Cartago Nova

En artículos anteriores he aludido, en más de una ocasión, a la mítica ciudad de Cartagena. Un lugar en el que viví y trabajé y al que siempre, sin duda, me hace feliz volver. Un escenario en el que crecí como persona y profesional, en el que hice grandes amigos y al que reservaré siempre un espacio entre mis mejores recuerdos.

Cartagena, me atrevo a decir, es una de las ciudades europeas que mejor ha sabido reinterpretarse, quererse y volver a maravillar con su historia y patrimonio. Su mítica fundación por Asdrúbal y su posterior conquista romana son argumentos casi infinitos no sólo para los historiadores, sino para novelistas y cineastas.

Hace unos días regresé a la ciudad, como suelo hacer periódicamente aunque menos de lo que me gustaría, y, también, a  uno de los lugares más fascinantes y puede que menos conocidos de su rico patrimonio: El centro de interpretación de la muralla púnica. Este lugar, eclipsado por el monumental Teatro Romano y por el maravilloso edificio modernista del Ayuntamiento, bien merece de nuestro tiempo y visita. Se trata, en gran medida, del origen arqueológico de la ciudad. Esas murallas que hicieron temblar a Roma son testigos silenciosos del inexorable y mordaz tiempo. Pero también de las sorpresas y azares que la vida depara más allá de nuestra propia existencia.

El espacio arquitectónico que se creó, a finales del siglo XX, para albergar el conjunto es magnífico, uno de esos ejemplos donde modernidad y conservación dialogan con elegancia. Algo no siempre habitual  en las intervenciones patrimoniales y que tiene por costumbre analizar mi ‘Hombre del Renacimiento’ allá dónde vamos. Comparto su opinión de que en muchas ocasiones son agresivas y poco respetuosas, visualmente hablando, diferentes intervenciones en lugares centenarios o milenarios. Afortunadamente, en este espacio, la arquitectura contemporánea es interesantísima y no molesta sino que refuerza el enclave monumental.

El broche lo pone la cripta barroca que se levantó junto a la muralla. Una capilla elíptica subterránea alberga unas tumbas donde “La Muerte” danzaba sobre el revoco de las paredes a modo de ilusión óptica. Y digo danzaba porque en la última década el alto índice de humedad ha hecho que casi estén desaparecidas. Un ejemplo singular el que alberga este enclave de esas «danzas macabras» poco frecuentes por nuestras latitudes, siendo más propias de países centroeuropeos.

Recorrer este yacimiento, en soledad o en familia, es algo que les recomiendo  encarecidamente para después, asomados a ese mar que custodia la ciudad- más azul si cabe en este mes de Julio – respirar todos los aromas que nos ofrece está ciudad, esta Cartagena siempre nueva que enamora.

Enajenación -no- transitoria o la locura madre

Tras varias recomendaciones, por fin, me decidí a hacerme con un ejemplar de La historia de los vertebrados. Un libro de la filóloga, editora y escritora –y desde hace algún tiempo, también política en el Congreso –Mar García Puig. Hasta el momento, había ojeado algún artículo suyo y siempre me pareció que tenía una bonita forma de narrar, de contar historias. Con un estilo fresco y rápido, pero no por ello falto de profundidad y contenido.

«El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí». Así comienza esta especie de ensayo autobiográfico que narra la conversión simultánea de la autora en madre de dos bebés prematuros y diputada. Y, claro, después de haber pasado por este proceso en dos ocasiones –el de alumbrar- y sentir algo muy similar, no pude más que tenerlo, desde aquel momento, como libro de cabecera en mi mesita.

Confieso que aún no lo he terminado, pues voy leyendo sus cortas entradas cuando las circunstancias, que son adversas, me lo permiten. Sin embargo, me parece un relato honesto y crudo de lo que muchas experimentamos con esta transformación. Lejos de romanticismos e idealizaciones.

«Yo había dado a luz a un nuevo mundo, porque aquel en el que mis hijos no existían había desaparecido». Esta afirmación no pudo parecerme más real y, a la par, despiadada. Pues con la maternidad surge, también, un nuevo escenario, a veces, desfavorable y hostil para el que, sin duda, la mayoría no estamos preparadas.

