Otros templos

Esta semana los diarios, y otros medios de comunicación, traían la triste noticia del fallecimiento del escritor y dibujante José Óscar López. Siempre lamento y acuso especialmente la muerte de aquellas personas que hacen más bonito este planeta, de los creadores. Y él, sobre todo, a través de sus palabras hacía más humana la inhumanidad en la que a veces nos toca vivir.

Su poesía era tan real, tan sincera y tan lírica que consolaba, incluso en mitad de la desesperación y el pesimismo que, en ocasiones, también a él le asfixiaba. Se han dicho cosas tremendamente bonitas estos días, como viene siendo habitual cuando alguien nos deja, pero en este caso no tengo duda de que serán todas ciertas. Pues son las personas con una sensibilidad demoledora, como la suya, las que guardan -dentro de sí -un mejor corazón.

En medio de toda esta lectura de obituarios y despedidas, descubrí un bonito poema -póstumo -sobre las Bibliotecas. “Nuestro templo no era exactamente un templo”, inicia. ¡Cómo podría expresar mejor, cualquier amante de la literatura, lo que significa este espacio! No se puede definir con más ternura y devoción hacia el contenido y el continente.


En ese mismo instante, sentí la imperiosa necesidad de visitar aquel ‘santuario’ del que las urgencias y premuras cotidianas me tenían alejada desde hacía demasiado tiempo. Así, con mis dos pequeños y ‘El Hombre del Renacimiento’, que me acompaña en ese fervor por los libros, acudimos a la Biblioteca Municipal de nuestro pueblo para cumplir con los preceptos de nuestra fe.

Allí nos refugiamos durante unos minutos, no sé si llegó a una hora, ajenos a las cosas sin hacer y a las banalidades de los días. Ojeando libros con los niños y eligiendo los que nos acompañarán a la cama para conciliar el sueño, tratando de desprendernos de la pátina de la cotidianidad para alcanzar otros mundos y otros seres, otras creaciones y otras criaturas.


Curiosamente estos días vivimos fascinados en casa el despertar de Julia -mi hija pequeña -a la literatura. Con tan sólo un año arrastra mientras gatea los cuentos de cartón que ha heredado de su hermano hasta encontrarnos para que se los leamos. Confieso que no me puede hacer más ilusión esta afición.


Así, trataré de seguir honrado a los ‘profetas’ y ‘mártires’ de esta religión transmitiendo su legado y su fe; porque “si hay un sitio que te lleva a mil lugares,
a todos los sitios imaginables,
allí, allí reside nuestro templo.
La Biblioteca Pública”.

Quererte

Escuchando, curiosamente, una canción de Lucinda Williams, la compositora e interprete de música rock y folk estadounidense que ha revelado en varias de sus declaraciones y en muchas de sus canciones que la vida no ha sido fácil, me dispongo a escribir algunas palabras con las que pretendo evidenciar -aunque es hecho probado -la necesidad de continuar conmemorando cada 8 de marzo para dar luz a tantas sombras.

La escuché por primera vez en Cartagena en el marco del excelentísimo festival de ‘La Mar de Músicas’ y supe a simple vista, como ocurre con los flechazos, que su música me acompañaría toda la vida. La fuerza de su voz y de su presencia surge paradójicamente de su desgarro personal y vital. Como ha ocurrido con tantas otras mujeres en la historia y aún hoy sigue ocurriendo. Mujeres que sacan fuerza de flaqueza.

No será casual, tampoco, que hace tan sólo una semana Netflix haya lanzado el documental ‘No estás sola: La lucha contra la manada” que recoge algunas de las más brutales agresiones contra mujeres: la violación grupal en Pamplona y el asesinato de Nagore Laffage, ocurridas durante San Fermín. Ambos procesos, también, con cierta parte de la opinión pública tratando de criminalizar a las víctimas.

Y es que en una sociedad machista, todavía hoy, se esperan ciertos comportamientos previos y posteriores de las mismas. Con un perfil bastante estereotipado de las sufrientes. Así, se las ha juzgado por estar de fiesta, borrachas, por andar solas, por besar a un chico o subir con él a su casa, como si esto fuese delito, mientras que sus verdugos han recibido eximentes en sus condenas – en un caso siendo condenado por homicidio en vez de asesinato o abuso sexual en lugar de agresión, aunque en este último caso el Tribunal Superior de Justicia impuso cordura y criterio -.

