Quedarse en casa

Reconozco, aunque no resulte nada popular, que cada vez me interesa y me apetece más quedarme en casa. Quizás tenga algo que ver con la edad y con que nos queda poco nuevo por hacer que no se haya hecho ya. Quizás, también, influya una rutina diaria extenuante con dos niños pequeños. Y, posiblemente, la placidez de un espacio propio y cuidado también concurra. Pero de lo que no tengo la menor duda es de que la delirante realidad que impera ahí afuera es determinante y crucial en este encierro.  

Ruido. Tanto, tanto ruido, que cantaría Sabina. Gentes vociferando e insultando. Matones de palabra. Chulos faltones que se creen élite. Humanos con discursos completamente deshumanizados y deshumanizadores. El bombardeo constante de mensajes malsanos y nocivos. Discursos tóxicos y argumentos dañinos, feroces y sanguinarios. Recuerdos y evocaciones insistentes y dolorosas que me convencen y reafirman en no querer forma parte de todo este desorden, bullicio y desconcierto.

Habrá quien piense que soy una inapetente, asocial o, en el mejor de los casos, una mujer solitaria. ¡Nada más lejos de la realidad! Se trata tan sólo de que, como a muchos os ocurrirá, ha llegado un momento en el que me he construido y reforzado tanto que he dejado de temer a la soledad y al silencio y he empezado desconfiar y rehuir todo aquello que sé que me hace daño. No es ilusorio ni inocente, es autodefensa y amor propio. No es una consecuencia de nada, es una elección propia.

Quedarse en casa no es por tanto para mí una fuga o una huida cobarde; es un escondite del exceso, de la desproporción, del feísmo, de la brutalidad, de la vulgaridad y de lo monstruoso e inhumano. Es buscar un lugar seguro.

Recuerdo ahora, paradójicamente, la ansiedad y la angustia del confinamiento obligatorio de hace unos años –con motivo de la pandemia de COVID-.  Como las cuatro paredes de aquel apartamento con una sola ventana me asfixiaban. Recluida con un bebé de seis meses y lejos de cualquiera de nuestros familiares. Es verdad que las circunstancias son muy distintas, pero me asombra como un mismo concepto puede tener tan diversas y antagónicas connotaciones.

Así, ahora valoro la serenidad y el sosiego de un salón en orden y en calma, de un sillón con café y manta, de unos fogones trabajando e impregnando de olor toda la estancia; mientras mis pequeños corren, gritan y alborotan cada rincón de nuestra casa. No es una casa perfecta. No es la perfección lo que me place y me agrada, es la convicción de haber construido espacios amables que habitar, un refugio físico para el alma. 

Nostálgica

Sin duda la evolución supone, entre otras cosas, que haya ciertas prácticas, usos y ritos que se van perdiendo con el tiempo. Así como en la actualidad no salimos a cazar nuestro sustento con puntas de flechas talladas en piedra, ni cabalgamos a lomos de corceles para salvar las distancias que nos separan; hay otros protocolos que poco a poco, de una generación a otra, comienzan a olvidarse y/o desatenderse. La revolución digital ha simplificado y agilizado muchos procesos, acortando tiempos y distancias. Sin embargo, hay experiencias más tradicionales y populares que siempre merecerá la pena vivir –aunque sea una sola vez-.

Así, trato, en la medida de lo posible, que mis hijos conozcan estos hábitos que, además de enriquecer su cultura y conocimiento, fueron, en otro tiempo, bastante más rutinarios para sus propios padres.

Mensualmente acostumbramos a realizar una o dos actividades

–cuando no son más-, en cierto modo, extraordinarias, singulares o poco frecuentes que enriquezcan su imaginario. En septiembre, mi primogénito pintó y decoró una tarjeta a mano que dedicó y remitió a sus primos de Caravaca; aprendiendo, así, el modo y el orden en el que se escribe una dirección postal. Unos días después, lo acompañé al servicio de Correos para estampar un sello a su creación y que entendiese este proceso de la comunicación escrita, mucho más ceremonioso que el envío de un instantáneo whatsapp.