Más allá de lo fascinante y maravilloso de ser madre, aparecen otros efectos y secuelas que, en muchos casos, nos acompañarán siempre.

En mi caso, como le ocurrió a la autora, fue el miedo. El pánico fue protagonista en mis dos partos. En ambos casos no por mi integridad física, sino por el estado de los bebés. Sucumbí a una situación muy similar a una enajenación transitoria en la que ni siquiera mis más allegados me reconocerían.

Desde entonces, padezco, de algún modo, las secuelas de aquella demencia irracional que, con el tiempo, se ha ido mitigando. Pudiendo exclamar ahora, después de sanar muchas cosas: ¡Bendita locura! 

Unos pendientes sicilianos

Creo que ya he expresado en más de una ocasión mi inclinación y apego a las cosas, a los objetos. A las cosas como narradoras de historias. A las cosas como recuerdos de otros tiempos, otros viajes y otras gentes. Especialmente si son memorias felices.


Que la historia, también, se cuenta a través de los objetos debe ser uno de los principios básicos de la museología. Y, sin duda, en literatura es un fantástico recurso convertirlos en el hilo conductor de la trama. Los objetos como espectadores del tiempo. Una práctica que se convierte, incluso, en seña de identidad de ciertos escritores y novelistas. Sea el caso del argentino Manuel Múgica Láinez con epílogos enteros dedicados a la vida de una pieza. Como el libro ‘El Escarabajo’ en el que el narrador es este insecto de lapislázuli, propiedad de la reina egipcia Nefertari, con cuyas peripecias recorremos más de tres mil años de historia, desde el Egipto de Ramsés II hasta nuestros días. En muchas otras de sus novelas también encontramos este tipo de protagonismo de los objetos.


Yo, desde hace algún tiempo, vengo adquiriendo, guardando y coleccionando algunos objetos que tienen un significado especial para mí. Hábito que comparto también con ‘El Hombre del Renacimiento’. Tanto es así que nuestra casa, de algún modo, resulta ser una especie de ‘Cuarto de Maravillas’, bastante más modesto que los de antaño, en el que se pueden encontrar desde tallas africanas o barro bereber a antiguas conchas y fósiles, encajes y puntillas del siglo pasado o lámparas art déco rescatadas de antiguos caserones.


‘Gabinetes de curiosidades’ privados que lo son especialmente para nuestros pequeños que, afortunadamente, muestran interés por todo aquello que les rodea preguntándonos por la procedencia y el origen de muchos de estos objetos.


Todo esto venía hoy a mi cabeza al ponerme un par de pendientes de cerámica siciliana que compré en mi viaje a la isla hace ya unos cuantos años con un grupo de periodistas y fotógrafos cartageneros. Pendientes que algún día serán de mis hijos y que más allá del valor material que tienen, que no es mucho, sí lo tendrán como recuerdo, pues a través de este y otros objetos personales podrán saber más de quién fue y qué hizo su madre.


De este modo, con los años podrán seguir, de alguna forma, jugando: tratando de juntar objetos como piezas de un rompecabezas que compone y descifra, ni más ni menos, que nuestra historia, la historia de nuestra familia.

Una cocina por cuartel

Pese a no gustarle guisar, mi madre siempre pasaba la mayor parte de su tiempo en la cocina preparando el menú familiar. Y lo hacía meritoriamente. Con recetas y fórmulas únicas que quedarán siempre en nuestra memoria. Sabores que incluso puedo paladear sólo con su evocación. En casa siempre se olía a comida, siempre se olía bien.


Es por esto, que la mayoría de las cosas que ocurrían a lo largo del día, ocurrían allí. Allí comíamos, pese a su reducido espacio; allí manteníamos las conversaciones más trascendentales y las de menor importancia; allí jugábamos y hasta hacíamos los deberes en un improvisado escritorio cada una (mi hermana y yo) en un taburete. Eso sí, allí nunca entró una televisión. La cocina, como en muchos otros hogares, fue siempre el centro neurálgico de nuestra casa en mi infancia. El espacio que ocupaba, habitaba y llenaba la ‘gerente’ de la familia. 


También mi abuela, que jamás disfrutó demasiado con las tareas culinarias, hizo de esta estancia su bastión. En ella zurcía, remendaba y hasta cortaba los patrones de las ropas y piezas que cosía para vecinas y conocidas hasta bien entrada en años, mientras se hacía cargo de nosotras cuando mi madre trabajaba. 


