Raíces

Una vez le leí al Premio Nobel de literatura José Saramago decir que el hombre más sabio que conoció no sabía leer ni escribir. “Era mi abuelo materno y, aunque analfabeto, era un sabio en su relación con el mundo. Era pastor y había armonía en cada palabra que pronunciaba. Era una pieza en el mundo. No era apático, ni resignado. Era un ser humano directamente conectado con la naturaleza, como los árboles de su huerto, de los cuales se despidió cuando tuvo que viajar a Lisboa. Les abrazó y se despidió de ellos, de su naturaleza, porque sabía que se iba a Lisboa a morir”, tal y como contaba el escritor portugués.

Reproduzco aquellas palabras porque me parecieron tremendamente hermosas por lo que contaban de aquel hombre que, sin duda, marcó su niñez y que, seguro, tuvo mucho que ver con la persona en la que se convirtió. Las circunstancias en las que nacemos y crecemos nos condicionan y, aunque soy de las que piensa que no nos determinan, no cabe duda que son un aliciente o limitación, según los contextos, en nuestras vidas.

Yo no he hablado demasiado de mis abuelos. A los paternos prácticamente no los conocí, mi abuelo falleció joven y no me han contado demasiado de él, y mi abuela, de la que sí he escuchado muchas historias, murió cuando yo apenas tenía dos o tres años. A los padres de mi madre sí que los traté más, pues como muchos otros abuelos hacían de ‘niñeros’ con nosotras.

Mi abuela Josefa fue modista, de las mejores de Caravaca dicen algunos, era una mujer sencilla y pequeña pero tremendamente activa y con muchísimo temperamento. Muy recta y protectora de los suyos. La recuerdo siempre con su pelo cano y sus negras vestimentas. Creo que su fuerte carácter influyó mucho en hijas y nietas y no creo equivocarme si apunto a que también nos legó algunas de sus peculiaridades y manías. De ella heredé sus miedos y desconfianzas y, quizás, una auto-exigencia extrema.

Mi abuelo Salvador, por el contrario, era alto y de firmes hechuras que vestía siempre distinguidamente con tirantes, bastón y sombrero. Le traía cierto aire a Cela, pero en guapo. Era un lector empedernido, hacía cuentas como pasatiempo y escribía a diario con una letra florida y preciosa las ‘crónicas’ de su tiempo.

Quizás fue también, de algún modo, una de las personas más inteligentes que conoceré. Y aunque pienso que ojalá hubiese heredado más de él, intuyo que es suya esta tendencia al relato, a dejar por escrito lo que seguramente algún día ya no recordaré.

A un día de mis cuarenta

A un día de mis cuarenta (aunque no me entusiasme la cifra jamás mentiré sobre mi edad) puedo decir que a mí no me envejecen los años, me han envejecido los hijos. Sobre todo el segundo hijo, en este caso hija.

Recuerdo cuando hace apenas cuatro años mi hermana, menor que yo y que ya criaba tres, se asombraba con la luz y la textura que irradiaba mi tez. Por aquel entonces, yo aún tenía tiempo y fuerzas para cumplir rigurosamente cada mañana y cada noche con mi rutina de cuidados faciales y dormía al menos seis o siete horas del tirón. Esta semana, mirando una fotografía con mi primer hijo recién nacido en los brazos me espetaba, con total sinceridad, “tú también has envejecido en estos años” (en el también daba por hecho y se incluía ella misma).

Yo, con total naturalidad y de forma casi espontánea, le contesté precisamente eso: “a mí me han envejecido los hijos”. No quiero decir con esto que mi aspecto sea demasiado caduco o estropeado, pero sí mucho más descuidado que de costumbre y, además, he empezado a peinar alguna que otra cana.

Miro las instantáneas de otros años con cierta nostalgia y rememorando mis largos ratos de lectura, mis clases de inglés en la Escuela de Idiomas, mis exámenes de Arte en la Universidad a Distancia, mis jornadas de ´shopping’ y mis cafés despreocupados con amigas. Y soy consciente de que aquello, tal que así, nunca regresará.

Como tampoco lo hará aquella piel adolescente, sin marcas ni arrugas. Mi rostro, ahora, refleja en profundas ojeras el cansancio de un sueño intermitente, de madrugones para llegar al colegio a tiempo, de veladas intensivas de trabajo cuando todos duermen para poder llegar a lo urgente, de siestas inexistentes.