A final de mes, hicimos, también, una excursión a la Biblioteca Regional. Ya habían visitado otras sedes, tanto en nuestro municipio como en otras ciudades. Sin embargo, pensé que la dimensión y oficialidad de este espacio les resultaría mucho más interesante. Tras entrar y recorrer con curiosidad sus pasillos, mientras yo intentaba que guardasen cierto silencio, centraron su atención en los libros. Repasamos muchas de las estanterías recomendadas para su edad y ojeamos algunos ejemplares. Les pedí que hicieran una selección de los que querían llevarse y cuando se hubieron decidido acudimos al mostrador con nuestros montones para solicitar el préstamo. Cada uno con su carné fue protagonista de este sistematizado ritual. Y, además, saben muy bien que, en unas semanas, tenemos que ir a devolverlos.

Seguramente hoy sean muy pocos los jóvenes y adolescentes que usan el servicio postal y, al contrario, cada vez son más los que leen en formato digital. Sin embargo, aunque nadie duda de la practicidad de estos hábitos y costumbres, jamás se podrán igualar al encanto de fijar un estampilla –diferente cada vez – y esperar que esas letras recorran físicamente casi cualquier distancia apareciendo en el otro lado del mundo. Con la lectura, me pasa igual. Me gusta palpar, oler, pasar, ojear, doblar y subrayar. La magia de abrir o terminar otro ejemplar. Disfruto de entrar en una biblioteca con la incertidumbre y la ilusión de no saber con qué libros me voy a encontrar y cuáles me acompañarán.

Llámenme nostálgica, pero hay ciertas cosas de tiempos pasados que, para mí, sí seguirán siendo mejor.

‘Memento mori’

La pérdida es algo para lo que nunca estamos preparados. Perder significa renunciar a algo que uno quiere. Extraviar algo que un día tuvo. Siempre es doloroso. Sin embargo, la forma en la que nos preparamos y orientamos para esa pérdida puede suponer la diferencia entre la frustración y la angustia, y la sana aceptación y entendimiento. Ni que decir tiene que este mal o quebranto se hace aún más agudo cuando se pierde a un ser querido o una vida humana.

Será por esto, por esa huida de cualquier tipo de contrariedad o sufrimiento que caracteriza a nuestra sociedad, que nunca hablamos de la muerte. Pero no mencionarla no la evita; es más, hace más devastador, si cabe, su advenimiento. Ésta se ha convertido en el gran tabú de nuestra civilización

-invisibilizándola y evitando cualquier contacto-, lo que no ocurre con otras que nos precedieron: desde la meticulosa organización para el viaje al más allá de las almas en la antigua Grecia; a las ofrendas mexicanas que ayudan a ‘regresar’ a los muertos; pasando por los rituales de preparación y apresto del cuerpo de los egipcios, son muchas las culturas que han vivido y convivido a diario con la caducidad de nuestro tiempo.

El arte puede ser, una vez más, una forma suave, amable y bella de acercarnos a lo que no nos gusta, a lo que tememos. El arte de las postrimerías o arte de las ‘últimas cosas’ se refiere a las obras que, especialmente en el Barroco español, representan los destinos finales del hombre. Una de las pinturas más emblemática de este género son Los Jeroglíficos de Juan Valdés Leal en el Hospital de la Santa Caridad de Sevilla. O, también, podemos aproximarnos a través de las famosas Vánitas o dibujos de calaveras, consideradas un subgénero del bodegón, que simbolizan pictóricamente la fugacidad de la vida y la certeza de la muerte. Destacar, entre muchas, ‘Pyramide des crânes’ del gurú de los cubistas Paul Cézanne, o la popular ilustración ‘All is Vanity’ de Charles Allan Gilbert, comprada por la revista LIFE, y que se ha convertido en una de las ilusiones ópticas más reproducida de todos los tiempos.

Siempre que veo uno de estos cráneos recuerdo el interés que han despertado en mi hija pequeña desde poco después de su nacimiento. Al contrario de lo que pudiera resultar lógico, esta representación de la muerte la ha fascinado hasta el punto de buscarlas en sus diferentes formatos y representaciones, incluso, para llegar a besarlas. Jamás olvidaré su cara de asombro en la Capela dos Ossos en la Iglesia de San Francisco en Évora rodeada de cientos de esqueletos.

