañen. Los símbolos que nos van a significar, entre los que van a crecer y vivir.