Pero esto no es extraño, cuántas de nosotras no hemos sentido alguna vez cierta culpa y responsabilidad frente a algún tipo de agresión machista. Cuánto se nos habrá señalado para haber normalizado esas percepciones.

Sin embargo, las cosas están cambiando. La manada, ahora, somos nosotras y, por fin, unas estamos saliendo en defensa de las otras. Porque todas hemos sido víctimas. Porque estamos cansadas de reproches. Porque ahora nos queremos lo suficiente para no dejar que nos criminalicen. Porque para ser creídas y, mas aún, respetadas no necesitamos una conducta intachable.

Porque todas nos merecemos ser libres. Porque como canta Williams en ‘Born to be loved’: “No naciste para que abusaran de ti, para perder, para sufrir, para nada. Naciste para que te quieran”, o mejor aún: para quererte.

La sociedad de la nieve

Doce ‘Goyas’, ni más ni menos, le han hecho falta a Bayona para que me decidiese, finalmente, a ver su película. ‘La sociedad de la nieve’ se convertía así, hace unos días, en la tercera película más galardonada por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas; después de ‘Mar Adentro’ y ‘¡Ay, Carmela!’. Hazaña que no le es del todo ajena al director, pues con ‘Un monstruo viene a verme’ consiguió hasta nueve. Y es que, incluso con su nominación a los Óscar, me he resistido todo este tiempo a revivir el drama.

Desde hace un tiempo, y creo que en gran parte a consecuencia de nuestra paternidad, venimos rechazando la exposición a contenido, sobre todo audiovisual, trágico, virulento o sustancialmente doloroso, ya que nuestra tolerancia a este tipo de imágenes e historias se ha visto drásticamente reducida. Ahora, nos hacen más daño, nos perturban más y afectan a nuestro ánimo. Además, ya habíamos visto ‘Viven’ (1993) y conocíamos de sobra la historia.

Sin embargo, el éxito logrado en la última edición de los premios de la Academia de Cine y, por supuesto, la trayectoria de su director acabaron por convencernos. Bueno, realmente yo tuve que convencer al ‘Hombre del Renacimiento’ que aún así se resistía a “sufrir por placer”. Y; aunque he de reconocer que pasamos toda una noche sin dormir, consternados; sin duda, mereció la pena.

Y es que mientras ‘Viven’ se fundamenta en la acción y la aventura más física y visual de los 16 supervivientes del accidente de avión en los Andes de 1972, el largometraje del cineasta español hace un trabajo de introspección con cada intérprete, mostrando un drama más emocional y psicológico; apartándose de fórmulas y estilos Hollywoodienses y acercándose mucho más al ‘savoir faire’ español que a mí me gusta. Ese en el que tanto se trabajan los personajes, sus complejidades y su evolución.

Es un ‘film’ muy duro, pero no en su definición más gráfica ya que resuelve las escenas con una elegancia que le sale natural, sin violencia ni imágenes desagradables; pero sí lo es emocional y, hasta, éticamente.

El título, recogido de un libro homónimo escrito por Pablo Vierci, no pudo estar mejor escogido y es que representa la necesidad de la comunidad para sobrevivir. Esa forma de entender que la supervivencia de uno es la supervivencia de todos. Ese sentido tan primitivo y antropológico de sociedad del que, quizás, tan faltos estamos ahora. Cargada de simbolismos y alusiones bíblicas, lanza un mensaje casi evangelizador.

Poderosa hija mía

Recogida en mis brazos, como en cada una de tus 365 noches de vida y en prácticamente cada uno de tus sueños, llegas al año, mi pequeña Julia. Ha sido un tiempo de intenso aprendizaje. Y es que aun siendo tú la segunda yo he sido primeriza en tanto.


Te di a luz de forma completamente natural sintiendo, por primera vez, como me rompía yo para recibirte. Me enamoré de ti en aquellos largos días de hospital, entre llantos (míos) y destellos fluorescentes; para volverme a romper, un poco más tarde, esta vez por dentro. Me superó el amor y la intensidad de tu apego. No éramos dos, fuimos una sola durante mucho tiempo. Y quedé un tanto perdida en aquella nueva definición mi ser, de mi cuerpo.