Será por eso que siempre soñé con un espacio que hiciera las veces de ‘ese cuartel general’ para mi propia familia y casa. Añoraba esa actividad, esas reuniones, ese todos juntos y revueltos; pero deseaba un contexto más grande, abierto y luminoso del que mis propios hijos algún día tuviesen el mismo recuerdo.


Hoy, repasado antiguos vídeos y fotografías, me encuentro con maravillosas escenas en un diminuto apartamento que ocupábamos cuando nació mi hijo pequeño. Baños improvisados en el fregador, desayunos de cumpleaños, espacio de juego, bailes y canciones y hasta forzado y espontáneo gimnasio durante el confinamiento. Con los biberones secando en la encimera y el tendedero de ropa secándose siempre en medio.


Con el tiempo tuvimos esa estancia diáfana y con luz que anhelábamos en la que mis hijos -ahora son dos – también pasan la mayor parte de su tiempo jugando al escondite, haciendo procesiones con muñecos e incluso compitiendo en bicicleta, mientras hay quien les prepara el desayuno, la comida o la cena y que, a veces, incluso utilizamos de despacho u oficina. Ese espacio en el que están cuidados y atendidos. Ese espacio seguro en el que todo discurre y transcurre.


Haciendo memoria me descubro, así, que lo importante nunca fueron los metros, sino la felicidad de lo vivido ungida por familiares sabores y olores.

Cambiar una vida

Cada vez están más extendidos y son más demandados algunos métodos alternativos en la educación de nuestros hijos. Pedagogías, en su mayoría, que ponen el foco en el sujeto, en el niño, renovando y superando la idea del desarrollo colectivo, vinculado a la enseñanza más tradicional, por el impulso o crecimiento individual.

Todos, seguro, hemos oído hablar de alguno de estos métodos y pedagogías. Desde el ideado por María Montessori a principios del siglo XX, tras su experiencia enseñando a niños que tenían ciertas dificultades, y que insiste en el aprendizaje espontáneo y natural de los pequeños; y otros similares como el promovido por el psicólogo suizo Rudolf Steiner, el método Waldorf, que centra una parte importante de la educación en el trabajo en equipo y la cooperación, o la corriente ‘Reggio Emilia’ en la que el estudiante es el protagonista y el profesor actúa únicamente como guía. Pasando por otras metodologías más concretas o específicas como Doman, para mejorar e inculcar el hábito de la lectura; Kumon, basada en las habilidades lectoras y matemáticas; o Pikler, que relaciona la enseñanza al vínculo afectivo de los niños con su entorno.

Hoy son muchos los centros educativos privados que apuestan ya por este tipo de sistemas pedagógicos. Incluso la mayoría de
instituciones educativas públicas ponen, a diario, en práctica técnicas de aprendizaje propias de estas metodologías, estando integradas en muchos de los procesos de cualquier centro.

Y, aunque no tengo duda de que los sistemas y pedagogías son muy importantes en la educación de nuestros pequeños, trato de que esto no me quite el sueño más de lo necesario porque de lo que estoy totalmente convencida es de que lo es más aún (importante) la vocación, la habilidad y el talento de los maestros y profesores.

Con mis hijos puedo alegrarme de haber tenido, hasta el momento, muchísimas suerte porque, aunque su trayectoria educativa es aún muy breve, han coincidido con maestras y educadoras que han sabido darles siempre aquello que realmente necesitaban. Entendiendo sus tiempos, inspirándolos y animándolos, ofreciéndoles la seguridad que demandaban y, por supuesto, el cariño que precisaban.

Y es que más allá de técnicas, sistemas y métodos está la dedicación, el entusiasmo, le empatía y el empeño de los docentes. Decía el escritor y filósofo italiano, que fue premio Princesa de Asturias de la Comunicación y Humanidades, Nunccio Ordine que “sólo los buenos profesores pueden cambiar la vida de un estudiante”.