Cuidar y educar es el trabajo más cansado y exigente que uno pueda desempeñar y, como tal, pasa factura física, también anímica.

Y así, con los efectos y secuelas de esta cruzada en mi cuerpo, y aún con los vestigios de un embarazo y un parto relativamente reciente, afronto esta nueva decena, paradójicamente, más segura de mí misma que nunca. Seguridad en lo que he sido capaz de crear y lo que, día a día, consigo sacar adelante –aunque a veces tenga que recordármelo -. Seguridad en que, por muchos otros hitos y metas que alcance en mi vida, jamás me sentiré tan orgullosa como me siento ahora de intentar ser una buena madre.

Otros ojos

Canta Sabina en ‘Peces de Ciudad’ que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Sin embargo, yo me he resistido siempre a esto y tiendo a regresar a los destinos que algún día me ofrecieron algo y que, por algún motivo, me gustaron. Así, entre mis muchas repeticiones, no pueden faltar Roma, Madrid, Barcelona o Praga -deseando estoy volver a París o Lisboa, entre otras -.

Para cerrar el verano decidimos hacer un pequeño viaje y poner a prueba la logística de nuestra nueva familia de 4 miembros. Tratando de no arriesgar demasiado buscamos una opción cercana y, por supuesto, conocida. Además, pensamos que sería buena idea hacer el trayecto en tren, que permite más movimiento con los pequeños y nos despreocupábamos así de carretera y parking. Valencia fue la ciudad elegida y, aunque habíamos estado en numerosas ocasiones, la visita no decepcionó.

Es curioso como aunque vuelves a un lugar conocido la experiencia puede ser completamente diferente. En mis escapadas anteriores siempre viajé sin niños, circunstancia que, irremediablemente, lo cambia todo.

Elegimos un hotel céntrico para poder descansar, si era necesario, en el transcurso de la jornada y dedicamos un día completo al Oceanographic. Evidentemente renunciamos a las salidas nocturnas, los restaurantes de moda y las comidas relajadas, pero ganamos otras muchas situaciones que, sin duda, a nosotros nos compensan.

Salimos muy temprano. Los niños se acostaron vestidos y los metimos al coche directamente de la cama. Creímos que harían gran parte del trayecto dormidos, pero al llegar a la estación los nervios, sobre todo del mayor, no le dejaban: Iba a viajar en tren por primera vez. Y, aunque a veces puede resultar agotador, es precisamente ese entusiasmo suyo lo que nos lo hace más fácil a nosotros: todo le asombra y le interesa. Será también que lo hemos acostumbrado a acompañarnos desde pequeño casi a cualquier lugar.

Fue genial verlo entusiasmado con la subida al ‘Miguelete’, incluso a pesar del susto que llevo con el ensordecedor ruido de las campanas. Disfrutamos como niños descubriendo tiburones y viendo bailar a los delfines. Incluso se entretuvo entre las pinceladas de Soroya y contemporáneos.

Uno, por esa tendencia melancólica que a veces tenemos, quizás piensa que ha vivido los momentos más felices de su vida, pero mi último viaje a Valencia ha sido, sin duda, el mejor. Mirar con otros ojos, los suyos, me ha descubierto tanto, te hace nuevo lo que ya creías conocer.

Besos robados

Mientras que esta semana era noticia el histórico triunfo de la Selección Femenina de Fútbol Española, el gesto (por no decir los gestos) más que cuestionable del presidente de la Real Federación Española de Fútbol, besando a una jugadora en la boca mientras sujetaba su rostro con ambas manos en el momento de la celebración empañaba, del algún modo, ese feliz momento.

Y es que además, no se trataba solo de dos amigos festejando, cómo ha tratado de excusar, su cargo y a quien representa le supone unos valores que nada tenían que ver con su actuación. De ahí que las consecuencias debieran ser ejemplarizantes.

Superemos  ya esas conductas totalmente normalizadas en el trato a las mujeres que trasgreden y violan nuestra libertad. Conductas de las que todas hemos sido víctimas en alguna ocasión y que hemos tenido que tolerar porque se trataban de algo aceptado y relativamente generalizado. Comportamientos que nos han hecho sentirnos inseguras y vulnerables. Maneras y usos que, afortunadamente, cada vez son más cuestionados y denunciados, acompañando a quien los sufre.