Pero también viniste a recomponerme. A remendarme más segura, más valiente y más fuerte. Me enseñaste a parar, para descubrir el verdadero sentido del tiempo; para entender la productividad del sosiego y la quietud. Para dar valor al silencio.


Silencio que duró poco y llenaste con tus risas y silabeos.


Julia eres algarabía, enredo y estruendo. Alegría y dulzura, al mismo tiempo. Con esa peculiar forma de sonreír con toda la cara; entornando tus ojos, abriendo la boca grande y con las bonitas muecas que se forman en tus mejillas: tus hoyuelos.


Con la personalidad y el carácter que imprimes a cada uno de tus gestos has tomado posiciones en un frente que creímos tan cerrado y que, paradójicamente, ahora parece que nunca estuvo, sin ti, completo.


Con esa chispa que tienen tus ojos, encendidos y admirados; porque así afrontas la vida, con sorpresa y asombro. Y así has ido creciendo, sin querer cerrarlos demasiado tiempo por miedo a perderte algo. Tus párpados, beligerantes y vigías, bajan la guardia sólo en mi regazo cuando de soslayo me divisas al mamar y te dejas vencer por el sueño.


Y, aunque tu ímpetu y ardor me resulte -a ratitos – agotador e imprudente, aunque me admire a la par que asuste, te quiero así: amante de la intensidad, ‘disfrutona’ y rebelde. Quiero seguir viéndote bailar, ajena a los límites que nadie quiera imponerte y a los miedos que algún día tratarán de frenarte. Poderosa, hija mía.

¡Feliz primer cumpleaños!

Hijo, tienes un email

Son muchas las ocasiones en las que siento verdadero pudor al escribir sobre mí en estas líneas. Sin duda no son trascendentales ni noticiables asuntos tales como el escritor que ando leyendo, la última exposición que hemos visitado en familia o cualquier otra de las muchas anécdotas que relato sobre mis hijos. Esto me ha llevado a replantearme la continuidad de esta columna casi cada semana cuando me siento a decidir sobre lo que voy escribir. Sin embargo, y siendo curiosamente algo que me produce más vergüenza aún, la mantengo por las aportaciones y observaciones que algunos de vosotros habéis hecho a mi vida a raíz de esto. Por la complicidad alcanzada. Por esa empatía tan real que he recibido al exponerme, al compartir algunas situaciones y emociones tan privadas.

Por ejemplo, hace unos meses, cuando hablaba de que estaba dejando a mis hijos ‘unas memorias’ en las que les anotaba detalles de nuestras vidas, cosas muy cotidianas, que algún día serán su pasado y a mí, por ese entonces, me costará recordarlas; una mamá del cole me comentaba que ella también estaba construyendo esas ‘crónicas’ a su manera. Manera que también he decidido copiar para completar esos recuerdos.

Así, hoy les he creado a mis hijos una cuenta correo electrónico con sus nombres. Dirección a la que podré ir enviando periódicamente emails con una imagen acompañada de un breve relato sobre ese instante. Para estrenarlas les he adjuntado unas fotografías en familia que nos hicimos hace unos días en ‘Las Fuentes del Marqués’, un paraje de Caravaca, y les he explicado, entre otras cosas, como solía yo pasear por allí con mis padres como en ese instante lo hacíamos nosotros.

Les he contado, también, detalles de ese día como que mi hijo se negaba a volver a casa sin un palo gigante –me sacaba casi un cabeza- con el que había estado jugando, o como mi pequeña tomaba pecho acurrucada en mis brazos junto a un banco en la orilla del agua mientras los chicos andaban de expedición a ver lo que encontraban.

Supongo (y espero) que, para ellos, sea maravilloso descubrir algún día todas estas ‘cartas’ sobre su infancia. Ahora, mi dilema es cuál sería la edad más adecuada para entregarles por fin las claves de estas cuentas, que habré mantenido y alimentado en el tiempo, para que puedan encontrarse y revivir todos estos recuerdos cuidadosamente almacenados y custodiados.