La importancia de las fuentes

Se viene hablando desde hace algún tiempo de la ausencia o escasez de referentes para nuestros adolescentes y jóvenes que, hoy día, se miran o comparan sólo con estrellas de Youtube o reyes del reggaetón. Sus cortes del pelo, sus tatuajes, los estilismos y hasta las aficiones tiene el sello inconfundible de los actuales mitos juveniles. Sin embargo, creo que el problema no es la inexistencia de estos, sino la dificultad de acceso a los mismos. Así, una visión un poco más honda y penetrante permite seguir encontrando, incluso en los medios de comunicación de masas, esos modelos o paradigmas que pueden resultar tremendamente motivadores para una generación ansiosa, inquieta y efervescente.

Esta misma semana leía en este diario regional la noticia del fallecimiento de la autora Alice Munro, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2013, a los 92 años. Dudo mucho que ese mismo recorte haya llegado a las manos o dispositivos móviles de ningún adolescente. Si hubiese sido así, podría haber aprendido que estuvo considerada como la ‘Chejov canadiense’ por la profundidad psicológica y social de sus personajes.; aunque, también dudo que alguno supiese quién era el dramaturgo ruso, y que se le consideró “la maestra del cuento contemporáneo”, por ejemplo.

Curiosamente, también, en las instalaciones municipales en las que trabajo a diario cuelga una exposición de fotografías ‘Las mujeres de ayer y referentes de hoy’ con los rostros y logros de auténticas leyendas en diferentes materias, desde la pintora y dibujante Delhy Tejero, a la diseñadora Coco Chanel o la fotógrafa Ouka Leele, pasando por las profesionales STERM como Marie Curie, Margarita Salas, Rosalind Franklin o María Blasco.

Más allá de esto, coincidiendo en los días, asistí a un evento con alumnos de primaria en el que interviene la jueza del Juzgado de Violencia contra la Mujer Nº1 de la Región de Murcia, Nerea Cavero. La magistrada, en un lenguaje accesible y cercano, comparte con los niños su experiencia al frente del mismo y su trabajo y esfuerzo hasta llegar a su puesto. La charla me pareció tremendamente motivadora a la par que didáctica.

¡Qué suerte! Contar con tantísimos patrones inspiradores en tan poco tiempo. ¿Será ésta la excepción o la norma? Sinceramente creo que la dificultad no está en la presencia, a los hechos me remito, sino en el acceso que los jóvenes tienen a las fuentes de información. Es fundamental que les instruyamos y orientemos en cómo acercarse a la información y en dónde hacerlo, sobre todo ahora en una sociedad tan infoxificada. ¡Hace tantísimo que no veo a un niño o adolescente con un periódico en la mano! Creo que ésta es otra de las grandes carencias y faltas de nuestro sistema educativo y del trabajo que se hace en las aulas: la importancia y la lectura de las fuentes.

Slow travel

Nunca hemos sido de organizar demasiado los viajes, cuando se presentaba el momento hacíamos aquello que más nos apetecía. Tampoco nos ajustábamos demasiado el presupuesto y eso, sin duda, suponía mayor libertad a la hora de elegir destino y condiciones. Ahora, intentamos seguir viajando todo lo que podemos, pero el ‘modus operandi’ ha cambiado mucho. La maternidad (paternidad) altera y transforma todas las cosas, también el modo en el que desde hace algún tiempo preparamos nuestras vacaciones y nos acercamos a nuevas ciudades.

Si hasta ahora ‘cuanto más’ siempre era mejor, desde que somos padres hemos comenzado a vivir el ‘slow travel’. Cuando viajábamos ligeros de ‘equipaje’ podíamos permitirnos visitar varias ubicaciones en una misma jornada, con horarios frenéticos y sin apenas pausas. Desde que somos familia hemos adoptado un nuevo rol de turista y, al contrario de lo que yo misma podría esperar, tal vez sea ésta la forma que más me agrada.

El nuevo estilo me recuerda a algunas de las últimas películas del director estadounidense Woody Allen, quizás las menos laureadas, y aunque estarían lejos de ser mis favoritas debo de reconocer que disfruto muchísimo visionándolas una y otra vez. Son aquellas en las que las ciudades: Barcelona, París, Roma… se convierten en un personaje más. En éstas vemos, vivimos y hasta paseamos los lugares.