Y es que aunque nosotros hemos tratado de no ‘proteger’ a nuestros hijos de esta forzosa realidad, ha sido esta semana cuando se han enfrentado de forma más personal a esta verdad. Han vivido, quizás, la pérdida más importante desde que tienen cierta conciencia. Hemos tenido que despedirnos de una gatita que acompañaba al Hombre del Renacimiento desde hace casi dieciséis años. En el proceso ha habido instantes de todo: de risas, de lágrimas, de incomprensión, de dudas… pero han estado presentes en cada momento. Desde la recogida de su cuerpo en el hospital veterinario en el que no pudieron hacer más por salvar su vida, hasta su sepultura en el sereno y agradable jardín-huerto que su padre cuida y trabaja con esmero desde hace tiempo.

La comprensión y el conocimiento de lo que realmente estaba sucediendo les permitió reconocer sus emociones y sentimientos y nosotros intentamos acompañarlos desde la honestidad y el respeto para ofrecerles algún consuelo.

Y es que por más que pretendamos la huida, como advierte la célebre expresión latina, Memento mori: Recuerda que morirás. Y siempre será mejor vivir sabiéndolo.

Educar en el asombro

No hay responsabilidad más grande en el mundo que ser padre o madre. Jamás tendremos un encargo tan importante como éste. Y aunque pueda resultar una revelación bastante obvia, creo que lo evidente y manifiesto de la misma no implica, necesariamente, la oportuna y vital dedicación que supone. La mapaternidad requiere presencia.

Una presencia que debe ser, sin duda, de calidad: consciente y atenta; pero no sirve excusarse en la falta de tiempo para reducirla a contados momentos de juego y entretenimiento. Los padres y madres tenemos que estar.

Es verdad que la frenética y delirante rutina laboral y social a la que estamos sometidos no lo pone demasiado fácil para conciliar y que, en algunos casos, no hay opción viable. Sin embargo, estoy segura de que la gran mayoría podemos cambiar, modificar o aportar algo a nuestros horarios y organización para priorizar lo que verdaderamente es lo más importante.

Yo, que antes de serlo nunca sentí algún tipo de instinto maternal, trato de tomarme muy en serio esta responsabilidad. En los primeros meses y años desde una perspectiva de protección vital primitiva para asegurar su supervivencia. Y, después, a partir de una posición mucho más reflexiva y deliberada para acompañarlo en su educación y crecimiento.

Yo, que jamás me gustaron los libros de autoayuda ni las recetas mágicas para conseguir algo, me sorprendo leyendo, releyendo y subrayando un libro tras otro sobre educación y crianza.

Así, el último ejemplar que ha caído en mis manos y que he acabado en tan sólo una madrugada, es una especie de manual de la educadora y psicóloga canadiense Catherine L´ Ecuyer ‘Educar en el asombro’ en el que instruye, de algún modo, a los padres y madres para realizar un acompañamiento respetuoso con nuestros hijos en un mundo agitado, exigente y desafiante. Partiendo del origen del conocimiento, y citando algunos de los clásicos, hasta recursos más concretos que poner en práctica con nuestros pequeños.

Consejos, algunos, que ya cultivábamos en casa y, otros, que estamos incorporando que inciden en aspectos como las bondades del juego libre, la necesidad de establecer límites claros y equilibrados, el beneficioso contacto con la naturaleza, el respeto a sus ritmos, cómo trabajar y tratar la hiperestimulación, el necesario silencio, el sentido del misterio, la humanización de la rutina, la búsqueda de belleza, la huida de la vulgaridad y el feísmo o los favores y gracias de la cultura.

Una lectura que te pasea dulcemente por las necesidades de la infancia para alcanzar una sociedad más a la medida de los niños. Una sociedad que nos urge. Una sociedad que recupere, porque nunca es tarde, el asombro perdido. 

Lo auténtico

Estos días de vacaciones, paseando por ciudades de Francia pude apreciar como la elegancia y la distinción poco tienen que ver con la pedantería, la petulancia y la ostentación que últimamente reconozco en algunos perfiles que tratan de arrogarse a toda costa cierto estatus en el que, después, ni siquiera saben desenvolverse. Condición que, por otro lado, no se debe presuponer que es superior o más elevada.