Una caja de recuerdos

Hay una película británica de Richard Curtis, uno de los grandes directores de comedia contemporánea conocido por títulos como ‘Love Actually’, ‘Cuatro bodas y un funeral’ o ‘Notting Hill’, que sin duda es una de mis favoritas del género. ‘About time’- o ‘Una cuestión de tiempo’ como se tradujo al español- además de una banda sonora interesante con temas que van desde ‘Il Mondo’, de Jimmy Fontana, a ‘Into my arms’ de Nick Cave, pasando por ‘Back to black’ de Amy Winehouse’ o ‘Friday I´m in love’ de ‘The Cure’; cuenta con un reparto de excepción, con Domhall Gleeson, Rachel McAdmas y Bill Nighy, entre otros, y un entretenido y amable argumento que, en realidad, es mucho más trascendental de lo que aparenta.

La cinta, que en 2013 se llevó el Premio del Público en el Festival de San Sebastián, relata la capacidad del protagonista para viajar en el tiempo, siempre hacia atrás, con el fin de enmendar errores de su pasado. Cualidad que aprovecha, también, para recuperar las partidas de pin pon entre conversaciones con su padre fallecido.

Si hubiera de elegir un don, yo también querría poder volver, de algún modo, en el tiempo. No porque piense que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino con la única pretensión de rescatar y revivir algunos de los momentos que, irremediablemente, he perdido para siempre; y que permanecen vivos en tanto en cuanto mi memoria aún los tiene presentes pero que algún día desaparecerán para siempre.

Reconozco que la memoria, o más bien la pérdida de ésta –entendida más allá de la capacidad para rememorar algo –es uno de mis temas recurrentes. Sin duda, me angustia el olvido. Me angustia olvidar y, también, que algún día me olviden. No desde un punto de vista vanidoso, más bien me entristece que nadie recuerde ya lo maravilloso vivido y compartido.

Y no hablo de grandes obras. Hablo de los despertares de mis hijos acurrucados en mis brazos. Hablo de las ocurrencias de mi pequeño en nuestras conversaciones de pijama y cama. Hablo de sus risas cómplices mientras juegan. Eso es lo que no quiero que jamás se pierda.

Será por eso que este año, he pedido a sus Majestades Los Reyes Magos que dejen para mis hijos una bonita caja de recuerdos. Un paquete con más de 300 instantáneas cotidianas que iré completando con los años. Momentos de nuestro pasado congelados en fotografías a las que, de algún modo, puedan siempre volver y regresar.

Im-perfectas

Esta semana mi hermana bromeaba con la idea de que cada vez se parece más a mi madre. Sustentaba su afirmación, concretamente, en dos variables: cada vez le apetecía menos socializar, a la par que crecía su fijación, deseo o interés hacia los ‘acolchados’; esa prenda de abrigo, a priori, tan poco favorecedora. Al menos, según mi gusto y criterio.

El caso es que, aún pareciendo exagerada, dicha afirmación tiene algo de verdad. No se trata de que los años nos hayan vuelto más hurañas ni estúpidas o menos estilosas, es simplemente cansancio. Sí. Así. Tal y como suena. Las mujeres de mi generación vivimos cansadas y aún así funcionamos, en muchos casos, por inercia, pese incluso a pasar malas noches.

Queremos, defendemos y promoveos un estilo de vida ’slow life’ en el que deleitarse y regocijarse de las cosas pequeñas, de cada momento; sin embargo, la realidad es que nuestra existencia es otra bastante diferente. El grado de auto exigencia en el que nos hemos situado nos aboca a un constante estado de ansiedad, insatisfacción y agotamiento.

Queremos vivir días lentos, pero no lo logramos. Siempre hay cosas que hacer, algo que recoger, que ordenar, informes que enviar, emails o mensajes que contestar, cosas que limpiar, ropa que lavar, amigas que ver, visitas que hacer, compras que hacer… y con todos esos ‘deberes’ centrifugando tu cabeza es difícil descansar.

Desde las obligaciones laborales, en las que luchamos por no bajar ni un ápice nuestro rendimiento después de haber sido madres, al mantenimiento de un hogar bonito y en orden, pasando por los compromisos maritales y familiares vivimos en un permanente esfuerzo, tratando de mostrar y demostrarnos que podemos con todo.