Sería un alivio pensar que nuestras hijas no van a tener que pasar por eso. Que mi pequeña jamás se sentirá intimidad por las miradas, las palabras o los ‘gestos’ de algún  tipo, la conozca o no. Que no tendrá que escuchar comentarios obscenos de nadie disfrazados de piropos. Que no tendrá que soportar carantoñas o arrumacos al límite de lo indecente como algo amistoso o cariñoso. Que no tendrá que aguantar miradas lascivas e indecorosas lleve la ropa que lleve. Que ningún amigo, compañero, jefe o desconocido podrá herirla impunemente bajo una falsa confianza o amabilidad que no es más que un modo de abuso.

Es un alivio pensar que esos comportamientos son hoy reprobados por una gran mayoría.
Que no hay excusas, eufemismos o excepciones que validen y justifiquen ese tipo de conductas machistas y retrógradas. Y que, por el contrario, suponen escándalo, se señalan y se penalizan.

Desprendámonos de una vez  por todas de ese romanticismo caduco –en el mejor de los casos -que no hace más que perpetuar un modelo de relaciones de sometimiento y subyugación. Un flirteo hortera, casposo e indecente, que pone a la mujer en situaciones verdaderamente incómodas y desagradables.

Y es que los besos nunca deben ser robados. No hay nada de romántico en eso. Los besos se dan y se comparten, lo demás es una agresión.

Juicio virtual

Pronto se arrepiente el que juzga apresuradamente – Publio Sirio, dramaturgo romano.

En el entorno virtual hay quien da cuenta de cada detalle de su vida, haciéndola pública a los demás. También están los que callan casi todo con un rol prácticamente de espectador. Ambos casos son lícitos y para ello, unos y otros, tendrán sus motivaciones. Hay, incluso, quienes han hecho de eso su profesión, algo absolutamente legítimo. Lo que no lo es tanto, o a mí no me lo parece, es la facilidad y ligereza con la que una gran mayoría juzga, para bien o para mal, aquello que otros ‘comparte’ con los demás.

Casos vemos a diario. Sin embargo, me llamó especialmente la atención la trascendencia de un comentario de la presentadora de televisión Cristina Pedroche tras ser madre. En el mismo hacia referencia a su estado físico tras el alumbramiento, luciendo una figura casi completamente recuperada, y manifestando que no era suerte sino fruto de mucha preparación y trabajo.

Pues bien, cierto sector la emprendió contra la muchacha asegurando que vendía y fomentaba un posparto que no era real y que podía afectar a otras mujeres que estuviesen en su misma situación. Que no sea lo más común, no significa que no sea real. Eso es un posparto tan real como cualquier otro, y está en todo su derecho de compartirlo. Obviamente, eso no significa, ni con eso ha querido dar a entender, que para ella sea lo más importante en ese momento.

A mí, que no le tengo especial simpatía –tampoco antipatía – a la presentadora, no me ofendió, que me encuentro en el mismo estadio de la vida, pero quizás sí me pareció un tanto frívolo; jamás al punto de la crítica.

Sin embargo, unos días después y junto a la fotografía de su primer paseo con el bebé, Pedroche se sinceraba sobre lo que estaba sintiendo, reconociendo que “aunque la niña es buenísima y casi no llora cuando lo hace siento que me arañan el alma, como si me desgarrara, me duele en un sitio que no sabía ni que existía” y que lloraba mucho y la mayoría de las veces no sabe ni por qué. Además, de mencionar el pánico (real) que vivimos algunas madres sabiéndonos, de repente, valedoras de la integridad y la vida de nuestros pequeños.

Fue ahí, en medio de su vulnerabilidad como madre, cuando me encontré, me identifiqué y me reconcilié con su posparto. Es aquello que ya he comentado alguna vez de la empatía entre mamás que ni se conocen, pero que viven y sufren lo mismo.

“Sólo juzga bien que sopesa y compara, y cuando pronuncia su sentencia más dura nunca abandona la caridad”, William Wordsworth, poeta inglés.