Y aunque no me refiero únicamente a la indumentaria, la forma de vestir y lucir bien puede ser un claro ejemplo de lo que comento. Si uno recorre y transita estos lugares durante varios días puede distinguir cómodamente a los turistas y visitantes de los naturales. Los colores neutros, los básicos y una armonía que se aleja de lo chillón y estridente reflejan fielmente el tradicional gusto francés. Pensando en esto, me acordé de un manual que llevará en mi biblioteca más de veinte años en el que la modelo y aristócrata francesa Ines de la Fressange pretende resumir a través de varios imprescindibles la esencia del look más galo. Algunas de sus recomendaciones pueden ser huir de los conjuntos, los destellos y la fastuosidad o el derroche.

“Hacer rimar chic con cheap te hará ganar el primer premio en el concurso de ‘La perfecta parisina’. […] No hay que parecer rica, esa es la idea. Las joyas bling (término inglés que se refiere a alhajas ostentosas y costosas, así como a otros objetos y un modo de vida lujoso y llamativo, utilizados como símbolo de riqueza y estatus) y los logos por doquier no son su estilo. […] Gastar para llevar una etiqueta a la vista no es su intención”, son algunas de las máximas que establece.

Así, mientras a diario tropiezo con bolsos, zapatos, cinturones, pañuelo o cualquier otro tipo de prenda presidido por grandes ‘metales’ con iniciales, marcas o anagramas de reconocidas firmas; llamó especialmente mi atención que en metrópolis como Burdeos las mujeres más distinguidas portaban los llamados tote bags o bolsas de tela con frases o eslogan mucho más sociales y reivindicativos que han convertido, sin duda alguna, en el complemento de moda. Y, como muchas otras cosas más, me encantó su asequible propuesta.

Y es que es desde hace algún tiempo me cansa tanto esnobismo; tanta altivez y vanidad completamente fingida y aparentada para justificar pertenecer a una supuesta élite. Esa afectada admiración y pleitesía a las modas y la imitación constante de ciertos iconos para aparentar superioridad o una clase social más alta. Actitudes presuntuosas y presumidas que me resultan tan artificiosas como retorcidas y que, en muchos casos, son más un quiero y no puedo de gente llena de complejos. Hace falta más sencillez y naturalidad para ser verdaderamente auténticos. 

¡Bon voyage!

Jamás digo que no a un viaje. Ni siquiera cuando al ‘Hombre del Renacimiento’ se le ocurrió llevarme a un crucero por el Nilo en mi casi octavo mes de embarazo. Tuvo que ser una empleada de la propia agencia de viajes quien aportase un poco de cordura y cautela proponiendo otras alternativas más seguras y ajustadas a mi avanzado estado de gestación.

No he viajado todo lo que me gustaría –como me imagino que nos ocurre a la mayoría –pero trato de no perder ninguna oportunidad para hacerlo; incluso ahora que lo emprendemos en compañía de dos pequeños aventureros. Supongo que sería mucho más sencillo disfrutar nuestras vacaciones en un cómodo resort o apartamento en la costa; sin embargo, y pese a las contrariedades y enredos de hacerlo en familia, me resulta mucho más gratificante y enriquecedor conocer nuevos ‘mundos’ y sé que a mis hijos, con el tiempo, también les reportará nutridas gracias y favores.

Siempre he pensado que los viajes enriquecen el alma, el pensamiento y, por supuesto, el imaginario personal –y ahora, también, familiar – . Será uno de los autores franceses más publicados y traducidos en el mundo y reconocido como el padre del naturalismo literario, Émile Zola, quien afirme: “Nada desarrolla tanto la inteligencia como viajar”.

Estos días, precisamente, hemos visitado la tierra natal de dicho escritor con una ruta en coche recorriendo algunas localizaciones de la antigua región de Aquitania y la costa francesa. Cuando viajamos solemos intentar permanecer en una estancia el tiempo suficiente para sentirnos familiarizados con sus espacios y rincones, sus gentes y sus costumbres. El centro neurálgico lo establecimos en la bellísima Burdeos y reconozco que abandoné la ciudad con cierta melancolía. Hubiera vivido allí un año entero.