No sé cuándo ni quién nos hizo asumir como bueno ese rol de súper mujeres que nos provoca tanto desgaste. La perfección es fatigosa y, lamentablemente, inalcanzable con la cantidad de encargos y tareas que abarcamos.

De este modo, nuestras aspiraciones, a veces, como comentaba mi hermana se reducen a un poco de descanso físico y mental sin necesidad, si quiera, por mantener una conversación. Un poco de silencio y soledad, sin más. Y en cuanto al ‘acolchado’ –aunque a eso yo me resisto aún un poco más -, la búsqueda de la comodidad.

Nos hemos reivindicado como iguales, como capaces, como independientes, como fuertes y valientes, y hemos demostrado que lo somos.  No necesitamos vivir en esa reivindicación constantemente. Es el momento de recuperarnos, querernos, aceptarnos y reivindicarnos, también, como imperfectas, como maravillosamente im-perfectas.

Inmortal

Mi padre habría cumplido 71 años este pasado 30 de noviembre. Sin embargo, hace ya más de ocho años que nos dejó. Es curioso como el tiempo disipa la mayoría de los recuerdos, mientras la memoria lucha y se esfuerza por continuar manteniendo otros muy presentes. Desconozco qué mecanismos y reglas intervienen en la selección, arbitraria o no, de lo que retenemos y lo que olvidamos, pero estoy segura de que debe haber una explicación.

De él tengo muy presente su sonrisa de medio lado mientras entornaba los ojos, un jersey de ‘cashmere’ color beige y especialmente gustoso que solía vestir los fines de semana y al que nos gustaba abrazarnos, su afición a la prensa deportiva o la aversión que tenía a las corbatas, entre otras cosas. Y, aunque no ha pasado demasiado tiempo, también soy consciente de que lamentablemente he olvidado o desdibujado muchos otros rasgos de su personalidad.

Ahora que tengo hijos, muchas veces me sorprendo preguntándome si se acordarán de las experiencias que hoy yo estoy construyendo para ellos y sobre qué es lo que guardarán en sus recuerdos de la persona que un día fue su madre.

Así hago mis conjeturas sobre si me pensarán como una mujer risueña que se maquillaba en cuanto ponía un pie fuera de la cama y empleaba labial carmín, que siempre calzaba tacones y usaba gafas de sol. O si les llamará más la atención mi colección de libros y los cientos de artículos que con los años coleccioné.  Si recordarán que me gustaba viajar y los idiomas o que, incluso, era capaz de bailar salsa.

También fantaseo con que me evocarán sentada a la mesa de mi despacho trabajado o estudiando mientras los contemplo dormidos.

Pero, sin duda, lo que de verdad espero es que perpetúen mis abrazos en la cama compartida –según el momento por los cuatro -al acabar el día mientras los arropo, y mis besos de buenos días al despertarse. Mis ‘pásalo bien en el cole’ de cada mañana. Mis noches en vela cuando caían enfermos y mis madrugadas envolviendo regalos por cumpleaños o navidades. Quiero que nunca olviden como les quiso su madre.

De este modo, y aunque yo un día no esté, quedaré inmortalizada en sus recuerdos. Esos mismos recuerdos que pelearán contra el tiempo para que yo siga siendo. Porque como dice la escritora y novelista canadiense Margaret Atwood (84 años): “Al final, todos nos convertiremos en historias”. Y yo quiero ser la bonita historia o anécdota que algún día cuenten mis ‘pequeños’.

La vida secreta de los objetos

 Los que me leen de forma  más o menos habitual conocen mi amor por los objetos. No sólo por ropa, zapatos y complementos, sino también por determinadas piezas- diversas en procedencias y estilos- que me gusta tener en casa y valorar. Este “amor de coleccionista” es algo que comparto con el Hombre del Renacimiento y que él, además, ha incrementado. Nuestra casa adquiere por momentos tintes de museo o, quizás, mejor dicho, se acerca a esos gabinetes de curiosidades que ya he mencionado en algún que otro artículo.

