Memorias

Con los años nos damos cuenta de que la memoria es engañosa y traicionera, además de selectiva. El tiempo perturba, reemplaza y hasta borra los recuerdos. De ahí, que no sea del todo fiable y honrado acudir a nuestras memorias para evocar otros tiempos.

De forma anecdótica, es curioso como la gran mayoría de madres y abuelas que conozco al relatar el momento de su desposorio se inmortalizan siempre más delgadas que nunca. “Cuando me casé pesaba sólo 50 kilos”. Me pregunto si es que se puso de moda pesarse antes de la boda o si este ritual formaba parte del protocolo por aquel entonces. Seguro que les suena familiar… También ocurre esto con los hijos. “No me dio ni una mala noche”. Permítanme que lo dude.

Yo creo más bien que la memoria es tremendamente optimista, y perpetúa y pondera lo bonito y lo bueno –incluso es lógico por mero instinto de supervivencia -por lo que me permito poner en tela de juicio la veracidad de algunos de estos recuerdos.

Recuerdos, que en muchos casos se borran o se archivan en un espacio tan escondido de nuestro cerebro al que no tenemos acceso cuando queremos y, de algún modo, los perdemos; aunque sea temporalmente. 

Hay tantas cosas de mi situación actual que no quiero perder, tantos momentos diarios, casi insignificantes, que algún día significarán tanto. Algunas de las ocurrencias de mi hijo antes de dormir, las primeras veces de la pequeña Julia, confidencias y risas caseras con ‘El hombre del Renacimiento’. Momentos que seguramente en algunos años yo no recordaré y que tampoco podrán formar parte de la vida de mis hijos porque no podré contárselos.

De este modo, desde hace algún tiempo y después de mucho pensar para encontrar una solución, he comenzado a anotar algunas de esas pequeñas vivencias en unas libretas a las que denomino ‘Memorias’ y, como si de una especie de diario se tratase, anoto y apunto aquello que no quiero que quede en el olvido.

Anoto, por ejemplo, a qué edad compramos el primer reloj de Alejandro, con 4 añitos. Escribo el nombre de sus mejores amigos y sus seños. Apunto cuál fue el primer disfraz de mi hija. Su primera palabra. También, sus canciones y juguetes favoritos. Registro los regalos más especiales, sus gracejas y expresiones… Un montón de detalles cotidianos que algún día, cuando mi memoria falle, se convertirán, estoy convencida, -junto a las miles de fotografías que guardo – en una especie de maravillosa herencia.

El número cuatro

Contigo me he estrenado en todo. Me estrené con aquel primer parto, ausente de dolor, pero lento y agónico porque te resistías a salir. Querías seguir dentro. Tan dentro de mí que casi fuésemos uno, como hasta entonces habíamos acostumbrado. Y aún hoy, cuando te acurrucas en mi costado para dormir, mientras me pellizcas y jugueteas con el lóbulo de mi oreja, siento esa querencia tuya a acercarte tanto, como si quisieras fundirte conmigo. Y así me has mimado todo este tiempo, siendo yo quien sufre el tormento de la separación cuando no estás a mi lado.

Me estrené siendo una madre llena de miedos e inseguridades, pero hoy soy más fuerte. Acompañarte en tu crecimiento ha supuesto el mayor reto de mi vida, pero verte hacerlo también ha sido una sorpresa constante en la que trato de seguir deleitándome cada día.

Naciste con los ojos completamente abiertos –esos profundos ojos azules tuyos – y todavía hoy, que cumples 4 años, no los has cerrado por miedo a perderte algo. Tu constante interés y asombro por las cosas nos ha enseñado tanto a nosotros -tus padres,- como a ti. Hemos fijado la mirada en cosas que hasta ahora nos pasaban inadvertidas. Tu pones el acento en todo. Tu entusiasmo hace extraordinario lo más ordinario y cotidiano.

Tu voz jaleosa y tu hablar alborotado rellena el silencio de cualquier rincón del laberinto de casa que habitamos. Siempre contento, siempre bailando y cantando. Por nuestro salón han desfilado los mas variopintos personajes de fábula por ti encarnados. Eres regocijo y contento de quien te trata a diario.

Tu dulzura, que en cualquier otro pudiera resultar empalagosa, riega cada uno de tus actos y te convierte en un niño especialmente sensible, para lo bueno y para lo malo. Sufres con tanta intensidad que a los demás nos puede parecer exagerado. Te perturba el llanto ajeno y yo me derrito al ver como caen tus lágrimas cuando alguna vez me has visto llorando. Eres un niño bueno, de corazón noble y empático.

Alguna vez oí que los hijos nos enseñan…nos hace mejorar, madurar.  Y hoy que celebramos cuatro años de tu venida al mundo, así lo corroboro. Tú y tu hermana hacéis mejor no solo nuestro mundo sino el Mundo que habitamos. Gracias vida, gracias hijo: Felicidades.