Me cautivó su pulso cosmopolita pero desacelerado; sus exquisitos y cuidados edificios de estilo ‘parisino’ –que le han valido el título de Patrimonio de la Humanidad- y la sobriedad y elegancia de sus decoraciones; sus cuidadísimos y románticos jardines y parques públicos; sus coquetos cafés y el aire bohemio de sus cervecerías; su medida iluminación nocturna lejos de estridencias; el silencio que impera en sus grandes avenidas pese a ser un ir y venir de autóctonos y turistas; la priorización de los viandantes y bicicletas en todo su caso histórico; y ese ‘je ne sais pas’ de su gente que los hace tan distinguidos.

Me pareció una ciudad con un ritmo y un sentir muy europeo de la que me traje algunas ideas, proyectos y cambios que aspiro a implementar en mi vida estos días. Porque uno nunca vuelve de un viaje siendo el mismo que partió.

No sé si viajar nos hará más inteligentes –aunque yo jamás cuestionaría a un dos veces nominado al Premio Nobel, aunque nunca lo recibió-, pero de lo que no tengo duda es de que nos hace mejores, más felices y más humanos.

Más allá del arcoíris

Estos días mi hijo me preguntaba por el sentido del arcoíris que cuelga del balcón principal del Ayuntamiento de nuestro municipio. La verdad es que, aunque trato de explicarle y hablarle de todas aquellas cosas que considero importantes, adaptando siempre el discurso a su edad, creo que hasta ahora no me había detenido en este asunto.  Así, me ha parecido una oportunidad excelente para introducirle en los valores de diversidad, respeto y amor universal.

Le he dicho que esa bandera se ponía para celebrar el Día del Orgullo Gay. Evidentemente, entonces, ha querido indagar en el significado de ese nuevo concepto. He tratado de hacerle entender que una persona homosexual es aquella que se enamora o a quien le gusta alguien de su mismo género. Él sabe, por ejemplo, que hay niños cercanos a nosotros que tienen dos mamás o dos papás. Sin embargo, por su inocencia, no terminaba de comprender por qué se conmemoraba o se dedicaba una jornada a las personas de esta condición.

Le he dicho, entonces, que hasta hace pocos años en muchos países algunas personas no podían decir con libertad a quién amaban o cómo se sentían por dentro. Eran tratadas mal y con injusticia sólo por ser diferentes. Que incluso hoy hay quienes sufren esta incomprensión y son rechazados e insultados. Y que con esta celebración lo que queremos y tratamos es de defender los derechos de todas las personas a querer a quienes ellos decidan. Que es un día para proteger la igualdad y la aceptación de todos y para recordar la importancia del respeto a todos, sean o no sean como tú.

He recordado entonces, también, una campaña que he visto estos días del Orgullo de Oslo que me encantó y que planteaba por qué es importante la visibilidad LGTBIQ+ en situaciones cotidianas. Un vídeo de poco menos de dos minutos, sin diálogos y que cuenta con casi cuatro millones de visualizaciones. En el mismo se reproducen escenas cotidianas: en un taxi, en transporte público, en una entrevista de trabajo… en las que la representación del arcoíris en diversos formatos como una pulsera, por ejemplo, va mucho más allá de un elemento decorativo, supone una declaración de intenciones. Es una sonrisa, un guiño, una mano en el hombro. Significa para muchas personas que hay espacio para ellos y que están a salvo.

Volviendo al sentido del arcoíris que colgaba en el Consistorio, le he insistido a mi hijo que luciendo ese arcoíris estás diciendo a esas personas que pueden sentirse felices y orgullosas de quienes son. Y es que ese arcoíris sigue siendo aún fundamental para proteger la emocionalidad de quienes tienen identidades diferentes a la heterosexual. Seguimos buscando ese lugar más allá del arcoíris –somewhere over the rainbow-, que cantaba Dorothy, con un cielo azul, en el que el amor es y debe ser algo bonito, sin importar a quien se ame.