Nos gusta rodearnos de piezas singulares, con valor o sin valor artístico, y que, en ocasiones, encierran historias que podrían dar para cuentos o novelas. No se trata de algo buscado o forzado y, sin embargo, es como si al ir amueblando la peculiar casa que habitamos estos objetos hubieran estado pensados para estar ahí desde siempre, ocupando su lugar desde la tribuna del tiempo.

Todo esto viene al hilo de una lámpara que hace unos meses colocamos en la escalera de casa. Hemos tenido durante varios años una triste bombilla colgada en su lugar, no acertábamos a saber qué tipo de lámpara queríamos colocar, y, como muchas veces ocurre en la vida, ésta salió a nuestro paso: rota, incompleta y negra, pero ahí estaba. Se trata de un pieza especial, creada en los albores del siglo XX en la trepidante Barcelona modernista. Un testigo mudo de la fascinante y burguesa “belle époque”. Las lámparas fueron especialmente sensibles a los diseños del modernismo y, simbólicamente, aportaban con su luz un nuevo gusto al vivir.  La pieza, realizada en latón dorado, mezcla como principales motivos las rosas y los dragones, colgando del canasto setenta gotas de vidrio de Murano que cierran la composición. Su restauración ocupó buena parte de las noches de verano del Hombre del Renacimiento  y su colocación supuso un momento feliz, cómplice. De su historia anterior poco conocemos. Pero, sin lugar a dudas, también debió alumbrar el juego de niños que, como ahora los míos, crearon mundos propios bajo su luz. Bajo su bóveda tuvo que presenciar dichas y tristezas, ausencias y encuentros.

De alguna manera, amo los objetos porque ellos cuentan su verdad, su historia silenciosa y que, en la mayoría de ocasiones, pasa inadvertida. Sobreviven en el tiempo a nuestra propia existencia y enlazan con un futuro que desconocemos. Un lámpara de rosas y dragones en esta ocasión para presidir, al fin, nuestra escalera y celebrar así, cada día, la belleza y el milagro de la vida.

El espacio que habitamos

Cada casa, cada hogar, tiene sus peculiaridades. Una serie de normas, reglas y rutinas no escritas que las hacen únicas, insólitas y originales. En la mayoría de los casos, estas pautas hablan de aquellos que las habitan. Hablan de sus pasiones, sus miedos, sus gozos y sus anhelos. De quiénes y para qué son.

Será por eso, quizás, que no me interesan las casas que te devuelven eco. Las casas vacías, frías, vulgares e indeterminadas. Me gusta advertir y sentir el temperamento, el temple y el genio de sus moradores en las mismas. No me gustan los espacios aburridos e impersonales.

Hace unas dos semanas, alguien me comentaba que iniciaban el proyecto de lo que sería su futuro hogar. Para ello, los arquitectos le hicieron un curioso encargo: que escribiera algo así como una carta de deseos; aquello que es importante y obligado y que, sin duda, lo convertirá precisamente en el suyo. Me pareció un ejercicio interesante.

Esa idea me dio bastante que pensar y me remitió al mío; al lugar que hemos levantado tomando una vieja casa familiar de principios de siglo XX. Quizás, cuando nosotros iniciamos esta tarea no fuimos tan conscientes de aquello en lo que se convertiría, pero sí teníamos también unos principios irrenunciables.

Sin duda, la comodidad y la calidez de los espacios eran una máxima, pero no lo era menos la estética; pues ambos –tanto el ‘Hombre del Renacimiento’ como yo –confiamos en la utilidad de lo ‘inútil’, de lo bello.

Hoy, aún en proceso de reconstrucción, sé que esta casa habla. Cuenta a quien la visita lo que aquí vivimos a diario; pero también habla de lo excepcional, de lo que ocurre sólo de vez en cuando. Habla a través de estancias abiertas, iluminadas. Espacios y lugares donde lo moderno se mezcla con lo vetusto. De habitaciones pensadas para leer, para compartir. De zonas abiertas con rumor de agua. Habla de familia y juego con alfombras en el suelo. Habla de la riqueza de los encuentros.

Esta cueva azul de bóvedas en racimo y suelos estrellados es hoy, después de mucho esfuerzo, el espacio que habitamos.