Terror en la mirada

Hace exactamente una semana, el sábado pasado, íbamos a pasar el día en familia para despedir a mi madre que viajaba a Jerusalén. A las nueve de la mañana hablé con ella y me comentaba contrariada y algo confundida que había terminado la maleta mientras veía en el canal 24 Horas que habían atacado Israel. Yo, que no había leído aún nada a esas horas del día, conjeturé que sería una nueva amenaza o amago en un conflicto que dura décadas. La tranquilicé diciéndole que haría algunas averiguaciones a ver qué estaba ocurriendo.

Incluso aunque aún no conocíamos el alcance de lo sucedido, las primeras noticias me confirmaron que mi madre no viajaría ese domingo. Horas más tarde empezamos a recibir información precisa de aquella madrugada atroz en la que cientos de personas perdieron la vida asesinadas por un grupo terrorista y, otras tantas, permanecen hoy desaparecidas y/o capturadas.

Cuando por fin llegamos a verla, esa misma mañana, no pude más que abrazarla fuerte y agradecer a Dios y a la vida que ‘todo lo malo’ hubiese ocurrido (tan sólo) unas horas antes. Veía aquellas primeras imágenes y pensaba que podría ser ella; que ella podría estar allí.

Además, en ese instante presentí algo que antes nunca había experimentado, que puede haber algo peor que la muerte.

Hace un par de días escuché una entrevista en la CNN a un padre irlandés que había perdido a su hija de 8 años en el ataque. Aseguraba, con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, que cuando le avisaron, tras salir del bunker en el que había permanecido durante 12 horas, que habían encontrado a Emily muerta lloró amargamente y, al mismo tiempo, grito: ¡Sí! Y sonrió. Sonrió porque “la muerte era la mejor de las posibilidades que conocía y esperaba”.

“O estaba muerta o en Gaza. Y si sabes algo de lo que le hacen a la gente allí es peor que la muerte. No tendría comida, ni agua. Estaría totalmente a oscuras en una habitación con quién sabe cuánta gente y aterrorizada cada segundo de su vida, por horas, días o incluso años, quién sabe. La muerte fue una bendición”.

Y por duro que suene, puedo entenderlo. Vivir ese terror debe ser peor que la muerte.  

El mismo terror en la mirada que desfigura los rostros de centenares de niños en Gaza tras los bombardeos de Israel. Niños que cargan otros niños con sus ropas ensangrentadas. Niños desconcertados, perdidos y heridos en mitad de esta monstruosa batalla.

Son niños, no soldados. Esto no es la guerra. Esto es una atrocidad inhumana. 

Alegría en lo cotidiano

Sobra decir que la felicidad, entendida como absoluto, es algo momentáneo, pasajero. A nuestra edad, todos habremos disfrutado ya de algunos de los momentos más dichosos de nuestra vida –matrimonios, nacimiento de hijos, divorcios, viajes… y otras muchas experiencias-; pero también habremos transitado instantes tremendamente dolorosos, algunos de ellos tan punzantes que sellan toda una vida.

Son, seguramente, aquellos desgarros pasados y los miedos futuros los que pueden atormentarnos y robarnos un plácido presente. Eso sí es real. La experiencia me ha enseñado que la euforia dura segundos, mientras que el sosiego, la placidez y el equilibrio son muchos más solidos para reposar y para amortiguar los golpes que han de venir, porque vendrán.

También he aprendido que uno no debe demorar el placer de la alegría -de sentirse alegre- a los grandes júbilos, que a veces llegan a destiempo o, incluso, no sabemos aprovecharlos. Además, hay, sin duda, tantas cosas mínimas que pueden producirnos regocijo casi a diario. Incluso más allá de las metafísicas y trascendentales, como estar vivos.

Existe, en todo ser humano, el gusto por las pequeñas cosas, esos gestos simples que tienen la capacidad de cambiarnos el humor por un ratito. Es importante tenerlos a mano y reconocerlos y, así, hacer de esas actitudes una especie de amuleto que, en medio de la rutina y de los agobios diarios, nos salve del tedio o la congoja.

A mí me rescata del desánimo el olor a café recién hecho, tan simple como eso. O, también, desayunar bizcocho casero recién horneado. Esa onza de chocolate con el café de la tarde, que sabe a premio. Entrar a una librería repleta de ejemplares que ojear. El comienzo de un nuevo libro. Una copa de vino blanco improvisado mientras cocinas. El juego de luces que proyecta en casa una lámpara por la noche. El olor a limpio en las sábanas al acostarse. La lluvia mientras duermes. El aroma a fresco en las mañanas de invierno. Una chimenea encendida. Las risas de mis hijos en la cama antes de acostarse. Algo por estrenar. El orden en casa. La emoción de organizar y soñar un viaje –aunque luego nunca se haga-. El silencio cuando todos duermen. Sus besos por las mañanas. 

A veces, no es necesario esperar grandes sucesos, efemérides o acontecimientos y basta con tratar de ser feliz con lo especial de lo rutinario. Encontrar la alegría en lo más cotidiano.