Un lugar seguro

Desde hace algún tiempo, las imágenes de campos de refugiados se han convertido, desgraciadamente, en algo cotidiano en informativos y periódicos. A diario, medios de comunicación y organizaciones de ayuda, hacen llegar a nuestras casas y a nuestras realidades la extrema crudeza e inclemencia de estos accidentales e improvisados hogares que acogen y amparan a millones de personas en todo el mundo que huyen de la violencia, la guerra y los abusos.

Se estima, según datos oficiales, que hay más de 120 millones de desplazados en todo el mundo que se han visto obligados a abandonar sus países de origen; de los que sólo 40 millones han sido reconocidos como refugiados.

Ayer mismo conmemorábamos el ‘Día Mundial del Refugiado’, que se celebra cada 20 de junio desde 2001, año en el que se cumplía el 50 aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, y no podía evitar preguntarme cómo debe ser la vida en un campo de refugiados.

Pues bien, la vida en un campo de refugiados no puede ser más que dura –durísima -, precaria y desafiante. Una existencia marcada por circunstancias extremas y la incertidumbre más absoluta. Los refugiados se enfrentan al hacinamiento, la escasez de agua potable y saneamiento y el racionamiento de alimentos más básicos mientras sobreviven a merced de las condiciones meteorológicas.

Con frío. Calor. Mojados. Sucios. Sin intimidad. Sin recursos. Dependiendo de ayuda externa. Sin ocupación. Sin oportunidades laborales. Sin educación (en muchos casos). Soportando el dolor de ver a tus hijos nacer y/o crecer en este escenario hostil y adverso, pues el 40% de estos desplazados son menores. Niños y niñas que en muchos casos no conocen o no recuerdan otra realidad más allá del propio campo.

Una realidad que, además, está lejos de ser transitoria ya que, según la  Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, estos pueden pasar una media de 17 años en un campo de refugiados hasta regresar a su país u obtener permiso para establecerse en uno nuevo.

Sin embargo, aunque queda lejos de mi ánimo romantizar estos escenarios, los campos de refugiados son para muchos oprimidos sinónimo de vida y esperanza. Una huida pero, al menos, una huida hacia delante cuando no se puede hacer otra cosa más que correr. Un espacio en el que garantizar un futuro. Un futuro incierto pero real. Su lugar seguro y, seguramente, su salvación.  

Es por eso que es importante que, aprovechando este día, mandemos un mensaje a estos campos de refugiados. Un mensaje en forma de ayuda. Un mensaje que les recuerde que nos preocupamos por ellos. Un mensaje que les transmita, de algún modo, que no los hemos olvidado y que compartimos su fe en un futuro mejor.

En algún lugar de un libro

En nuestro reciente pasear otros escenarios, otros territorios y otras ciudades hemos incorporado una nueva costumbre o rutina familiar que nos sirve como recuerdo y memoria de aquellos viajes. Entre los suvenir que solemos procurarnos en nuestros diferentes destinos se incluyen, desde hace algún tiempo, libros, obras o textos adquiridos en las librerías que siempre visitamos cuando estamos fuera.

Cada uno elige su propio ejemplar. Un cuento, una novela, un ensayo, de bolsillo, gran formato, de coleccionista, con ilustraciones, una guía de viajes, en otro idioma… no hay condición. La única salvedad o requisito es que el mismo lleve estampada la fecha y el sello del establecimiento. Así, con los años esa lectura siempre nos recordará aquel momento y aquel lugar.

Esta práctica es una experiencia que trasciende lo temporal. La disfrutas en el mismo momento en el que estás eligiendo el que será tu recuerdo. La vuelves a saborear cuando, de repente, un día recuperas esa lectura de una estantería, de una torre de libros en tu mesilla o de un préstamo olvidado. Una lectura que te devuelve a aquel feliz pasado. Y, sin duda, sabes que es algo en lo que, en un futuro, te volverás a deleitar.

Aún me retrotraigo a aquella tarde en la ‘librería más antigua del mundo’, en el lisboeta barrio de Chiado, en la que mi hijo eligió un volumen en inglés de ‘Pepa Pig’ y nosotros, como no podía ser de otra manera, algún que otro texto de Pessoa y Saramago. Aún puedo ver a mis dos pequeños sentados en el suelo en mitad de aquel vetusto y precioso lugar lleno de estanterías escogiendo y decidiendo su propio ejemplar.