Así viajamos ahora nosotros, tratando de participar de la vida de la ciudad casi como un autóctono más. Para ello, intentamos optar por destinos asequibles, valorando tiempo y distancia, y apetecibles también para nuestros pequeños. Anteponemos los alquileres vacacionales a las habitaciones de hotel porque nos dan la libertad y la comodidad que buscamos. Elegimos una ubicación única -o principal – para integrarnos en su día a día, pasando de conocer o visitar una ciudad a habitarla.

Viajamos sin prisa. Disfrutando de las tardes en el parque, de los despertares pausados en nuestra nueva y eventual casa, de las panaderías y cafés del barrio y hasta de la compra en el supermercado. Y, aunque aspiramos a poder dedicar prácticamente un mes completo a una ciudad, hemos empezado con las semanas completas.

Se trata, sin duda, de aquel modo que más se adapta a nuestras vigentes circunstancias, pero también es una especie de motín contra los arrebatados viajes organizados. Contra la cultura de lo rápido, de lo impersonal y lo estandarizado. No buscamos visitas rápidas en trenes y autobuses en los que ves poco más que tráfico y fachadas.

Desde hace algún tiempo, viajamos para regalar a nuestros hijos –y también regalarnos -la experiencia de vivir en otros países, en otros pueblos y ciudades. Desde hace algún tiempo viajamos para conocer el alma de nuevos lugares.

Club de madres

Creo que ya he comentado en alguna ocasión que cuando me convertí en madre tuve la extraña sensación de pasar a formar parte de un nutrido círculo o ‘club’ de mujeres que, sin conocerse de nada, se entienden, se respetan y se apoya por encima de las muchas diferencias que cada maternidad implica. Tanto es así, que me he sentido arropada en la vulnerabilidad de madre primeriza -cuando lo fui -por absolutas extrañas, incluso cuando el entorno más cercano parece juzgarte. Consolada por una tribu imprecisa y borrosa pero tremendamente vigorosa, celosa y apasionada que, ante determinados ataques u ofensivas, no duda en sacar los dientes. Auténtica camaradería de leonas que no he vivido en ningún otro ambiente del que haya podido formar parte.


Sin duda, la maternidad nos transforma. Nadie puede transitar algo semejante sin ganar y perder cosas en el proceso. Y creo que sólo quien lo ha experimentado puede entenderlo. Es quizás por eso que la mía (mi maternidad) es lo que más me ha acercado a mi madre en todo este tiempo.


Ser madre implica tantísimas cosas profundamente trascendentales como otras tremendamente banales que todas, de algún modo u otro, hemos vivido, disfrutado y sufrido, y ninguna de ellas es desdeñable. Tanto ha podido perturbarme o trastornarme, en un determinado momento, el miedo a que le ocurra algo al bebé como la frustración de no haber encontrado ni un solo minuto a lo largo del día para ducharme.


Sin duda, compartimos esos cambios vitales, pomposos y cargados de emociones que son incuestionables, pero me encanta identificarme también en esos pequeños gestos, comentarios y manías ‘de madre’ que ayudan a relativizar y a restar drama a ciertos instantes. Todo aquello que nos hermana y nos distingue sin tener que referir que somos madres.


Los cafés siempre fríos, los bolsos llenos de toallitas y juguetes, las visitas al baño a puerta abierta, la lista de reproducción de youtube llena de capítulos de Bluey y Pepa Pig, los asientos traseros del coche sembrados de gusanitos… y tantas otras situaciones en las que reconocernos.


En todo esto habría una norma no escrita que nos viene a representar: No me juzgues, yo también soy madre. Aunque yo iría más lejos aún, no se trataría de librarnos de juicios, sino justificarnos y hermanarnos bajo el amparo de aquello más duro y difícil que hemos vividos jamás; pero también, seguramente, lo más fascinante: la maternidad.

¡Feliz Día de la Madre a todas, camaradas!

Retornos

Esta semana leía en el Facebook de un amigo; de esos a los que uno sigue en redes con la misma admiración y entusiasmo que lo hace en lo personal porque sus posts, que escribe con dedicación y creatividad poco habitual en esos lugares, siempre aportan e instruyen;  una afirmación y reflexión a la que yo también he llegado a una determinada edad. A una fotografía de un bodegón de desayuno con una de sus tazas favoritas, unas gafas de ver y un bolígrafo acompañaba la frase: “El mundo está bien pero mi casa es mejor”. Y la escribía después de un recorrido de varios días por lugares increíbles de nuestro planeta, lo que la hace cobrar aún más sentido.

En casa, desde el primero al último, somos fans de los viajes -como dice mi hijo -y cualquier excusa es buena para improvisar u organizar una escapada. Vivimos los días fuera de casa con intensidad, desde el momento de hacer las maletas hasta el regreso a casa que afrontamos siempre con tristeza y desgana. Sin embargo, también es verdad que vengo experimentando en los últimos tiempos que la llegada a casa, tras levantarse uno de su cama, te invade de cierto regocijo, equilibrio y serenidad. Quizás, años atrás, no hubiera dado tanta importancia estas emociones, primando la celeridad, el frenetismo y la excepcionalidad de los días haciendo turismo, pero llega un momento en el que empiezas a valorar también la moderación y la mesura.

Nosotros también hemos aprovechado estos días de vacaciones para salir en familia, una fuga un poco más modesta y adaptada a nuestras circunstancias, y hemos estado en Granada. Una ciudad que conocemos muy bien y que nos permitía disfrutar del tiempo sin prisas, sin citas obligadas y sin desasosiegos. Recreándonos en un café, un paseo o un parque.

El interés de mi hijo por todo lo pone además muy fácil para viajar y tanto se divirtió en el Parque de la Ciencia como en la Capilla Real viendo el enterramiento de los Reyes Católicos y preguntando lo más inverosímil. Además, no sabemos por qué, le hace especial ilusión lo de dormir en un hotel.

Está claro que con ellos no viajamos como antes, pero viajar sigue siendo una aventura maravillosa. Eso sí, como comentaba mi amigo Nacho, ahora más que nunca, volver a casa me produce una satisfacción enorme. Sentirme refugiada, en orden y a salvo. Volver a ese lugar que me gusta por encima de todo en el mundo: mi hogar.

Saber ver

Esta fotografía, descubrí tiempo después, fue un trueque de trabajos que el mismo hizo con la fotógrafa y profesora María Manzanera en una noche memorable, junto a otros artistas, bajo nuestro patio -entonces solo suyo -emparrado.

La instantánea procede de un trabajo experimental en el Manzanera cogió diferentes objetos y los tamizó con una diversidad de materiales, especialmente, papel de seda. Y éste objeto en cuestión es, no es tan fácil de percibir si no dedicas un mirada relajada, es un zapato de tacón. Es un cuadro moderno, poderoso en envergadura y presencia y nació de una mujer que nos acaba de dejar y que, como me cuentan, desprendía grandeza en su apariencia frágil, como de pequeño pájaro ante su primer vuelo.

María Manzanera es de esas mujeres -que tenemos unas cuantas -de las que está Región debe estar orgullosa. Discreta en muchos momentos de su vida, inadvertida en otros, pero manteniendo siempre un ritmo constante de trabajo. Mirando la vida a través de su cámara, pero no sólo en su gran fascinación por París y New York, sino también por nuestra ciudad, por la ciudad de Murcia y su huerta.  Fue recogiendo en imágenes la belleza de un paisaje que sabía finito. Nos hizo reflexionar sobre la importancia de las raíces, de la belleza que nos nutre y ata a nuestros ancestros, una belleza y riqueza tremendamente simbólica y profunda, mucho mas honda que lo que está semana de fiestas de primavera intenta ensalzar. Retrató, como nadie y bañada en nostalgia, la vida amenazada de acequias, monumentos centenarios y naturaleza. También a ella debemos un gran afán de coleccionar, conservar y difundir, fotos antiguas de nuestra tierra.

Sin duda, cuando personas así nos  abandonan, dejan una ciudad, una Región y un lugar huérfanos de algún modo; afortunadamente nos legan un futuro y una herencia en su trabajo que nos acompañará siempre.

La vida tiene estas paradojas: mientras nos decía adiós esta gran mujer, el museo arqueológico desplegaba una exposición suya que ahora recibirá más visitas de las esperadas. Y yo, en  la pared de mi casa vislumbró esa fotografía de un tacón poderoso, como la mirada de esta mujer que se ha apagado pero nos sigue enseñando a abrir los ojos.