Hace tan sólo unos días que yo rescaté el que compré en mi último viaje (a Málaga), un ensayo sobre el ‘oficio’ del flâneur, paseante en francés, ‘El arte de leer las cosas’, de Fiona Songel, con el sello de ‘Mapas y compañia’.

Además, sabemos que hacer partícipes a nuestros hijos de este ritual les ayuda en su relación con la literatura. Aunque aún son pequeños, aunque ya disfrutan de los cuentos, está aún por llegar el día en el que entiendan y agradezcan nuestra labor e interés por acercarles a la palabra. Como decía el recientemente fallecido Vargas Llosa: “Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida”.

Esta noche, en la cama y antes de que le venciera el sueño, mi hijo me preguntaba: “Mamá cómo se aprenden las cosas”. Y yo le decía: “Leyendo, hijo, leyendo”.

Y aunque la lectura es, sin duda, conocimiento, ésta es mucho más porque “en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle sentido a la existencia”, Miguel de Cervantes.

Mi tierra

Es propio que uno, cuando canta, le cante a su tierra. Yo, que en ese arte no tengo demasiada destreza, le dedicaré en esta columna unas palabras. Estamos a punto de celebrar el Día de la Región de Murcia y aprovecho para preguntarme qué significa para mí y mi familia ser de esta tierra. En nuestro caso particular, no tenemos familia ni antepasados cercanos más allá de nuestras fronteras y eso, de alguna manera intangible, condiciona y modela -si me permiten la expresión-. Mi hijo mayor dice a veces que él es de Lorquí; otras, por el contrario, manifiesta y argumenta que él es de Caravaca “porque yo salí de mamá que es de allí” –aunque realmente en mi DNI reza que nací en Bullas pero viví allí muy poco tiempo, apenas unos meses- y cuando vamos a la playa o a otros pueblos y parajes y le decimos que seguimos estando en Murcia, se queda con cara pensativa y sin terminar de comprender. Es normal a su edad.

Vivimos en una tierra vetusta y rica, jalonada de parajes y pueblos diversos. Una tierra que, como he señalado en alguna ocasión, ha sido y es madre y madrastra de forma simultánea. Un pueblo con rica herencia islámica y cristiana, con azul de Mediterráneo y sombra de palmera datilera. Una cultura propia y que no es valenciana ni andaluza, como algunos se empeñan en hacernos creer. Murcia es esa tierra que floreció y se fecundó a través de infinitos brazales en una huerta que extasiaba a los viajeros decimonónicos y es, por desgracia, la tierra que derribó gran parte de su memoria y patrimonio en una sinvergonzonería disfrazada de falso progreso. Somos tierra de contrastes, más allá del eslogan, pero no sólo porque podamos recorrer y amar el bastión de Cabo de Palos y el monte Arabí de Yecla en poco más de cien kilómetros. Somos tierra de contrastes también en nuestro carácter. En lo mejor y peor del ser humano que se dan la mano en nosotros.

Si vuelvo al comienzo del artículo y me pregunto qué significa para mí esta Murcia en la que nací hace más de cuarenta años, tengo que responder que significa mucho y que me duelen muchas de las cosas que en ella ocurren, y si me duelen será porque la amo. Como se ama al compañero o al hijo, por encima de sus defectos.

Celebrar el Día de la Región de Murcia creo que debe trascender a lo que cada día hacemos para tomar conciencia. Conciencia de lo que cada uno desempeña, en lo que trabajamos, y en lo que colaboramos para engrandecer a nuestra Región. Sólo entonces podremos crear y amar de verdad esta tierra que nos alumbra. Albañiles, maestros, estudiantes, arquitectos o músicos… trabajemos con pasión por mejorar nuestra cultura, la tierra que nos abriga y nos mima, aunque pueda escocer y arañar por momentos.

Sea entonces éste hoy, desde el Altiplano a Cartagena, desde mi hermoso Noroeste al Valle del Guadalentín, desde el Segura con sus numerosos pueblos bañados a su paso al Mar Menor, un momento de inflexión, para más allá de cantar su belleza, contribuir, desde nuestra modesta responsabilidad, a conservar y mejorar su grandeza.